Opinión
Europa contra los pobres
"Lo cierto es que, mientras unos y otros marean la perdiz, el drama en el África subsahariana avanza sin tregua", analiza Fernando Luengo tras la muerte de siete personas al volcar un cayuco en El Hierro.
Otro cayuco volcado, esta vez cerca del muelle de la isla de El Hierro. Varios muertos (entre ellos varios niños) y el resto, rescatados «in extremis», cuando la embarcación ya había volcado. La penúltima tragedia (habrá más, sin duda alguna) que, convertidas en rutinas, apenas ocuparán la atención de los medios de comunicación.
Indignación entre las personas y los grupos de apoyo comprometidos con los que, en condiciones extremas, intentan alcanzar las costas de una Europa que ha dado la espalda a la población inmigrante pobre (los ricos son harina de otro costal, bienvenidos sean). Los muchos que se quedan en el camino, atrapados en las largas travesías desde sus países de procedencia o en el inmenso cementerio en que se han convertido el Mediterráneo y el océano Atlántico, donde yacen miles de personas migrantes, no cuentan para las estadísticas oficiales.
Entre los gobiernos europeos, las instituciones comunitarias y la mayor parte de los partidos políticos, situados tanto a derecha como a «izquierda» (hay que tragar mucha quina para calificarlos con este adjetivo), nos regalan gestos de fastidio, o de fingida contrariedad, o, directamente, de rechazo a la (muy mal) denominada inmigración irregular... que, nos dicen, habría que frenar, levantando muros y movilizando a policías y ejércitos, o llegando a acuerdos, con mucho dinero de por medio, con países que, simplemente, vulneran los derechos humanos más básicos.
Ah, pero también están los que, muy serios, proclaman que nuestras economías necesitan a los inmigrantes… para rejuvenecer una pirámide poblacional cada vez más envejecida, para sostener y reproducir los puestos de trabajo estructuralmente precarios –en la agricultura, la industria y los servicios–, y para alimentar la degradación salarial (¡perdón, la competitividad de los salarios!).
Lo cierto es que, mientras unos y otros marean la perdiz, el drama en el África subsahariana, por citar una de las regiones que «expulsa» más población, avanza sin tregua.
La soga de la deuda externa, los desastres provocados por el cambio climático, el continuo aumento del hambre y la pobreza más absoluta, las guerras interminables y las disputas por los recursos estratégicos (que alimentan los gigantes corporativos y las grandes potencias, también la “civilizada y democrática” Europa). Esa es la realidad cotidiana de una parte fundamental del continente africano (y de otras zonas del mundo) que la Unión Europea, Occidente, la comunidad internacional (utilicemos el nombre que nos dé la gana) ignoran o, para ser más rigurosos, de la que sacan provecho.
Hay que tener mucha cara (o ignorancia) para hablar de las bondades de la «transición verde», de la inteligencia artificial, del coche eléctrico, del avance que representan las nuevas tecnologías… ocultando que la contrapartida de esa «revolución» está íntimamente asociada al expolio de recursos de los pobres y a la destrucción de sus ecosistemas.
Todo lo que no sea actuar sobre esos males de fondo es, simplemente, demagogia e hipocresía, a las que, por cierto, ya estamos muy acostumbrados. Actuar significa, entre otras cosas, aumentar de manera sustancial la ayuda al desarrollo (muy lejos de los niveles comprometidos hace décadas), dotar de recursos a estos países para enfrentar el cambio climático, del cual son víctimas (hasta ahora claramente insuficientes, pura propaganda) y reestructurar la insostenible deuda externa; deuda que en su mayor parte se encuentra en manos de los grandes bancos privados y que supone una insoportable sangría sobre los limitados recursos públicos.
Hablemos pues con claridad: mientras que los problemas estructurales no se afronten con determinación, desde ya –porque el tiempo importa y mucho– las personas africanas que no tienen nada en su mochila vital (salvo su sufrimiento y desesperación) y los pobres del planeta intentarán llegar a nosotros y no habrá muros que los detengan.