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Opinión

Ariel ultra

En La Mirada, Ignacio Pato reflexiona en torno al papel de los medios de comunicación a la hora de cubrir informaciones sobre odio

Asistente a una marcha neonazi en homenaje a la División Azul el pasado febrero. RUPTLY / LA MAREA
Ignacio Pato
19 febrero 2021 Una lectura de 6 minutos
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Hubo un tiempo en el que existían los móviles pero no en todas las casas había uno. O si lo había era el del padre o la madre y el chaval no quería llevárselo cuando salía porque únicamente servía para hacer llamadas y eso solo conllevaba lo menos deseado en la adolescencia: control. A lo que voy es a que unos años más tarde, cuando los móviles eran más golosos, habría evitado que me pegasen unos nazis. Chúpate esa, ludita tecnófobo. Es fácil: me habría encontrado con el colega con el que había quedado para ir a un concierto en lugar de que el malentendido de que él esperase dentro de la estación de metro y yo en la boca de la misma me hubiera dejado a merced de aquella gente.

Hasta ahí una batallita que no aporta mucho más, pero lo que sucedió a continuación ya directamente defraudará a quien crea que hay que oír todas las voces, aunque sean voces nazis. Como los barrios son grandes pero no tanto, y aunque aquel no era el mío y no pude detallar mucha descripción –nota: cada vez que se reivindica desde la izquierda el parkineo hay una generación de madrileños que tenemos que resituarnos porque crecimos con dificultad para diferenciar a un fan de la solución final de un bakalaero–, mi colega supo enseguida quiénes habían sido y lo siguiente que supe es que él y otros les habían buscado, encontrado y conseguido empatar la eliminatoria de las hostias. Ganarla, diría, porque no volvieron a asomar.

A este colega le perdí la pista, pero espero que no estudiase periodismo, porque vaya mala praxis. ¿Cómo vas donde está el nazi a hostia remangada en vez de con una grabadora? Un negligente este ayudante, os lo digo, sin preguntar cómo creció aquel enamorado de los trenes a Auschwitz, cuáles eran los puntos de vista sobre la actualidad de ese soñador del Zyklon B. Y si hubiera estudiado periodismo, se habría tenido que quitar esa tontería del antifascismo o no podría trabajar en algunas cabeceras del Nazi Voices Matter en una semana en la que como extra se ha vampirizado el trabajo de investigación de algunos de mis compañeros en este medio.

También se ha retorcido el espíritu de ese esfuerzo profesional. La coartada no verbalizada es que todo lo que pueda darte de comer es noticia y que a ver si no hay aquí libertad de prensa para darle al rec (y a la buena cara, que no es tontería: muchas entrevistas se consiguen gracias a una cortesía, educación y sonrisas que no son precisamente las que desplegamos con un vecino de escalera a quien odiamos) a una aspersor humano de delitos de odio que te puede hacer el mes en visitas.

No sé cómo de fácil es conseguir, y mantener, una entrevista con alguien que quiere acabar contigo. Supongo que facilita las cosas no estar entre su lista de liquidables. No voy a decir que sea un privilegio poder charlar con un nazi, porque no ser despreciado, insultado, agredido o violentado lo que es es un derecho. Pero sí que muchas personas desgraciadamente no necesitan conocerles a través de los medios porque ya lo han hecho de primera mano en calles oscuras, andenes solitarios esperando el último metro o, quizá un poco más sobrios, en centros de trabajo. Por puro instinto de conservación se aprende a detectarles a metros de distancia. Desde luego ahí no estás deseando que la otra persona se identifique con el nacionalsocialismo solo para poder decir tengo tema, jefe.

Se puede pensar en un plan orquestado desde grandes despachos para que todos creamos que el saludo a la romana es un simpático challenge viral que va de rebozarte el brazo en harina. O también buscar razones más terrenales en la banalización del fascismo. Por ejemplo, en el sálvese quien pueda que es laboralmente el periodismo. Un frame consiste básicamente en la suma de imagen, titular y frase de atención o copy para presentar un contenido –entrevista, reportaje, columna, vídeo, lo que sea– que, mediante enlace, visitas, reproducciones o compartidos, un medio pueda monetizar. Mujeres, juventud, primeros planos, superficie de piel, colores vivos o el fuego suelen tener buena capacidad para absorber, si no clics, sí atención. Un ojo a cómo están de compensadas o no en cuanto a género las secciones de política también podría ser interesante.

En El orden del día, una soberbia novelita sobre cómo los grandes industriales alemanes llevaron económicamente a los nazis al poder, el escritor Éric Vuillard recuerda que el conde Halifax, encargado de la diplomacia británica, le entregó su abrigo a Hitler la primera vez que lo vio porque lo confundió con un criado. El ministro de Exteriores Ribbentrop alargó intencionadamente una conversación sobre tenis con el premier británico Chamberlain para que este no pudiera reaccionar a la invasión de Austria.

Mientras, los tanques de la Wehrmacht varaban atascados y averiados en la carretera que les conducía a ellos al Anschluss y al resto al infierno. A eso le siguieron los “terroríficamente normales” funcionarios del III Reich de los que hablaba Hannah Arendt, que también nos recuerdan que en ocasiones la tiniebla tiene que ver más con el callado día a día, más con el cutrerío que con la épica y más con el cortoplacismo que con los grandes horizontes.

Hablaba esta semana Pablo Iglesias en el Congreso sobre “la normalización de las agendas de la extrema derecha en los poderes mediáticos”. Sobre los medios, dijo, no hay ningún elemento de control democrático. Denunció que el sector esté concentrado en un par de grupos que absorben casi todo el mercado publicitario. Y se preguntó cómo puede un periodista escribir mal de aquel para quien trabaja. Es tan cierto como complementario a esos extremos le resulta un corporativismo generalizado de años, el mantra ombliguista sobre que sin periodismo (¿cuál, desde dónde, con qué fin cada pieza?) no hay democracia, su glorificado y espectral rol fiscalizador.

La lucha por una prensa libre, responsable y viable es compleja porque es doble. Es una batalla laboral, por las condiciones de trabajo y vida que implica para sus profesionales, a la vez que política, pues la mayoría de medios a quien le debe cuentas es a su consejo de administración y no a la sociedad. Su existencia depende del ingreso y no del grado de libertad, seguridad, justicia o igualdad que domine la vida pública. Quizá, de hecho, a río revuelto ganancia de según qué moralidad. La perversidad de tener en mano un frame clicable que por un lado amplifica un sufrimiento que no es tuyo, ni de quien te rodea, y por otro te evita repartir burritos a las once de la noche.

No tengo el remedio. No sé si hay que promover que en las redacciones exista una cuota de personas que sientan los discursos de odio como un peligro muy real y no como una excentricidad rentable que nunca les salpicará. Sí que intuyo que cuantas más –no sé si llamarlas antifascistas o simplemente personas– haya, mejor. También que si todo vale entonces nada vale nada. Y que en medio de una crisis integral de salud, ingresos, ánimo, tiempo, atención y cercanía con quien realmente merece la pena, con aquellos que nos cuidan y que deben ser cuidados, con quien acompaña, aporta y construye, que en mitad de todo eso, elegir a quien se escucha y al lado de quién se está es tremendamente político.

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