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De la montaña al volcán

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De la montaña al volcán

"Quien celebra el cansancio por nuestra actualidad política, el de la investidura interminable, lo único que festeja es la vuelta de todo a donde casi siempre ha estado, el confinamiento de la política a un edificio", opina el autor.

El Congreso de los Diputados en obras, en una imagen de archivo. FERNANDO SÁNCHEZ
Daniel Bernabé
07 septiembre 2016 Una lectura de 4 minutos
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A la mañana se la conoce por los ruidos, las casas vacías dejan que la calle hable. Los primeros motores de coches que parten cuando aún es de noche, el freno de mano de las furgonetas de reparto algo después. Luego las persianas de los bares, el ascensor que no para, el jardinero regando los parterres. Y ya, con el sol alto, la mañana se detiene, entre el murmullo de los desayunos en las terrazas y la música entre tabiques que alguien pone para limpiar la casa. Y así a diario, en cada ciudad que he estado, en cada casa en que he vivido todos estos años.

Lo cotidiano es como un hilo que nos impide perdernos, que da a nuestros días el valor de lo ya sabido. Pero no es más que una fantasía, una que necesitamos para sentir la seguridad de no tener que afrontar más que lo que conocemos. A la vuelta de la esquina espera el accidente, ese bandidaje del azar que nos revuelca las certezas y nos muestra lo vulnerable de nuestro estado. Quien dice accidente dice enfermedad o muerte, dice cierre o despido, dice un ya no te aguanto más, haz las maletas y vete. Dice todo eso que hace que una mañana normal acabe siendo una excepción, que la furgoneta no ande, que la casa ni se limpie, que el ascensor se coja por última vez.

Y eso en política se sabe. Por eso los reyes vienen con estirpe y a ti, tu memoria, te llega tan sólo hasta el abuelo, y a veces ni eso. La corona y el cetro eran infinitud entre catedrales más antiguas que el recuerdo, otorgaban una carta de naturaleza secular que al común de los mortales le hacía pasar lo efímero por imperecedero: los reyes pasaban como el trigo cortado por la guadaña, pero la institución permanecía como los campos, como el sol o las mañanas. Nada quedaba por hacer, puesto que nada se puede hacer ante lo obvio.

Ahora ya casi no quedan reyes porque la modernidad trajo la revolución, que en último término no era más que una pregunta ante lo obvio. La guillotina en la plaza o los fusiles ante el Zar fueron ejecuciones contra la apariencia de imperecedero, fueron un punto final a una narración que se pensaba eterna. De repente el futuro ya no era tan sólo una sucesión de lo ya sabido, de improviso los que carecían de estirpe recordaron la suya y surgió un nuevo hilo, el que llevaba de los esclavos de Espartaco a los cavadores de Winstanley, de los sans-culottes a los comuneros, de los milicianos a los barbudos. La historia dejó de ser montaña para convertirse en volcán, se descubrió, se recordó, que detrás del punto había páginas en blanco por escribir.

Hoy los frutos de todo aquello o no existen o se llenan de herrumbre, como herramientas que, al dejar de ser utilizadas y quedar como un mero decorado, sienten su inutilidad. Hoy ya casi no quedan reyes, pero sigue habiendo monarquías, con palacios en Aspen, los Hamptons o Beverly Hills. Y saben, como los antiguos monarcas, que deben aprovechar nuestro miedo al accidente, nuestro amor por lo conocido, para dar aspecto de perpetuidad a lo que es tan sólo contingencia. Porque así parecen infinitos, porque así rompen nuestro linaje, nuestra memoria, reduciéndonos a un momento, que es siempre el mismo, con aroma a lo obvio, el fatalismo y el sopor.

Así, en lo inmediato, lo cercano, quien celebra el cansancio por nuestra actualidad política, el de la investidura interminable, pretendiendo ver en la desafección un aliento de rebeldía, lo único que festeja es la vuelta de todo a donde casi siempre ha estado, el confinamiento de la política a un edificio, su reducción a un procedimiento, su identificación con unas personas. Creemos encontrar fortalezas en nuestras debilidades, creemos ver crítica donde tan sólo hay hartazgo en la mirada. Y parte de culpa tienen los que se dijeron cambio, por estrechar la mano del poder y pensar que nada se les quedaría en el trato, por pensar que el discurso está por encima del hecho, porque el cambio, cuando no se cuestiona eso que parece obvio, acaba siendo nada más que un giro. Y digo culpa, pero también digo parte, porque la fuerza de la costumbre es algo difícil de vadear.

Hay veces que las irrupciones inesperadas en nuestro diario no son las del bandido ante el azar. Hay veces en que lo cotidiano se interrumpe por algo bueno. La casa se deja de limpiar esa mañana porque la niña nace, en el desayuno se conoce a alguien que nos cambiará la vida, el jardinero no tiene que regar porque ha llovido. El asalto no debió ser nunca tan sólo a las instituciones, el asalto tenía que ser a la normalidad, a toda, a esa fantasía necesaria que necesita ser truncada para que algo cambie y no de tan sólo la apariencia del cambio. El asalto debió ser también a la memoria, al linaje, a esa línea que surge cuando la que nos guía por el sopor es interrumpida, a esa que nos dice que somos algo más que una página arrancada del calendario.

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