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La fase que siempre me dio miedo ver

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Opinión

La fase que siempre me dio miedo ver

"Esta fase nada tiene que ver con la pandemia. Es la fase en la que los hijos crecen y los padres se hacen mayores. El tiempo y la vida".

Foto: Olivia Carballar
Olivia Carballar
22 mayo 2020 Una lectura de 4 minutos
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No sé en qué fase estarás tú cuando estés leyendo esto. Yo estoy a punto de entrar en la 2, pero voy a centrarme en la 1, que ha sido la que me ha hecho ver la fase que me daba miedo ver y que es, en realidad, de la que quiero hablar. Una fase que nada tiene que ver con la pandemia. ¿Voy por la mañana o por la tarde? ¿A tomar un café o a comer? ¿Aguantaremos las mascarillas? ¿Mamá, qué hacemos? Hija, lo que tú veas. Sabía que lo primero que haría ese lunes sería ir a ver a mis padres.

Venga, un selfie, le digo a mi hijo y a su padre. Nos subimos al ascensor los tres juntos, como hace dos meses. Bajamos. Salimos a la calle los tres juntos, como hace dos meses. Caminamos. Yo quiero ir por delante, para ver si mi bar del desayuno ya está abierto. Pero mi hijo me reta a una carrera por la calle de detrás. Ahí sigue el coche, quieto como nosotros, durante dos meses. Un charco rodea las puertas delanteras. Ya hay un vehículo con el doble intermitente esperando nuestro hueco.

Le quito el envoltorio al CD que iba a estrenar para celebrar mi cumpleaños. Suena la música. Arranca. El coche arranca, que podía no haber arrancado dado nuestro historial de luces y baterías. Ventanillas bajadas. Risas. Marcha atrás y avanzamos. Es como si el tiempo nos estuviera devolviendo un momento que se resiste a no existir, el momento detenido hace dos meses en el que hubiéramos pisado el acelerador para irnos a la playa. El depósito de gasolina está inauditamente lleno. 

Vámonos a Australia, pienso, como pienso en muchas ocasiones cuando me subo al coche y me imagino de verdad que estamos emprendiendo un viaje a Australia, como sinónimo de un sitio lejano. Y esta vez vamos, en efecto, a Australia, a ese lugar donde han vivido mis padres durante este tiempo, a dos meses de distancia. 

Todavía no lo sé, pero mientras avanzamos me voy adentrando en esa nueva fase que solo la vida te puede asignar. Esa nueva fase que duele y que hace que te enfades con quien no tiene culpa de nada. Jugamos al veo veo, a los coches de colores. No me doy cuenta de que hemos atravesado ya el túnel. Dejo a mi izquierda el escarpado de la montaña con forma de beso que siempre, siempre miro cuando voy a las antípodas creyendo que voy al pueblo donde me crié. Hoy no habrá besos, ni abrazos. Está lloviendo. “El primero que vea la tortuga gigante gana”, dice mi hijo. Ahí está el castillo, el jabalí y algo que no había visto en toda mi vida: la gente con mascarillas. 

Todavía no lo sé, pero en una semana morirá un buen amigo de mi padre. Ahí está la fuente, la antigua tienda de mi abuela, ese otro castillo donde viví y me prometí al inicio de un verano que no iría a la feria si mi abuelo no se moría. Pero hubo feria y mi abuelo murió. Y este año, qué cosas, no habrá feria por primera vez. 

Ya se ven a lo lejos, están en la puerta, esperando incondicionalmente. Como siempre nos esperan. Y ahí ya lo sé, ya sé que no hay fase 1, ni 2, ni 3. Ahí me doy cuenta de que antes de la pandemia ya había cambiado de fase, de que los hijos crecen y los padres se hacen mayores. Aparece una moto de cuando el peque era bebé. El olivo que plantamos sube frondoso. Dice mi padre que este año dará muchas aceitunas. ¿Has visto la higuera? Hoy no hay gatos en los tejados. ¡Un caracol! ¡Una araña! ¡Una rosa! Desde la baranda de la azotea alcanzo a coger dos limones. Los pájaros trinan. Las nubes aguantan el agua. Debajo de ese cielo, justo ahí debajo, me recuerdo a mí misma esperando a ver si pillaba a los reyes magos.

El tiempo. Ha pasado el tiempo. Y lo que pasa allí, en esas Australias de la infancia llenas de colores vivos, donde hoy, en mitad de la pandemia, las lilas son más lilas, la luz es más luz y las cigüeñas y las águilas y los toros son de verdad, está atravesado irremediablemente por el paso de los años, por todas esas cosas que dejarán de estar, por todas esas cosas que ya se fueron y que han traído a la mente, sin aviso, estos dos meses de distancia. 

El viaje de vuelta, ya saben, siempre se hace más corto. De no ser así no habrían llegado a salvo los tuppers de garbanzos, alubias, lentejas y caldo que me había preparado mi madre. Ahora sí veo el túnel. Y la luz al final del túnel. El bar del desayuno está abierto. “Poco a poco”, dice su dueño, con las dos únicas mesas de la terraza vacías.

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