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Gadafi y la Isla Calavera, una historia de la no historia

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Gadafi y la Isla Calavera, una historia de la no historia

"Sin darnos cuenta, hemos pasado a vivir en un no lugar al margen del tiempo y el espacio, donde es imposible establecer relaciones de causalidad, trazar perspectivas, crear alternativas y dibujar los mapas donde situar nuestra posición".

Una imagen de 'Kong: La Isla Calavera'.
Daniel Bernabé
02 mayo 2018 Una lectura de 7 minutos
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Aunque ustedes no lo crean, hubo un momento en que el poder del cine llegó a crear algo así como una mitología popular para el siglo XX. Era habitual que en las antiguas salas de proyección, de una única pantalla, situadas en el centro de las ciudades, se decorara la entrada con una serie de personajes icónicos del séptimo arte. Probablemente la Marilyn de La tentación vive arriba, Rick Blaine de Casablanca, John Wayne en Centauros del desierto y Rita Hayworth en Gilda a punto de deshacerse del larguísimo guante. Eran otros tiempos, cuando las pantallas aún no habían colonizado la vida y, por tanto, las imágenes que aparecían en ellas acababan dentro del epígrafe de la heroicidad.

Junto a estos personajes también se solía retratar a King Kong encaramado al Empire State luchando contra los biplanos. Si hubo alguien que aterrorizó y fascinó a más de una mente juvenil ese fue el gigantesco simio, encarnación de lo salvaje, lo indómito, lo que se resiste a ser civilizado. Aunque sobre Kong se han hecho decenas de lecturas políticas y sociológicas, lo que parece claro es que está dentro de esos personajes nacidos como contrapeso al proyecto de la modernidad. Si Drácula es la nobleza centroeuropea que se resiste a sucumbir al maquinismo británico, Kong es el gorila que se enfrenta al poder estadounidense, que esta vez ya no se representa en el casaca roja sino en el director de cine. El imperio anglosajón permanece, pero su poder bélico se encubre con el del espectáculo.

Sin embargo hoy no vengo a hablarles de la criatura, sino de su morada, la Isla Calavera. Kong habita en un pedazo de tierra de situación indefinida, quizá al este de Sumatra, en el Océano Índico. Un lugar que permanece oculto por una espesa niebla perpetua, con algún tipo de alteración magnética que confunde a las brújulas, un sitio que se niega a aparecer en los mapas. Si la Isla Calavera es un no lugar también permanece ajena a eso llamado tiempo. Fabulosas criaturas habitan sus costas y selvas, desde dinosaurios hasta insectos gigantes, pasando por mamíferos de tamaño descomunal. Si una de las aspiraciones de la modernidad era la medición, la mesura, la cartografía, parece que, a modo de rebelión, había lugares que se resistían a ser ponderados.

Nuestro presente es un lugar muy parecido. Observen, antes de seguir, que contraponemos tiempo a espacio y no por una mera figura retórica.

Nuestro presente es más un lugar que un tiempo, en primer término porque se extiende como una mancha sobre el planeta. Aquellos que forman parte del capitalismo globalizado son presente, aquellos que quedan fuera del mismo quedan enajenados del tiempo. Nuestra época es un momento de características geográficas sin llegar a alcanzar la categoría de lugar. Un lugar es una porción del espacio donde se sitúa algo, un emplazamiento definido con líneas de demarcación. Nuestro presente es un no lugar puesto que intenta acapararlo todo y borrar aquello que se le escapa. Nosotros somos presente, quien se ahoga en el Mediterráneo es de algún sitio difuso, indefinido, perdido en el tiempo.

Por otro lado nuestro presente carece por completo de intención temporal. No intenta ser una contemporaneidad como momento que se desplaza en la cresta de la ola del tiempo dejando atrás el pasado e intuyendo el futuro. Si en cuanto al lugar el presente era depredador, respecto al tiempo alcanza categoría de plaga. Vivimos un tiempo ahistórico, donde el pasado es tan solo materia para la industria de la nostalgia y el futuro es manufactura de imagen de síntesis. Ni podemos sacar conclusiones de nuestros antecedentes, ya envasados y comercializados en su versión conveniente para el orden, ni podemos imaginar libremente un futuro que no esté mediado por las imágenes creadas por la oligarquía corporativa. Nuestras esperanzas y recuerdos han sido colonizados por un algoritmo.

Efectivamente, sin darnos cuenta, hemos pasado a vivir en la Isla Calavera, un no lugar al margen del tiempo y el espacio, donde es imposible establecer relaciones de causalidad, trazar perspectivas, crear alternativas y dibujar los mapas donde situar nuestra posición. Quien hace política en los márgenes en nuestro siglo se parece más a un barco a la deriva dentro de la niebla que a un ejército con orden y decisión. No se trata tanto de perder las batallas sino que estas, a menudo, ni siquiera parecen estar librándose.

Y ahora algo de trapecismo argumental, confiando en que el lector y la lectora se dejen llevar como Burt Lancaster, Gina Lollobrigida y Tony Curtis hacia la siguiente acrobacia. Por supuesto, actuamos sin red.

