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Las nubes, la furia

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Opinión

Las nubes, la furia

"Que nunca nada te despeine no es cuestión de suerte. Tampoco es elección temblar de desamparo. Ni ese calor que trepa por el pecho y a veces enmudece la garganta de tanto por decir como hay".

Varios agentes de policía en el barrio de Vallecas (Madrid) durante las protestas por un acto de campaña de Vox. DIEGO RADAMES/SOPA Images
Ignacio Pato
09 abril 2021 Una lectura de 3 minutos
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Mi abuelo está enfadado. Y yo quiero, siempre he querido, ser como él de más mayor. Es difícil explicar aquí por qué me pasa eso desde pequeño, porque a veces de las cosas importantes es imposible distanciarse tanto como para escribirlas bien. 

Por eso también siempre he desconfiado un poquito de quien se siente más seguro ante un documento en blanco que ante una persona. Me da vértigo pensar en la literatura como un refugio. Cuanto más leo, más aprecio lo que hay fuera de los libros. Creo que es un cumplido para los escritores y escritoras que antes son personas.

Digo que mi abuelo está enfadado. No siempre, pero más que cansado y aunque también esté triste. Le enfada que el folleto del Lidl tenga errores, aunque los precios sean más altos que los que luego comprueba en la tienda. Le parece poco serio. Le cabrea el tiempo. Casi siempre hace mucho frío o hace mucho calor. El entretiempo es peor, con la trenca entrando y saliendo del armario.

Yo me hago viejo y también le doy cada vez más importancia al tiempo. No solo a ese, también al del calor y el frío. Me diferencio de mi abuelo en que, más que contrariarme con el frío, pienso en judías pintas humeantes y cuando el calor aprieta, bueno, digamos que ya tardo en probar el Maxibon de gofre novedad del verano 2021. Encontraría incompleta una vida sin tiritar ni sudar.

En lo del cabreo me parezco. Me enfado más que embajono. De unos años a ahora, siento que a mi alrededor hay más tristeza que ira. En la calle, en la red, donde no pocos contenidos presuntamente empáticos, con dinosaurios deprimidos, a mí me generan el efecto contrario al que seguramente busquen. Calma. Pero ¿quién puede permitírsela?

No los vecinos y vecinas que no pueden quedarse en casa mientras su barrio es invadido por fascistas, por ejemplo. No quien no podrá votar aunque lleve mil años aquí. No quien ese día trabaje en un sitio horrible y sienta miedo de la sola idea de proponer a sus superiores ejercer su derecho a librar unas horas para hacerlo. 

No la persona que se sienta utilizada para investir a un candidato que desprecie su urgencia habitacional, económica, sanitaria. Vital. El reloj no corre igual en todos los distritos postales. Mira las arrugas, mira de paso si hay más líneas de expresión de sonreír o de fruncir el ceño, mira a qué edad empiezan a crujir las manos y rodillas y mira el tiempo libre. 

Cómo nadie se atreve a llamarle polarización a la disyuntiva entre la vida y la pulsión de muerte, entre la construcción y la podredumbre, yo no lo sé. Sospecho que hay algo de privilegio en habitar el sosiego. No es esa tranquilidad negligente con el vulnerable, cobarde, de la que hablamos cuando hablamos de necesitar descanso, pausa, paz. 

Paz no es no sentir una guerra. Ni reconocerla solo cuando la ves escrita, filmada o colgada en un museo. Que nunca nada te despeine no es cuestión de suerte. Tampoco es elección temblar de desamparo. Ni ese calor que trepa por el pecho y a veces enmudece la garganta de tanto por decir como hay.

A veces es una nube, como las hay de pena negra y lesivas, la que te llega. Pero una de colores. Y se te posa y te acompaña. A veces, por un rato. Yo creo que más durante toda la vida. Nubesfuria. Así las llama Belén Gopegui y las dibuja Natalia Carrero en un librito precioso. 

¿Qué te dan esas nubes de furia? Bueno, dar, dar, nada. Rebuscan en ti. “Sacan fuera todo lo que tú tienes y lo ponen delante para que lo veas: huracanes del tamaño de tu cuerpo”, escribe Belén. Decía que dar, no dan nada. Activar, lo pueden activar todo.

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