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Quiero ser puta

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Opinión | OTRAS NOTICIAS

Quiero ser puta

"Me cuesta dar por buenos los argumentos en defensa de la prostitución voluntaria en alas de un empoderamiento femenino y feminista que defiende una prostitución libre, dialogada con el cliente y, hasta diría, que placentera".

Manifestación de prostitutas en Madrid. FERNANDO SÁNCHEZ
Carmen Domingo
12 diciembre 2016 Una lectura de 4 minutos
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Hace pocos días, en Estepona, saltaba la noticia. Ya había una primera víctima de las inundaciones de la Costa del Sol: habían encontrado el cadáver de una chica, sin documentación, tras inundarse el local en el que estaba. Horas después, supimos que se llamaba Ali —ni apellido tenía por lo visto— y que era una rumana de 26 años. Al acabar el día, los medios se ven obligados a ofrecer algún dato más y situarla en un club de alterne, encerrada en el sótano —total, nos olvidaremos de ella pronto; mujer, puta, rumana y ahogada, me dirán ustedes…—, y casi en voz baja añaden que el dueño del local —éste ya no tiene ni nombre ni apellidos, pero diría que por distinto motivo— está a la espera de que se aclaren los hechos. ¡Acabáramos!

Un dueño, una chica, un local de alterne y una habitación cerrada… No sé si hacen falta muchos más datos para atar cabos, la verdad. Pocas horas antes, en El Mundo (30/11/2016) leo un reportaje titulado Soy prostituta y feminista. ¡Olé tus ovarios!, pienso yo. Y corro a leer cómo argumenta esta chica su «pasión por la profesión y sin presión de ningún hombre», cosa que se me hace harto difícil, tan difícil como, conforme adelanto en la lectura del artículo, creerme lo que dicen estas tres «putas voluntarias», que nos hablan. Pero no adelantemos.

Entendedme. No es que a ellas no las crea —cada cual es libre de vender su verdad como quiera, al igual que yo de creer que mienten—, sino que me cuesta dar por buenos sus argumentos en defensa de la prostitución voluntaria en alas de un empoderamiento femenino y feminista que defiende una prostitución libre, dialogada con el cliente y, hasta diría, que placentera.

Para evitar que se me trate de retrógrada, oponiéndome a aquellos que pretenden que se legalice —regularice, que es el eufemismo más usado—, y aunque recuerdo a la perfección que el Comité de DDHH y la Comisión de Derechos de la Mujer de la ONU declararon que la prostitución no es un trabajo porque no tiene la dignidad que requiere, sigo dispuesta a acabar de leer el artículo tratando de darle un planteamiento cercano que nos sirva a todos.

Voy a explicarme.

Supongamos que, en aras de la modernidad progresista que vivimos, estoy dispuesta a aceptar que se legalice esta explotación y a entender que se cobren impuestos («con la regulación de la prostitución se podrían recaudar 6.000 millones de euros», decía Albert Rivera, muy macho alfa él, en la última campaña electoral, agarrándose como una lapa a su máxima de que el dinero todo lo puede). Eso sería porque cualquier mujer —tu madre, tu hija, tu hermana, tu esposa— sería susceptible de ser prostituida. Algo que sorprendería bastante a los defensores de la prostitución, que en general nunca se plantean que ellos mismos o sus familias serán víctimas de semejante explotación. Para eso están otras mujeres, las putas, claro. No se me ocurre nada más clasista.

Pero sigamos.

«Mi trabajo en un museo no aportaba nada a mi desarrollo personal, por lo que decidí dejarlo y buscar alternativas». Y entonces se hizo puta, confiesa una de ellas. ¡Bien!, pienso, esto puede ayudar en el tema del paro. Ahora solo se trata de dar educación a las neófitas y ofrecer cursos de prostitución para iniciarlas en el oficio. Solo así podrán engrosar la listas de empleo. Y, se me ocurre de inmediato, también deberemos establecer categorías según las especialidades que practiquen —alguien deberá ayudarme a precisar si el sado tendría tarifación especial—.

Y ya está, ahora cualquier mujer podrá recibir una oferta del INEM donde se le ofrezca una plaza en un burdel cuando se quede en paro. Y no solo eso, antes deberíamos contemplar un contrato laboral y un convenio, claro, deberes, derechos, jornada laboral… ¿Tendría el mismo contrato la que practica sexo anal que la que solo hace felaciones? ¿Cobraría lo mismo la que tiene ocho clientes en una jornada laboral que la que tiene 20? ¿Pasaría un inspector de trabajo a supervisar las felaciones? ¿Podría reclamar el cliente que no se corra? ¿Se establecería un mínimo o un máximo de relaciones sexuales? ¿Deberíamos marcar la edad de los clientes? Mejor, ¿qué sería exactamente un contrato ‘normal’? Y a nosotras, a las mujeres, ¿qué se nos pediría como currículum? ¿Secundaria? ¿Universidad?

Creedme, cuando dejo de ironizar me deprimo, qué queréis que os diga. Porque sigo pensando que las cifras cantan y que la excepción, no solo no me la creo, sino que confirma la regla de la explotación y maltrato a la mujer: el 98% de las víctimas de explotación sexual son las mujeres —de un total de 4,5 millones— y Ali, claro, como era puta, no contará como la víctima 97 del terrorismo machista.

Actualización 13 de diciembre, 13.30 horas. Comentario de Carmen Domingo, más abajo.

 

 

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