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Santa Ayuso de los madrileños

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Opinión

Santa Ayuso de los madrileños

"Probablemente, el momento de valorar la gestión de Ayuso, tanto la económica como el abandono de las residencias, sea dentro de dos años. No hay nada más madrileño que subir a alguien para luego quitarle la silla", escribe Jorge Dioni.

Isabel Díaz Ayuso en un acto cívico-militar el pasado 2 de mayo. COMUNIDAD DE MADRID/FLICKR
Jorge Dioni
14 mayo 2021 Una lectura de 6 minutos
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En noviembre de 1998, estuve en Buenos Aires de vacaciones. Fui por dos razones aparentemente contradictorias: fútbol y Borges. Quería ver un partido allá, algo que me decían que era inolvidable, y conocer los lugares donde había vivido un escritor al que, por aquel entonces, adoraba. Lo primero se complicó enseguida. Boca estaba por salir campeón después de seis torneos. Era la época de Córdoba, Ibarra, Bermúdez, Samuel, Arruabarrena, Cagna, Serna, Basualdo, Riquelme, Guille Barros, Schelotto y Palermo. Entrenaba Bianchi. 40 partidos invictos, aún récord histórico. 

Por una entrada en una zona tranquila de la Bombonera, las que quedaban, me pedían unos 150 pesos, casi la mitad de las 70.000 pesetas que, por entonces, pagaba por un piso de tres habitaciones en la calle Consell de Cent. Supongo que, por 450, ahora puedes alquilar una habitación en ese mismo piso. En Argentina, era la época gloriosa de Menem: privatizaciones, convertibilidad, mejora de los indicadores, despidos, trabajo informal, pobreza y delincuencia. Por un café en un sitio cuqui de Corrientes pagué casi 800 pesetas, lo que costaba una copa en un sitio de moda en Barcelona o el menú del día en un Marcelino. Al final, logré ir a la Bombonera por bastante menos dinero gracias a la lluvia torrencial que cayó. Fue tan inolvidable como me habían dicho. 

¿Cómo puede vivir la gente aquí?, le pregunté a uno de los anfitriones que tuve, amigo de un compañero de trabajo de un familiar, el airbnb que teníamos entonces. No puede, me dijo. Cada uno hace lo que puede. Él era músico y se buscaba la vida con conciertos, fiestas, asados o, si no salía nada, se buscaba el jornal como repartidor o al volante de un remis, los taxis informales que había en la ciudad. Creo que nos suena a todos. También, la imagen de la ciudad: dura, divertida y desigual. Aunque mal repartido, circulaba mucho dinero y había una cierta sensación de euforia. 

Mi primer plan tampoco salió bien. La ciudad no recordaba a Borges y tenía que guiarme por mis notas. La casa museo no se abrió hasta 2009 y lo más que logré fue un bar de la calle Anchorena en el que me dijeron que, si iba a todos los días, podría ver a María Kodama. La biblioteca nacional tampoco tenía ningún recuerdo o, por lo menos, no lo vi entre los cientos de placas que recordaban que allí había muerto Eva Duarte de Perón. El edificio nuevo se había construido en el solar de la quinta Unzué, residencia de verano de los presidentes argentinos. 

Pregunté a varias personas por el peronismo, pero ninguna me supo dar una explicación más allá del tecnicismo “movimiento nacional-popular” o “es algo de acá, el pueblo”. El neoliberal, Menem, era peronista; los sindicatos que se le oponían en las calles, también; sus sucesores de izquierda, Néstor Kirchner y Cristina Fernández, igual. Del peronismo, salió la Triple A, terrorismo parapolicial de extrema derecha, y Montoneros, una organización guerrillera socialista. Desistí de entenderlo. Ni siquiera traté de hacerlo cuando, hace seis años, toda esa retórica se puso de moda con el nacimiento de Podemos. Pensaba que las soluciones de allí no servían para los problemas de aquí y que tenían difícil implementación en una sociedad –y un territorio– bastante diverso. 

Hasta esta primavera. Esta campaña electoral he entendido lo que quiere decir «convertir la mayoría social golpeada en una nueva mayoría política», desafiar el sentido común, superar el eje izquierda-derecha, transformar los viejos partidos en movimiento amplios que se agrupen en torno a «significantes vacíos», que pueden ser rellenados con cualquier elemento que ayude a construir la identidad deseada. En este caso, libertad; hace cinco años, cambio. Ayuso ha sido el desborde, la transversalidad, «una herramienta para la unidad popular y ciudadana», el triunfo de la hipótesis populista. Como sostenía Íñigo Errejón, “ganas cuando dejas de ser el candidato de la izquierda y te conviertes en el candidato de la decencia y de la soberanía nacional. […] El que gana, gana cuando es capaz de hegemonizar la nación. No de hegemonizar la izquierda”. Quitemos decencia, pero dejemos soberanía. Ayuso se desligó de su partido para presentarse como la gente frente a la casta del gobierno detectando el eje fundamental: abrir-cerrar, restricciones o volver a la vida cotidiana.

