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Los intocables del rock

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Opinión | OTRAS NOTICIAS

Los intocables del rock

"No voy a entrar a describir cómo era aquel vídeo que tanta pereza nos daba a la redactora de 'Tentaciones' y a mí. Era ese mundo de hombres de pelo en pecho. Ese imaginario. Ese mundo. Ese código de conducta".

Elena Rosillo
25 marzo 2017 Una lectura de 3 minutos
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“Tienes 232 comentarios nuevos”. Nunca me he considerado como una influencer de las redes sociales. Lo máximo a lo que he logrado aspirar en materia de popularidad cibernética se lo debo a mi gata y sus bonitas cucamonas. Por lo que, como ustedes comprenderán -esta es mi primera columna y me hacía ilusión utilizar el “usted”, a lo Francisco Umbral (disculpen ustedes a esta columnista primeriza)-, lo de encontrarme de repente con tanto comentario junto me generó un poquito de estrés. Sobre todo, cuando el motivo de la supuesta polémica era tan poco polémico como admitir que Leiva (el otro de Pereza, el de “Lady Madrid”, ¿les suena?) me daba… pereza.

Con ello le daba la razón al artículo de opinión al que enlazaba bajo tal confesión, un corto texto de María Trillo titulado “Leiva mete en este vídeo de 30 segundos todo lo que da pereza del mundo”. Texto que, mira tú (perdón, usted) por dónde, desapareció de la web de Tentaciones a las pocas horas por motivos que desconocemos (llamé al director de Tentaciones, Iago Fernández, para cotillear sobre la posible razón, pero está en Colombia y no nos lo ha podido aclarar). Y, en realidad, da igual. Porque lo que verdaderamente me generó esa “polémica”, a la que debo incluir todas las comillas del mundo, fue terror.

No voy a entrar a describir cómo era aquel vídeo que tanta pereza nos daba a la redactora de Tentaciones (a la cual, por cierto, no tengo el gusto de conocer) y a mí. Tan solo comentaré que era un inocuo testimonio gráfico de seis músicos descargando tensión antes de un concierto, tocando una chorrada de canción. No hacían daño a nadie, no se reían de nadie ni se les puede imputar ningún delito. Tan solo, el de representar en esos cortos 30 segundos unas actitudes reconocibles y manifiestas dentro del mundo del rock. Ese mundo de hombres de pelo en pecho y seguridad aderezada con testosterona en cuerdas de guitarras llameantes. Ese imaginario. Ese mundo. Ese código de conducta y ese, a fin de cuentas, lugar de privilegio para los hombres con mayúsculas, esos que se sienten cómodos con la definición de HOMBRE que ofrece la sociedad. Esos que no dudan en acercarse a ti, jovenzuela, para decirte algo así como “ey, nena, tan guapa y tan solita”. Ese imaginario. Ese mundo. Ese código de conducta. Ya me entienden.

A lo largo de tal cantidad de comentarios se repetían las palabras “caza de brujas”, “inquisición” o “flaco favor al feminismo”. Todo ello en boca de, en su mayoría, hombres blancos heterosexuales, cisgénero y cercanos a la cincuentena. Los privilegiados, en fin, por ese mundo de hombres de pelo en pecho. Esos hombres que ahora, de repente, se sienten “perseguidos” por el feminismo. Que sienten que ya “no podemos hacer nada sin que nos critiquen”. Que se refieren a este (cortísimo) periodo histórico como “la dictadura de lo políticamente correcto”. Que te dicen que, en la música -como en el humor, o en cualquier otro aspecto que a ellos se les antoje-, “no debería haber límites, porque no se le puede poner límites a la creatividad”. Que sienten cómo, en definitiva, ese pequeño “cortijo de privilegio y folleteo” (como lo definió Pamela Palenciano una vez) se les iba acabando poco a poco.

Lo que me produjo terror de toda esta insulsa anécdota aderezada -quizás- por una canción de Pereza que recomiendo para transmitir esta pereza de la que hablo, “Groupies” (término con el que gustan estos HOMBRES de referirse al resto de personas, mujeres o no), fue ver como mi pequeña burbuja de felicidad y alegría cibernética se iba al garete. Cómo el discurso, antes abiertamente machista, sincero y directo, se iba transformando en una retórica sutil en la que cualquier hijo de vecino podría caer sin darse cuenta. Apelando al sentido común, a la libertad de expresión, a la libertad de creatividad, a lo políticamente correcto. Apelando a la rebeldía juvenil y desenfadada del rock, vuelven a repetirse los patrones. Los mensajes. Las actitudes. Cómo nada cambia. Cómo todo permanece, y Heráclito llora desconsolado. Eso fue lo que me produjo terror. El trasfondo, siempre el trasfondo, que protege y ensalza a los intocables. Del rock, en este caso. De la sociedad, en definitiva. Qué final tan triste para una primera columna. Creo que me voy a poner lo nuevo de Rufus T. Firefly, a ver si me animo. Va por ustedes.

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