El coronel Muamar el Gadafi fue el líder libio que gobernó su país desde 1969 a 2011. En términos personales, Gadafi, junto con el ayatolá Jomeini, fueron los malos oficiales de los niños occidentales en los ochenta. Si el iraní era la severidad religiosa, las cejas negras sobre una mirada de profundidad rigorista, Gadafi era el rocanrol de las revoluciones árabes de los setenta: sonrisa luminosa, barba perenne de tres días, gafas de aviador y camisa desabrochada hasta el pecho.

No es intención de este artículo hacer una hagiografía del libio ni realizar un juicio contra sus delitos. Tampoco analizar si los éxitos de su Jamahiriya estuvieron por encima de su autoritarismo. O si en su política internacional se mezclaba el apoyo a los mineros británicos en huelga junto con el patrocinio del terrorismo aéreo. Sí dejar constancia de que Gadafi es el personaje perfecto para observar cómo nuestro viaje a la Isla Calavera permitió unas licencias en el imaginario de la opinión pública propias del mejor prestidigitador.

Si el posmodernismo fraccionó la novela y le dió la misma importancia a la descripción detallada de la etiqueta del champú con el que se lava el pelo el protagonista, que a la construcción de una estructura narrativa coherente que avanza mediante el conflicto, en la descripción periodística, el juego político y la actividad económica ocurrió algo parecido. Si ya nadie podía situar a personajes y hechos en una línea temporal congruente, esos protagonistas y acontecimientos podían ser moldeados por las manos de la amoralidad.

Un detalle de costumbrismo personal antes de continuar. En la tarde del 11-S, cuando las torres eran ya escombros y las imágenes de su caída se repetían en un bucle aterrador e hipnótico, recuerdo ver a una vecina hablando desde su terraza con otra mujer que la atendía desde la calle. La señora, con uno de esos vestido floreados tan propios de andar por casa, repetía una frase: “Esto ha sido el Gadafi”. Efectivamente, él era uno de los malos recurrentes, un villano de tebeo de nuestra cultura popular.

Sin embargo, apenas unos años después, sucedió un hecho asombroso. Aquel dictador, sátrapa, terrorista y criminal, de repente pasó a ser líder, presidente y coronel. Prestigiosos periódicos como El País y The Guardian publicaron artículos de Anthony Giddens –el paganini del New Labour– en los que trazaba un paralelismo entre el modelo libio y el socioliberalismo europeo. En 2007, en lo que nos toca –pregunten en Francia sobre Sarkozy, la cosa se complica– Gadafi vino a España, ya convertido en dirigente respetable que regalaba caballos y que decía que dormía en su jaima oficial. Se retrató con todos, con Gallardón, Zapatero y los monarcas. En 2009, en la cumbre del G8 en L’Aquila, la foto fue con Obama. Los informativos comentaban simpáticos sus peculiaridades, la contraportada de la prensa deportiva resaltaba la belleza de su guardia femenina personal.

Un par de años después, en 2011, Libia empezó a arder y Gadafi pasó, en una nueva pirueta lingüística, de estadista respetable a déspota sanguinario en lo que se tarda en escribir un titular. Las causas de aquella guerra, a la que se puede llamar de todo menos civil, no nos competen. Algo salió mal, alguien, muy por encima del ámbito regional –que es como en geopolítica se denominan a áreas tan grandes como el Mediterráneo– debió pensar que era el momento de desembarazarse de aquel coronel. A algunos les pilló con el pie cambiado, tanto que Aznar trabajó para Abengoa a ver qué se podía rascar en el país norteafricano.

Aquel extraño quiebro se justificó, como en una película torpe de cine negro, con la sagacidad del malvado. Gadafi contrató en 2005 a la consultora Monitor Group para que le ayudara en su transición a invitado en el casino global. Es decir, que se aprovechó de la ingeniería diplomática para engañar a medio mundo. Conjeturamos: a determinadas puertas nunca es necesario llamar, la invitación te llega por los canales adecuados. Libia era un jugoso bocado demasiado tentador para despreciarlo por esas antiguallas del Libro Verde y las revoluciones. El neoliberalismo es ante todo promiscuo, no le importa el pasado del amante mientras alcance el orgasmo del beneficio.

Visto todo esto, siendo ya Gadafi una sombra histórica, estando hoy Libia arrasada y dividida, cabe preguntarse cómo alguien se atreve a hablar de posverdad cuando en la Isla Calavera la gran prensa es capaz de contradecirse las veces que haga falta para que el negocio quede a salvo. O aún peor. Cuando nadie parece notarlo, cuando los cambios bruscos de guion, inaceptables en cualquier ficción, son tolerados con mansedumbre por un público que es incapaz ya ni de saber de dónde venimos ni mucho menos a dónde vamos.

King Kong palidece como criatura temible ante eso llamado actualidad, que no es lo que sucede en lo inmediato, sino la asesina de cualquier contexto, la amnesia de lo incoherente, el hormigón de lo pautado. No se pregunten por qué nada parece ya tener consecuencias, sino por qué somos incapaces de encontrar una sola de las causas.

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