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Pynchon y Banksy en ‘El Hormiguero’

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Pynchon y Banksy en ‘El Hormiguero’

"El anonimato purifica, pues coloca la obra por delante del autor, sola, para que sea juzgada como tal", sostiene Mario Crespo en este artículo sobre la autoría en el arte.

Un graffitti firmado por Bansky. BRUCE KRASTING / Licencia CC BY 2.0
Mario Crespo
22 septiembre 2021 Una lectura de 6 minutos
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La historia de la literatura está llena de identidades ocultas y autorías desconocidas, como la de El Lazarillo de Tormes; pero también de pseudónimos para burlar la feminidad prohibida, como el Cecilia Bohr de Faber; o de simples nombres artísticos, como Mark Twain; e incluso de heterónimos que desdoblaban la identidad, como los que utilizaba Fernando Pessoa. Es decir, la autoría como elemento de la obra no ha existido siempre, aunque hoy día parezca una norma incuestionable. De hecho, el desarrollo de la identidad del autor forma parte del propio desarrollo del arte.

Según relata Irene Vallejo en su ensayo El infinito en un junco, “la historia de la literatura empieza de forma inesperada. El primer autor del mundo que firma un texto con su propio nombre es una mujer». Enheduanna, poeta y sacerdotisa acadia, lo hizo 1.500 años antes que Homero. Sin embargo, durante la Edad Media, el anonimato en las artes se normalizó al perderse el interés por la originalidad; el arte medieval tenía una función, una misión divina: se trabajaba para Dios, no para uno mismo. Posteriormente, se fue estableciendo poco a poco la importancia de la autoría hasta que esta alcanzó una presencia absoluta, casi a la altura de la propia obra. Ya no se trataba tanto de cómo era la obra, sino de quién la firmaba: es un Picasso, es una Chagal, es un poema de Lorca, un puente de Calatrava. De hecho, en los años sesenta del siglo XX, Roland Barthes llegó a cuestionar la figura del autor criticando la concepción romántica de la autoría, según la cual el creador se posiciona en el centro de la obra desplazando al verdadero protagonista; el lector.

Actualmente, en la época de las RRSS y el big data, son escasos los ejemplos de autores que publican con una identidad oculta y se convierten en una simple firma, en un garabato, en un símbolo abstracto, pues los datos de un autor son más rastreables que nunca. Aunque, por otro lado, en el contexto de Internet, los juegos online y las redes sociales, también resulta más sencillo que nunca crear personajes anónimos escondidos tras una pantalla, crear avatares.

Pero ¿significa esto que los creadores de identidades anónimas renuncian al ego, al yo, a lo individual? Las redes sociales ofrecen numerosos ejemplos. Hay varios casos de tuitstars, creadores de cuentas pseudónimas, que finalmente han dado la cara tras publicar libros o escribir para la prensa (Pablo Lolaso o Gerardo TC). E incluso aquellos que no lo hacen parecen muy interesados en el número de likes o el crecimiento del número de followers, según se desprende de sus mensajes. 

Por lo tanto, el ego, el individualismo y la popularidad parecen ser factores inherentes a la propia especie, sensaciones a las que muy pocos renuncian, o, al menos, que muy pocos relativizan. Ocultar la identidad literaria sirve pues como refugio para ejercer una profesión libremente. Y también para buscar la libertad creativa y la originalidad. Con una obra anónima es difícil saber a quién se alaba, pero también a quién se critica. Y eso ofrece una cara positiva: la neutralidad, la imparcialidad, no hay ninguna sugestión al juzgar la obra de alguien a quien se desconoce.  

No obstante, no es lo mismo una obra anónima que una obra escrita por alguien que utiliza un pseudónimo para ocultar su verdadera identidad. Algo que, de hecho, sirve para atraer nuevos lectores, pues un autor que se reduce a un nombre impostado genera misterio y capta la atención de potenciales clientes. La ambición del lector le empuja a querer conocer todo de alguien de quien, en realidad, no se sabe nada. Buen ejemplo de ello sería el caso de Elena Ferrante, la sensación de las letras italianas durante el último lustro, que, tras su fulgurante éxito, fue seguida, rastreada y finalmente desenmascarada en un fino trabajo contra la privacidad y el derecho al anonimato de las personas. Ferrante es en realidad, Anita Raja, una conocida traductora del país transalpino, cuyos ingresos se habían multiplicado por siete desde la explosión de la Ferrante. El rastreo de sus datos financieros sirvió para descubrir quién se escondía tras el pseudónimo.  

