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‘Simultaneidad’, por Daniel Bernabé

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‘Simultaneidad’, por Daniel Bernabé

'Simultaneidad' es el relato con el que se abre el libro 'Trayecto en noche cerrada', publicado por Lupercalia editorial en octubre del año 2014 y escrito por este mismo autor

Bosque eslovaco. Foto: Caroig
Daniel Bernabé
09 agosto 2017 Una lectura de 6 minutos
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En el Monte Arsia, un volcán apagado en Marte, una roca algo más grande que un coche utilitario mantiene un precario equilibrio en sus laderas. Nadie sabe bien por qué –quizá la erosión del viento– pero el viernes 12 de junio del año 2009 la roca rompe una quietud de miles de años y cae por la pendiente. Va cogiendo velocidad con cada giro, soltando esquirlas y trozos más pequeños a cada salto, arrastrando otras rocas a su paso. El sonido, atenuado por la ligera atmósfera, se escucha en todo el área como una orquesta sinfónica afinando sus instrumentos: un aparente caos con momentos de armonía casual. La roca se detiene un par de kilómetros más abajo, dejando una nube de polvo rojo que flota alejándose hacia el horizonte.

En ese preciso momento son las dos de la mañana en Tokio. Hayate Maeno tiene 45 años y el día anterior ha sido despedido de la empresa de calibración de mecanismos automatizados donde llevaba trabajando toda la vida. Ha estado andando sin rumbo por las calles de una ciudad cuyo horizonte es tan inabarcable como las historias que suceden a diario dentro de ella. Viste un traje azul oscuro y de su mano cuelga un maletín en el que ha guardado algunos papeles personales y una nota para la policía. Se quita las gafas –de montura metálica fina, redondas, profesionales– y las lanza al canal que ve desde el puente sobre el que se ha parado. Piensa en su nieto y en su hija, y en su mujer, y no puede evitar que se le haga un nudo en la garganta cuando pone el pie en la barandilla dispuesto dar su último salto.

En San Francisco son las nueve de la mañana, plena rush hour, una denominación -la de hora punta- adaptada de lugares más pretenciosos y ajetreados. Aquí, salvo en el centro, donde los ejecutivos llevan vasos de café enormes, la actividad se desarrolla con la tranquilidad de las aguas de la bahía. Jerry escucha el sonido de los cables del tranvía moviéndose imparables bajo el asfalto, un traqueteo, como de montaña rusa, en medio de una ciudad ondulante. También se cuela el graznido de algunas gaviotas que se han aventurado cielo adentro y el monólogo de un vagabundo negro que arrastra los pies mientras que escupe las palabras en una letanía incomprensible. Jerry –sí, a sus padres les encantaba Grateful Dead– está detrás del mostrador de la cafetería donde trabaja, en esos momentos aún vacía. Espera nervioso porque todos los viernes una chica asiática –de la que desconoce el nombre o cualquier otro dato que le pudiera acercar a ella– pasa a desayunar sentándose sola en una mesa del fondo. Decide si hoy le dirá algo más allá del precio del zumo y el sandwich.

Un bosque de Eslovaquia por donde pasa la línea férrea internacional que comunica Praga con Budapest, son la seis de la tarde de ese mismo día de junio y está atardeciendo. Horas antes alguien ha arrojado una lata de refresco por la ventana, posiblemente un turista alemán joven, grande y con un olor de pies insoportable. La lata dio varios tumbos antes de caer cerca de un hormiguero donde ha derramado parte del contenido que aún le quedaba. Durante un rato las hormigas han pasado por un trance que ha roto las complicadas reglas que rigen su comunidad. El líquido, exótico e increíblemente azucarado, les ha mostrado que existe algún tipo de civilización más allá de su comprensión, donde cualquier maravilla es posible. Una de ellas siente la vibración del siguiente tren –que aún se encuentra a kilómetros– y experimenta una maravillosa sensación ante lo inesperado.

