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Relatos de viajeras solitarias: Sobrevivir a un ligón de sauna (III)

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Relatos de viajeras solitarias: Sobrevivir a un ligón de sauna (III)

‘La Marea’ publica en su dossier ‘A mi bola’ las experiencias de varias mujeres que han viajado solas. Magda Bandera recuerda el mes que pasó recorriendo Escandinavia para escribir una novela de viajes.

Magda Bandera
07 agosto 2016 Una lectura de 3 minutos
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Este relato está incluido en el dossier ‘A mi bola’, de #LaMarea40

Escandinavia sonaba tan inofensiva. Los informes de la ONU aseguraban que los vikingos se habían transformado en hombres civilizados que paseaban cochecitos de bebé mientras sus madres trabajaban e incluso eran presidentas. Además, en una oficina de turismo me dieron un folleto con la tasa de homicidios de la zona  y me pareció razonable, así que al principio sólo me preocupaba que me alcanzara el poco dinero que me adelantó la editorial para recorrer sola Suecia, Noruega y Finlandia durante un mes. Pero la austeridad tiene sus consecuencias. Lo comprobé en seguida, al tomar uno de los barcos más baratos que unían Estocolmo y Helsinki.

Unos animadores disfrazados de algo que no sé describir recibían al pasaje bailando al ritmo de Abba. Sonrisas blanquísimas por todas partes. Parecía el mejor lugar del mundo para hacer un casting de cascos azules. Todo cambió cuando la megafonía anunció que abrían el supermercado y se formó una larga cola con gente ansiosa por comprar alcohol en aguas internacionales.

Me asustó ver cómo bebían aquellas moles humanas. En cuanto empezaron a tambalearse los primeros ejemplares, me acomodé en una butaca para esquivar los choques. De repente, uno de ellos, que me doblaba la edad, se paró junto a mí y empezó a acariciarme la cara. Me levanté de un bote y me fui.

Entre vapores

Un letrero prohibía acceder con bañador a la sala de vapor de mi hostal en Raulahti. Le hice caso y me senté en la nebulosa junto a una mujer y dos niñas que aguantaban, sin decir ni pío, a un veintañero que no paraba de hablar. Cuando se marcharon, aquel ligón de sauna me hizo objeto de su verborrea. Logré zafarme de él un rato en la piscina de agua fría, pero en cuanto me localizó se plantó a mi lado. «¿Eres la española?». «Sí», dije cortante. «Es que con el bañador no te había reconocido. Ja, ja». Minutos después volví a la sauna. Estuve toda la tarde alternando frío-calor con me escapo-te pillé. No había modo de que entendiera que había ido hasta el norte de los nortes a conocer lapones, no lapas. Apreté el paso cuando le vi haciendo tiempo en la puerta. Esa noche no salí.

Al día siguiente, en la sauna de humo que aparecía en el libro Guinness la cosa empeoró. Estaba relajadísima hasta que entró un equipo de fútbol inglés que debía de tener problemas para leer las normas a pesar de estar escritas en su idioma. Llevaban bañador. Minutos después, cuando sus pupilas se adaptaron a la falta de luz, descubrieron que yo no tenía el mío. Y ahí empezaron las bromas, cada vez más subidas de tono, sobre mí, pero como si yo no estuviera. Casi muero deshidratada esperando a que se fueran y me dejaran en paz. Cuando  al fin lo hicieron se sentaron junto al lago para seguir con el cachondeo cuando yo fuese a darme el chapuzón semihelado que tanto deseaba para culminar el ritual. A punto estuve de renunciar, pero no dejé que me arruinaran la experiencia. Al menos no del todo.

Tenía 27 años cuando hice aquel viaje. Le siguieron muchos otros sola, bastante más complejos. En Jordania me persiguieron dos hombres hasta que me refugié en un cibercafé en el que yo era la única mujer. Poco después, comprobé que todos los usuarios a mi alrededor estaban consultando páginas porno. Algo después, en Iraq, mi taxista se detuvo en medio del desierto y me pidió que le besara. Reaccioné como me habían dicho que hiciera cuando viese un perro con pinta de fiero, mostrando valentía para que no oliera mi miedo. Supongo que ayudó que le dijera que sólo podría pagarle si llegaba bien a mi destino, porque allí era donde tenía el dinero. Otras veces me ha resultado más útil hacerme la damisela y fingir que estaba a punto de vomitar y manchar la tapicería del coche de alguien que empezaba a acosarme.

Pero he preferido narrar mi periplo escandinavo porque en su momento no le di importancia. Incluso solía reírme al recordar cómo varios jóvenes me dieran una palmada en el culo al entrar en un bar de Laponia alegando que era una «tradición». Hoy ya no me hace tanta gracia y prefiero no contar las ocasiones en que he cambiado de planes por culpa de un hombre… Incluso en uno de los lugares más civilizados del mundo.

Magda Bandera, 45 años, es periodista.

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  • #mujeres viajeras

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