Ayuso construyó una identidad típicamente populista y no derechista. Se convirtió en la defensora de Madrid hasta el punto de crear una identidad propia. “Ayuso antepuso Madrid”, “Ayuso nos defendió”, “Ayuso nos salvó”, “Ayuso nos ha dado trabajo”, “me gusta esa chica. Me gustan las medidas que toma, y es valiente”, “todos a vueltas con Ayuso, Ayuso por aquí y Ayuso por allá, pues venga: voto a Ayuso”. Son frases sacadas de los reportajes sobre su victoria. Santa Evita de los descamisados. Estuvimos a un cuarto de hora de la entronización de Nuestra Señora de Ayuso, con procesión desde Diego de León hasta Tribunal.

Es decir, “asumió explícitamente la función de los liderazgos catalizadores, de nombres propios que llegan a representar nombres comunes, como articuladores de identidades nuevas”. Siguen siendo palabras de Errejón. La campaña fue un plebiscito sobre su persona, desligada de la formación política, y el momento populista le permitió no sólo convertir en honestidad y franqueza sus errores de discurso, sino alimentarse de los ataques. Podemos también tuvo ese momento judo, donde su principal fuerza era la inquina que despertaba. 

Ayuso no solo se desligó de su partido, sino de su ideología, lo que Carolina Bescansa llamaba paquete. Una interpretación de la realidad en términos derecha e izquierda hace que uno se posicione sobre determinadas cuestiones excluyendo a potenciales votantes: si eres de tal partido y estás en contra de las nucleares, también lo estás de los toros, aunque no sepas bien por qué. Su propuesta era articular el discurso en torno a muy pocos temas que, “siempre puestos encima de la mesa, atraerán a esa gran mayoría y se ganarán unas elecciones”. Así, con el eje abrir-cerrar, Ayuso pudo hacer campaña en Chueca y exhibir en su celebración la bandera arcoíris. 

En su momento, Errejón sostenía que el triunfo de Podemos había desafiado varios lugares comunes. El primero era el eje izquierda-derecha, que proponía sustituir por arriba y abajo, gente y casta dominante. Funcionó, pero esta articulación también permite que, cuando tu proyecto llega al poder, otro grupo pueda autodeterminarse como abajo y, atribuyéndose el papel de rebelde, usar toda la iconografía y semántica del contrapoder. Todo el mundo necesita ser una víctima de algo porque todo el mundo necesita formar parte de un relato y las narraciones occidentales necesitan antagonista y obstáculo. Ayuso se presentó contra el gobierno que nos cierra, que no tramita los ERTEs, que sube los impuestos. La antipolítica desde la política. Madrid está descubriendo algo que en Catalunya ya está asumido: gobernar no es útil electoralmente. Lo mismo que Torra enviaba a la policía para disolver manifestaciones que él mismo había animado, el alcalde de Madrid se lamenta por resoluciones judiciales que le dan la razón. 

La insistencia en abajo y en la ejemplaridad de las obras para sustituir la ideología hace que no solo cualquier detalle que te separa de la vida franciscana sea una incoherencia, sino que pierdas pulso a largo plazo. Puede ser la chispa adecuada, pero nadie quiere renunciar a la posibilidad de subir. El ascensor social, aunque sea gris y conformista para la Escuela de París, siempre ha sido un programa político exitoso. Pero eso es otra historia que merece su texto propio. 

El problema de Ayuso es ese, el mismo que tuvo Podemos: el tiempo. El momento populista es un momento. Después, hay que gestionarlo. O seguir acelerando, como el autobús de Speed, hasta que te quedas solo al volante. “La pandemia nos agotó, nos dejó cansados, deprimidos. Tantas restricciones, tantos encierros, tantas muertes. Y esta mujer hizo una campaña de alegría, abrió los negocios, llenó las calles… La gente quiere un poco de felicidad”, decía uno de los reportajes sobre su victoria. Es algo que sucede tras todas las guerras: hay un deseo de volver a la vida, aunque signifique olvidar. Pero el tiempo pasará y habrá un momento de recuerdo. Haría mal la oposición en desesperarse. Hay que mantenerse: insistir en el programa y la crítica. Probablemente, el momento de valorar la gestión de Ayuso, tanto la económica como el abandono de las residencias, sea dentro de dos años. No hay nada más madrileño que subir a alguien para luego quitarle la silla. 

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Comentarios
  1. Chorche dice:
    20/05/2021 a las 19:56

    Lo efímero, lo instantáneo forma parte de la lógica del capitalismo. El problema es que se ha trasladado esa lógica a la vida. Nos pasamos la vida corriendo y consumiendo, sin tiempo para las cosas, los valores y los afectos que nos hacen ser o no felices.
    No comparto la idea de que la política se convierta en un producto de consumo, donde, a golpe de elecciones se va cambiando de rumbo. Un proyecto que pretenda construir un Estado que proteja a la gente tiene que ser de largo recorrido.
    (Arnaldo Otegi – Gara)

    Responder

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