En París unos chicos beben cerveza a las orillas del canal de La Villette, estudiantes que apuran sus últimos días antes de acabar el curso. Hablan y ríen comentando todo con frases cortas y ocurrentes, intentando llamar la atención de un grupo de chicas que manejan ya con maestría las poderosas armas femeninas de la displicencia y la desatención. René Huchet les mira desde su ventana, respira de una botella de oxígeno a la que pasa conectado varias horas al día. René ha vivido demasiado para tener ningún tipo de envidia por los jóvenes; pero de alguna extraña manera siente que, aunque fuera por un día, le gustaría volver a ser un adolescente para flirtear sin éxito con una niña de pelo rubio y falda plisada de cuadros. Mira sus manos y ve arrugas, profundas y marcadas, como los rizos de la vieja madera de un árbol que sabe que no volverá a ver el próximo otoño.

En Osorno, Chile, son las dos de la tarde. Empieza a hacer frío y la cima del volcán pronto tendrá la suficiente nieve para que se pueda abrir la estación de ski. María está poniendo la mesa cuando ve en la televisión local la noticia de un accidente. Se queda petrificada delante de la pantalla sujetando un vaso en la mano, intentando ver más allá de ese coche rojo dado la vuelta del que los bomberos tratan de sacar a alguien. Los segundos que dura la noticia se le hacen horas. Se siente incapaz de ir al teléfono a hacer esa llamada que le saque de dudas. Piensa en todo lo que pasaría si ese coche rojo, un utilitario cualquiera, fuera el que ella cree que es. Piensa en lo que cambiaría todo, en los planes que tenían, en que tendría que buscar trabajo para poder pagar la casa. Piensa en qué iba a hacer con el asado del horno y se siente imbécil por ello. Suena la llave en la puerta y María, con lágrimas en los ojos y la angustia enroscada a la garganta como una serpiente, se levanta y corre a abrazar a su marido. El hombre, estupefacto, le pregunta qué la pasa y desliza la mano por su espalda tratando de calmarla y comprender.

Un autobús llega al final de su recorrido. Son las seis de la tarde y la ciudad es Salamanca. Es el 12 de junio del año 2009 y es el mismo momento en que María abraza a su marido; en que René mira sus manos; es el mismo momento en que una hormiga de un bosque centroeuropeo nota la vibración del tren acercándose; en que Jerry se debate en si decir algo a la chica oriental de la mesa del fondo; es el instante en que Hayate pone el pie en la barandilla del puente para saltar a las oscuras aguas de un canal de Tokio; justo cuando la roca en Marte cae ladera abajo haciéndose pedazos.

Un chico de unos veintitantos años se baja del autobús y mira a su alrededor buscando la forma de salir de la estación. Ha decidido ir a pasar el fin de semana a ese lugar para encontrarse con alguien que de una extraña forma lleva mucho tiempo esperando. Mira a su derecha y ve una salida directa a la calle; enfrente las escaleras mecánicas suben despacio hacia lo que parece ser el vestíbulo del edificio. Piensa en que las estaciones de autobús son como aeropuertos para pobres: anclados en una indeterminada década del pasado donde se mezclaban campesinas con cestas, jóvenes que venían de hacer la mili y señores con paquetes para la familia. Con la boca seca y sudor en las manos se decide por las escaleras que tiene frente a él. Arrastra una pequeña maleta en la que ha metido su ropa más vistosa –demasiada, sin duda, para un fin de semana– con la intención de estar lo mejor posible. Lleva con él también sus mejores ideas, sus frases más certeras y sus anécdotas más impresionantes. Lleva también una carga considerable de derrota de la que sabe le será difícil librarse. La ve al final de la escalera y le parece más joven de lo que recordaba. Lleva una falda negra de tubo y una camisa entallada, y está preciosa. Cuando ella le ve se lleva las manos a la boca, no pudiendo ocultar –seguramente sería su deseo– una expectación que se desborda a cada paso que da hacia él, hasta besarle brevemente, como se besa a alguien al que apenas conoces, pero quien intuyes, que va a dejar de ser un desconocido para siempre.

(Simultaneidad es el relato con el que se abre el libro Trayecto en noche cerrada, publicado por Lupercalia editorial en octubre del año 2014 y escrito por este mismo autor)

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