Un momento para respirar
¿Y si un libro costase lo mismo que un aspirador?
José Ovejero escribe en su diario sobre dinero: el que se niega a las personas dependientes, el que se gasta en armas («para protegernos de no sé qué ataques difusos») y el poco que reciben los escritores y escritoras.
12 de mayo
A mi madre no le han concedido ni siquiera el grado mínimo de dependencia que le daría una ayuda a domicilio unas pocas horas a la semana ni para obtener gratis el servicio de teleasistencia. Su pensión es de 560 euros al mes. Es cierto que es dueña de una casa de unos cincuenta metros cuadrados en un pueblo y tiene el usufructo de un apartamento alquilado. No está ni mucho menos en la indigencia, pero tampoco se puede decir que nade en la abundancia.
Cuando fueron a valorar su caso y le preguntaron si necesitaba ayuda para entrar y salir de casa, mi madre les mostró la barandilla que había instalado en la entrada –resbaladiza y con seis o siete escalones– para poder hacerlo sola; a la pregunta de si podía ducharse sin ayuda, les mostró el taburete y el asidero que había puesto en la ducha; cuando le preguntaron si iba sola a hacer la compra, les contó que no hace mucho apenas le costaba, luego comenzó a apoyarse en una muleta, ahora en dos. No les dijo que muchas veces no sube a comprar porque no se siente con fuerzas, lo que la lleva a pasar días sin ver a nadie, pues su casa está en las afueras del pueblo.
No mintió ni exageró sus males –»es que no me sale, hijo», me dice–, tampoco les hizo ver que si aún se vale por sí misma es porque va ideando trucos para paliar su desvalimiento; no debió de poner énfasis porque no le hicieron mucho caso cuando dijo que tenía vértigos y a veces no puede levantarse. Al parecer, en el expediente que maneja la Diputación no aparecen ni su tensión alta ni sus vértigos ni sus caídas.
Ella me insiste en que hay que ser positivo y usa refranes y expresiones que pueden resumirse en el famoso «peor es morirse» o «hay gente que está peor» y sin duda se los transmitió a la cuidadora. Pero se indigna porque no se considere que necesita ayuda una mujer de ochenta y nueve años que vive sola, en una zona alejada del pueblo, necesita dos muletas –con andador no podría subir la cuesta que la separa de la zona de compras–, que aun así tiene que hacer un gran esfuerzo incluso para ir al médico cuando llueve o hace viento, que se ha caído varias veces en los últimos tiempos. «¿Se lo dijiste?», le pregunto. «Creo que sí, no estoy segura», responde.
Hace cinco años pidió la teleasistencia a la Diputación. Sigue esperándola. En el Ayuntamiento le explican que los fondos son limitados y se van adjudicando con lista de espera y según va liberándose presupuesto para esa partida –también según van muriéndose quienes la preceden–.
Me enfado con mi madre por no dejar clara su necesidad, por esforzarse en poner siempre buena cara a cualquier tipo de tiempo. Luego, cuando leo sobre el aumento del gasto militar para protegernos de no sé qué ataques difusos, me enfado mucho más con el Gobierno, con la oposición y con la Unión Europea. Y cuando escucho a los apóstoles de la bajada de impuestos para los ricos me dan ganas de cometer un disparate. Y ya cuando veo salir indemnes de sus chanchullos –ellos sí, mintiendo y ensuciando el nombre de inocentes– a los pícaros de altos vuelos que se han forrado aprovechándose de cualquier crisis y del sufrimiento ajeno, no diré lo que haría porque, si publico estas líneas, lo mismo me denuncian por delito de odio.
14 de mayo
Después de una conversación en la librería Jarcha, mientras picamos algo para cenar, alguien se refiere a Estados Unidos como «Estado fallido». Es verdad que cumple con creces alguno de los requisitos para ser declarado como tal: altos índices de delincuencia y corrupción, incapacidad para prestar servicios básicos a una parte importante de su población –en particular, en lo que se refiere a la salud–, incapacidad para proteger a sus ciudadanos y ciudadanas. Ahora hay que añadirle la debilidad institucional, el desmoronamiento de la separación de poderes y el socavamiento del Estado de derecho (ejemplificado por la detención de ciudadanos en sus casas sin orden judicial y los planes de eliminar el habeas corpus).
