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Opinión | OTRAS NOTICIAS

Tarde de perros, mañana de corderos

Una reflexión actual en torno a la película de Sidney Lumet, protagonizada por Al Pacino y John Cazale.

Pacino en 'Tarde de perros'.
Daniel Bernabé
03 julio 2018 Una lectura de 4 minutos
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En tiempos desesperados se requieren medidas desesperadas. Eso mismo debió pensar John S. Wojtowicz cuando en agosto de 1972 decidió, junto a dos compinches, atracar un banco en Brooklyn. La operación, sobre el papel, era sencilla. Entrar, paralizar a los clientes y empleados, desactivar la alarma y salir huyendo con el dinero en unos pocos minutos. Varias horas más tarde, el atraco seguía en curso dando pie a una situación que todos imaginamos: la policía rodeando el banco, los asaltantes asomándose tras las cortinas y los helicópteros zumbando encima del edificio.

Wojtowicz había sido soldado en Vietnam y se había relacionado con el Partido Republicano. Además había decidido pagarle una operación de reasignación de sexo a su amante, del que estaba enamorado hasta la médula. Fue a tomar el dinero donde estaba, donde al menos parecía estar. Wojtowicz era como el Estados Unidos de esos tiempos: convulso, contradictorio e impulsivo. Un país que se había cuestionado a sí mismo y que había emprendido una labor de derribo a sus valores dominantes que, inesperadamente, acabó en una voladura controlada por los de siempre. Pregunten por Reagan, aunque eso es ya otra historia.

Un par de años después se rodó una película sobre el suceso. La dirección corrió a cargo de Sidney Lumet. La protagonizarían un par de amigos, Al Pacino y John Cazale, curiosamente dos de los actores principales de El Padrino, que fue la cinta que los atracadores vieron justo antes de emprender su aventura para, quizá, templar los ánimos. Se cerraba un círculo entre realidad y ficción, se saldaba una deuda entre la inspiración que pantalla y calles mantenían cuando el cine hablaba, contara lo que contara, de la ansiedades, miedos y esperanzas de la gente.

La película, un clásico olvidado del nuevo cine americano, cuenta con dos grandes interpretaciones de Cazale, el mayor y más breve triunfador encarnando el patetismo, y Pacino, que pasa de la arrogancia y masculinidad prototípica a la ternura hablando de su novio en un par de gestos. Y luego la ciudad, a la que vemos a través de las ventanas, sudorosa, anhelante de sucesos que rompan la monotonía de quien ya sabe que su vida no se va a dirigir más hacia ningún lado.

Lumet sabe transmitirnos, a través de una supuesta película de atracos, la mezquindad del director de la sucursal, la violencia policial de quien acaricia con gusto el gatillo de su arma y el buitreo inmisericorde de unos medios de comunicación que ya están pasando de contar a querer contar algo. Y luego la gente, un grupo variopinto y voluble que acaba decantándose en favor de los atracadores al reconocerse en ellos, tras un memorable discurso de Pacino a las puertas del banco que le convierte en héroe por un día y donde grita Attica como canto de guerra.

En 1971, un año antes del atraco y cuatro de la película, se produjo un motín en una cárcel del Estado de Nueva York, muy alejada de la ciudad pero donde iban a parar la mayoría de convictos de la urbe. La población carcelaria, en su mayoría compuesta por negros y latinos, se rebeló contra las infames condiciones del presidio, donde se pasaba hambre y las enfermedades por falta de higiene estaban a la orden del día. Las reclamaciones eran sencillas: “Somos hombres, no bestias”. Aunque se intentó negociar con los amotinados, el gobernador del Estado, Nelson Rockefeller, mandó recuperar el control de la institución al precio que fuera. Aquel fue el de 43 muertos, incluyendo rehenes, la mayoría por armas de la Guardia Nacional.

La pesadilla no terminó ahí, ya que después de tomar la cárcel a sangre y fuego se sucedieron las torturas como venganza al atrevimiento de los presos. El mensaje fue claro para los numerosos reos estadounidenses, y no se trataba tan solo del de la pena por el quebrantamiento de la ley, sino un castigo mucho mayor, al margen precisamente de la propia ley, para quien se atreviera a subvertir y cuestionar el orden. Una vez dentro del agujero se era bestia, no persona. Convendría recordarlo ante los señores que solo recuerdan atentados contra los derechos humanos en aquello que se llamó Bloque del Este.

Tarde de perros y otras cuantas películas que asolaron las pantallas y las conciencias de los espectadores durante los años setenta no eran explícitamente políticas, pero sí inmensamente ideológicas. Puede que no propusieran soluciones, que no hicieran un análisis lógico y pormenorizado de las situaciones que reflejaban, que no tomaran partido por una alternativa concreta. Puede que tampoco fuera su misión. Quien hace cine, quien narra, toma partido cuando se dedica a enseñar lo que está pero nunca es mostrado, lo que todo el mundo sabe pero necesita que alguien le cuente para que se transforme en verdad.

El problema no fue que ya una década más tarde todo esto no siguiera sucediendo, el problema fue que la tarde de perros pasó a ser una mañana de corderos. Las calles calurosas de Brooklyn se sustituyeron por los despachos refrigerados del bajo Manhattan, donde es necesario que la temperatura sea muy baja para conservar en buen estado a los miles de cadáveres que se guardan en los armarios. Sería muy feo que todo aquello empezara a oler mal.

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Comentarios
  1. Carmen C. dice:
    07/07/2018 a las 12:59

    América, alienación en la del Norte, expolio en la del Sur, desigualdad, injusticia,incultura y pobreza en las dos.
    ES EL CAPITALISMO, estúpidos!

    Responder

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