Sin embargo, quienes nunca han sido descubiertos, como el graffitero Banksy, pueden seguir sorprendiendo al espectador con sus creaciones. En su caso, su firma es un escudo de seguridad que protege al artista para hacer pintadas en muros sin permiso. Y ese misterio se ha convertido en un valor añadido para su obra (que cotiza, y muy al alza, en Sotheby’s). Caso similar es el del novelista norteamericano Thomas Pynchon, un autor de quien no se conoce nada más que una foto y una biografía básica y de cuya vida nada se sabe desde hace décadas. 

¿Se imaginan a Banksy y Pynchon en el programa El Hormiguero? ¿Como parte de una estrategia para promocionar su obra, una estrategia productiva? ¿Jugando con Pablo Motos al escondite en una de esas pruebas que han de pasar los invitados? ¿Contando anécdotas y opinando sobre política sin dar un solo argumento? ¿Mencionando detalles de cómo escaparon de los fans cuando casi descubren sus verdaderos rostros?

Imagínenselos allí por un momento, sentados en el estudio frente a Trancas y Barrancas; Pynchon, con el mismo gorro marinero con el que posa en una de los dos retratos que se consideran suyos. El mismo rostro, pero envejecido, los grandes incisivos, ahora amarillentos, el rostro ajado y el pelo, que le sobresale bajo el gorro, largo y plateado. Banksy quitándose la máscara en directo, dándole la exclusiva a Atresmedia para que el público descubra un rostro normal, el de un funcionario, un burócrata, un empleado de una gestoría, alguien que podría regentar un estanco. Un profesional (del graffiti, en este caso). 

¿Cómo miraríamos después su obra? ¿Con la misma seriedad? ¿Con la misma objetividad? ¿Sin pensar en sus rostros, sus comentarios, su tono de voz? Me temo que no. Y, al mismo tiempo, lanzo otra pregunta: ¿influye sobre la obra la percepción que tenemos de la persona? ¿Son peores las novelas de Vargas-Llosa desde que se pronuncia políticamente? ¿Ha perdido el pulso Javier Marías desde que defiende posiciones conservadoras en sus columnas? O, vayamos más al extremo: ¿se podría admirar y valorar, incluso venerar, la obra de un nazi? 

En 1847 se publicó Cumbres Borrascosas como obra anónima. Pero, tras obtener cierto éxito, el editor decidió publicar una segunda edición tres años después. Fue entonces cuando se descubrió la verdadera identidad de su autor. Pero resultó que se trataba de una autora, Charlotte Brontë. Desde entonces la crítica de la época enfocó el libro desde una óptica distinta; comenzó a tratar la obra como una simple “novela romántica”. La que había sido considerada una “obra poderosa” y “realista”, pasó a ser un producto literario edulcorado y rosa; una obra escrita por una mujer, algo que para ellos resultaba un sacrilegio o que incumplía las reglas no escritas de la novela.  

Así pues, de manera inconsciente, siempre ha existido, y sigue existiendo, una permeabilidad entre la opinión que tenemos sobre un autor o autora y la que nos generan sus obras. Solo autores escasamente mediáticos, a quienes nunca hemos escuchado hablar en la radio, ni hemos visto en la tele, autores que son solo un nombre en la cubierta de un libro, tal vez una foto en la solapa o en inmensidad de la web, mantienen esa pureza.

En resumen, el anonimato purifica, pues coloca la obra por delante del autor, sola, para que sea juzgada como tal, incluso por delante de las acciones del autor (como en el caso Banksy), pues hasta la crítica es algo personalista; a veces se critica a un autor por su estética, su tono de voz o incluso sus facciones, porque “cae mal”, se le critica por lo que representa; aspectos que, a fin de cuentas, poco tienen que ver con las creaciones que lleva a cabo. No conocer su rostro, ni su cuerpo ni su voz, no conocer sus reacciones o actitudes, es pues una forma de no influir en la valoración de lo que produce, es la única pureza que queda en un mundo tan cainita como el del arte.   

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