Y lo que sucede ahora en Estados Unidos da alas a una tendencia que, con distintos matices, está creciendo en numerosos países.
Uno de los temas más frecuentes de conversación entre escritores es la precariedad. Se puede hacer burla de ello diciendo que en los círculos literarios se habla más de dinero que de literatura, pero se trata de una preocupación legítima.
Desde las instituciones políticas y culturales no se escatiman elogios y ditirambos sobre el papel de la cultura en nuestras sociedades. Pero luego esas mismas instituciones piden a los escritores que trabajen gratuitamente para ellas. Y en ese punto da igual que estén controladas por la izquierda o por la derecha. Hace poco un político se dirigió a Edurne proponiéndole que formase parte de un grupo de trabajo para hacer propuestas para una cultura del futuro. El trabajo implicaría participar en reuniones, estudiar la situación, hacer sugerencias, por supuesto haber pensado antes sobre ellas, intercambiar opiniones e información. Cuando Edurne preguntó por los honorarios le respondieron, no sé si con rubor o sin él, que no se contemplaban. Ella se negó a participar y le dijo que poco futuro podía tener la cultura si ese era el valor que concedían al trabajo cultural.
Me veo obligado a hacer una consulta a un abogado y descubro que la tarifa habitual en el gremio es de cien euros la hora más IVA. En los honorarios se tiene en cuenta de manera indirecta no solo la hora empleada, también el estudio y el trabajo necesarios para formarse. A los escritores no se les tiene en cuenta nada de eso. Al contrario, se considera que tienen un deber hacia la sociedad que los ha formado y que el reconocimiento de esta debe servirles como satisfacción.
Es verdad que considero que tengo un deber hacia la sociedad en la que vivo y no me importa, en la medida de mis posibilidades, devolver mi deuda. El problema es que, en la sociedad capitalista en la que vivimos, el dinero es la traducción más frecuente de la estima y da la impresión de que, a pesar de las buenas palabras, no hay cosa que se estime menos que la literatura.
En el libro se encarna una forma muy particular y contradictoria de fetichismo de la mercancía: se le concede (o concedía) un elevado valor simbólico pero muy escaso valor de cambio –el oro y los iPhones tienen ambos, el acero solo el segundo–. Pero que tenga poco valor de cambio, en nuestra sociedad tan mercantilizada, acaba afectando a su valor simbólico, cada vez más por debajo del que tienen el cine, la música y, por supuesto, el fútbol, que mueven mucho más dinero. (Por eso el espacio que conceden los medios a la literatura decrece progresivamente).
Cuando vivía en Alemania, escuché al escritor y traductor alemán Hans Wollschläger decir que un libro debería costar al menos tanto como un aspirador, revelando, quizá sin proponérselo, esa contradicción. Si le hiciésemos caso, sin duda concederíamos mucho más valor a la literatura, potenciaríamos el uso de las bibliotecas públicas, reduciríamos el consumo de papel y aliviaríamos los dolores de espalda de los libreros causado por el trajín con tantas cajas. Y, de paso, quizá contribuiríamos a acabar con la «literatura basura», porque por un precio tan elevado te pensarías mucho comprar un libro que se limita a entretenerte un rato en lugar de otro al que podrías regresar en varias ocasiones. Tampoco compraríamos un aspirador, por potente que fuera, que solo pudiésemos usar en una ocasión.
Si un día me encuentro con el ministro de Cultura, le voy a proponer que se mantenga el precio fijo del libro, pero con un límite inferior igual al de un aspirador de gama media, aunque con coste subvencionado para las bibliotecas. Seguro que le va a interesar la propuesta.
Si no hay lectores, no habra Best Selers, tampoco habra cine.