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Opinión

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"Pienso en mi madre y en cómo desde que era pequeñita me repetía que, si le tocaba la lotería, se iría de casa", recuerda Cristina Barrial

PXHERE / Licencia CC0
Cristina Barrial
31 diciembre 2021 Una lectura de 5 minutos
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Escribir sobre lo que aún no ha ocurrido, sobre lo que quizá no ocurrirá, intentar darle forma aquí en estas líneas, es una petición envenenada. Puedo pedir deseos, concretos, pequeños, abarcables, que me quepan en las manos.

Soy deseosa, ¡deseo mucho y todo el rato! Me paso todo el día sumando a un listado mental no ordenado por preferencia cosas y más cosas que borraría de un plumazo, que añadiría, que retocaría un poquito. De esas hay muchas, podría empezar a recitarlas. Pero una cosa es desear y otra bien distinta es pensar utópicamente, construir una utopía y contarla aquí, describir aquí esa gran transformación y cómo me gustaría que fuese, detallar un poco el manual de instrucciones y esperar a ver si alguien está de acuerdo conmigo y me lo dice y así me quedo un poco tranquilita.

Porque a mi me atormenta pensar la cantidad de gente con la que supuestamente comparto trinchera pero no comparto un futurible, la cantidad de gente que está a este lado donde yo descanso, donde todas descansamos esperando y conspirando que algo pase y asistimos aterrorizadas a cómo ese compañero de al lado se imagina, desea, un futuro radicalmente diferente al que nosotras tenemos en la cabeza. Son futuros pequeñitos donde no cabemos nosotras, en nuestra plenitud de ser, son futuros que se parecen demasiado a ayer. 

Me piden que escriba sobre una utopía, que imagine el futuro. Sin embargo, a la utopía nunca le vamos a ver las patitas y todo lo que yo pueda hacer aquí es acaso un retrato a brocha gorda. Ante la utopía como horizonte de lo posible nosotras somos miopes, y por eso podemos desear cosas pequeñas, vistas muy de cerca y muy concretas. De la utopía quizá averiguaremos algunos rasgos, si es alta o baja, su grosor, pero no sabremos si está colorada o cuál es el color exacto de sus ojos. Nuestro cerebro buscará atajos e intentará reconstruir lo que no logramos discernir con lo que ya conocemos, con el rictus que hemos visto en otras caras. Ese es el primer error, porque la utopía no va de un presente mejorado, sino de un mundo futuro radicalmente diferente. Cualquier planteamiento que consideremos utópico será irremediablemente demasiado parecido a la vida misma aquí y ahora, porque esas son las herramientas con las que contamos y nos obligan a pensar la relación entre presente y futuro como tendencia, pero no tanto como ruptura. 

Hay peticiones, campañas, cuyos ecos llegan hasta nuestros días y no exactamente por sus resultados, sino por la invitación a la imaginación política que siguen suponiendo. El sueño frustrado del «Salario para el trabajo doméstico», que buscaba que las labores de las llamadas amas de casa fuesen remuneradas, es una de ellas. Esta campaña surgida en los años setenta en Italia de la mano de Federici, Dalla Costa y James, entre otras, ponía en el centro la relación entre la lógica capitalista, las relaciones generizadas y el trabajo reproductivo. En El problema del trabajo. Feminismo, marxismo, políticas contra el trabajo e imaginarios más allá del trabajo (Traficantes de Sueños), Kathi Weeks analiza con mucho detenimiento esta campaña que, al vincular familia y sistema salarial, nos recuerda que “la institución familiar no sólo ayuda a absorber las reducciones del precio del trabajo y a producir formas de trabajo feminizado más baratas y flexibles, sino que también proporciona la base ideológica para aliviar al Estado y al capital de la responsabilidad de gran parte del coste de la reproducción social”.  

Pero más que deshilvanar contenido, fallos y errores, Weeks pone en valor la campaña por su performatividad, como perspectiva y también como provocación. Por un lado, por su incitación a pensar sobre la posición de las mujeres en la sociedad del trabajo, poniendo en cuestión la concepción de la familia como una esfera opuesta a lo laboral, difuminando las fronteras entre el trabajo como lugar de coacción y la familia como lugar conformado por relaciones libres, auténticas y voluntarias. También desmitificando el sistema salarial, al visibilizar la arbitrariedad por la que se asigna o no un salario a las contribuciones de la producción social. No es tanto el salario sino qué pasaría si este existiese. La provocación de la demanda yace no en satisfacer necesidades, sino en expandirlas: más tiempo, más dinero. 

La enmienda a la totalidad pasa por lo que muchos insisten en mantener. Tal y como expone Jule Goikoetxea en Estallidos (Edicions Bellaterra), hasta hoy día “no es casualidad que muchas y muchos de los que hablan y hablaron de revolución y abolición con respecto al Estado, o el capital, hablaran en cambio de reforma con respecto a la familia y el patriarcado, y nada o poco con respecto a la producción de cuerpos sexualizados y racializados mediante los que se materializa la explotación.” 

Pienso en mi madre y en cómo desde que era pequeñita me repetía que, si le tocaba la lotería, el cupón o el premio del concurso del mediodía al que enviábamos sobres llenos de códigos de barras de los brick de leche, se iría de casa. “Me iré lejos y no voy a volver nunca”, decía sin que le temblase la voz. A mí no me llevaría, lo sabía porque se lo había preguntado alguna vez, así que que yo chupaba el pegamento de los sobres para cerrarlos porque era un ritual que me encantaba y también la acompañaba a comprar el cupón por las tardes, y lo hacía sabiendo que un día podía despertarme medio huérfana y yo estaba colaborando no muy inconscientemente en esta misión. Que mi madre entendiese por esa época que nuestra casa no era refugio sino cárcel, entraba en colisión con que su manera de zafarse de todos nosotros y de todo ese trabajo no pagado fuese jugar siempre el mismo número, que era la colocación ordenada del día de mi nacimiento, el de mi hermana y el de mi padre. Ese número era y sigue siendo el 17137.

Recuerdo esta época, que se alarga hasta el presente sin ningún boleto premiado. Ya no existe una huida planificada –al menos no se pronuncia en voz alta–, pero quizá nuestra incapacidad siempre ha sido la misma: seguir pensando que esos futuros radicalmente diferentes vendrán de la mano de lo ya conocido, lo ya familiar, el 17137 que cada uno lleva en el bolsillo.

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