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No os preocupéis, no sois libres

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Opinión

No os preocupéis, no sois libres

"Estamos dispuestos a sacrificar parcelas importantes de nuestra libertad a cambio de que nos protejan, someternos a humillantes registros, vivir vigilados, saber que alguien sabe todo el tiempo lo que hacemos.", escribe el autor.

Estado de emergencia en Francia tras los atentados terroristas en París en 2015.
José Ovejero
23 mayo 2017 Una lectura de 4 minutos
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Pensar nos pone tristes. En un inteligente librito, Georg Steiner examinaba diez razones que explican por qué la afirmación inicial es cierta. Sin embargo, ante la disyuntiva de pensar o ser feliz muchos preferirían lo primero: pensar, aunque ello signifique una cierta pérdida de felicidad. John Stuart Mill lo expresaba en una frase célebre: “Es mejor ser un hombre insatisfecho que un cerdo satisfecho; es mejor ser un Sócrates insatisfecho que un loco satisfecho.”

Pero no siempre ha sido así y puede que pronto también deje de serlo. El modelo de vida individual y social buscado por la utopía ha ido cambiando con el paso del tiempo. Y no es que el ideal de las primeras construcciones utópicas fuese no pensar. En la obra de Moro, por ejemplo, los ciudadanos dedican buena parte del día al estudio y la reflexión. Pero esas primeras utopías estaban marcadas por un objetivo que parecía obvio, la felicidad. En general, ser feliz consistía en tener suficiente para comer, no sentirse amenazado, una vida saludable, recibir un trato justo y practicar la virtud. Pero la isla en la que Moro imaginó una sociedad perfecta sería vista, pocos siglos después, como cárcel, como privación inaceptable de la libertad. En su Estado ideal no hay espacio para la vagancia ni para estar ocioso —el tiempo libre debía ser usado de forma virtuosa—, y todo está a la vista de todos. Quien no trabaja lo debido o no cumple las normas es castigado o expulsado. La moral pública no deja espacio alguno a la moral privada.

El ascenso de la burguesía, y con ella del individualismo, hicieron que la felicidad fuese siendo desplazada por otro ideal de vida: la libertad. ¿De qué me sirve tener mis necesidades resueltas si no soy libre? ¿Es que no tengo derecho a destruirme si lo deseo? ¿No soy yo quien decide las reglas por las que regirme? Maldita sociedad medieval en la que cada uno tiene su sitio adjudicado, maldita tradición que me dice cómo comportarme y cuándo.

El individuo deja de verse como una pieza más del plan divino, como un elemento que no puede elegir su lugar, tomar sus decisiones, arriesgarse. El día que Werther se descerraja un tiro es la fecha en la que concluye definitivamente la idea de que los deseos de la sociedad priman sobre los de cada uno de sus miembros.

Las utopías decimonónicas comienzan a registrar el cambio: incluso en aquellas en las que se persigue la felicidad, en las que se crea una sociedad perfecta capaz de satisfacer las necesidades de todos, se mantiene un pequeño espacio para la libertad: en la sociedad industrial de Mirando atrás, quien no desea trabajar y colaborar en esa gran obra puede dedicarse a lo que quiera… después de tres años de servicio obligatorio; tan sólo se reducen sus ingresos, pero no se le expulsa ni castiga. Y en la bucólica sociedad que imagina Morris en Noticias de ninguna parte no es la coerción, sino la suma de los deseos individuales la que crea la sociedad armónica y pacífica de los afortunados habitantes de Inglaterra.

Pero en algún sitio está la trampa, te vemos la patita totalizadora. No puede existir ese espacio ideal y paternalista que quiere a la vez la libertad y la felicidad de todos. Y por eso la utopía del todos juntos hacia la felicidad va abandonando el ámbito de lo deseable y se revela como pesadilla. En Un mundo feliz Huxley crea lo que, en otros tiempos, podría haberse considerado una manera perfecta de vivir: sin dolor, sin preocupaciones, entregados al placer, con sirvientes que ni siquiera son conscientes de su desgracia porque, convenientemente, se ha reducido su inteligencia: unos no sufren porque no tienen capacidad de pensar, otros porque se drogan para no sentir malestar. Locos satisfechos, cerdos satisfechos.

Hoy seguimos fingiendo que nuestro ideal es la libertad, como si no hubiese cambiado nada desde los años sesenta y setenta del siglo pasado. El cine y la literatura de masas están llenos de personajes que luchan por la libertad, individualistas desadaptados, hombres, sobre todo hombres, dispuestos a defender con violencia si es necesario su manera de hacer las cosas. Clint Eastwood es quien mejor encarna ese individuo asocial y al mismo tiempo virtuoso, desinteresado pero que quiere vivir sin injerencias de nadie: el habitual anarquista conservador, la versión cool del neoliberal que desprecia el Estado.

Es todo mentira. Frédéric Beigbeder escribía que su objetivo era encontrar una utopía que no fuese ridícula, no avergonzarse de soñar. Pues bien, la utopía inconfesada del siglo XXI es algo ridícula, nos avergonzamos tanto de ella que no la reconocemos: la seguridad. Es tan vergonzosa que, al menos que yo sepa, aún no se ha escrito ninguna gran obra que la presente como objetivo común —salvo en las normas internas de las gated communities—, pero sí —ah, ese truco de los escritores cobardes— se están escribiendo distopías que desacreditan la libertad; nuestra tolerancia nos aboca al abismo, empujados a él por terroristas, de preferencia islámicos, las democracias están amenazadas precisamente porque conceden demasiada libertad. Buenos días, querido Houellebecq.

Es todo muy penoso. El nuestro es un siglo de puercoespines, de tortugas, de moluscos. Protegidos en nuestra concha, no asomar la nariz, ni siquiera un palpo, no sea que nos lo corten. Estamos dispuestos a sacrificar parcelas importantes de nuestra libertad a cambio de que nos protejan, someternos a humillantes registros, vivir vigilados, saber que alguien sabe todo el tiempo lo que hacemos. Y también sacrificamos la libertad de nuestros hijos para darles seguridad: desde el jardín de infancia deben prepararse, aprender, esforzarse, estar dispuestos a enquistarse en el sistema olvidando cualquier sueño. Incluso, muy pronto, ya estamos en ello, modificaremos sus genes para garantizarles las mejores oportunidades. Cambiaremos a nuestro hijo potencial por una versión tuneada del mismo.

Pero resulta embarazoso. Tenemos que justificarlo sin levantar la mirada. Un padre quiere lo mejor para sus hijos. ¿Cómo no le voy a dar lo mejor? Las mejores universidades, el mejor máster, los mejores bioimplantes. Aunque eso suponga manipularlo, recortarlo, embutirlo en un largo túnel profesional. ¿La libertad? Ya será libre más adelante, como lo seremos todos cuando haya acabado la amenaza terrorista. Y aquí abandonamos el territorio de la utopía para entrar en las plácidas praderas del autoengaño.

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