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La gravedad de lo que somos

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Opinión | OTRAS NOTICIAS

La gravedad de lo que somos

"Posiblemente no sabemos qué somos, pero queremos ser algo, antes que nada", afirma el autor.

Daniel Bernabé
13 enero 2016 Una lectura de 4 minutos
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Dos hombres son conducidos al matadero. La escena, en blanco y negro, afila los contornos del patio de la cárcel, la cámara, en picado, aporta severidad. Dos grupos les llevan al cadalso, casi en alzas, ni reo ni ejecutor pueden andar pero tampoco resistirse. El casi ya ajusticiado se ahoga en unos lamentos sordos, como quien sabe que la vida se le escapa a cada metro, volviendo las palabras exhalación. Un sombrero cae de la cabeza del hombre que tendrá que girar el garrote vil. Un sombrero de turista, ridículo por comparación ante el entorno. Cuando el cortejo ha desaparecido por una puerta un guardia corre a recogerlo. Un extraño gesto de humanidad entre tanta desolación.

Seguro que ya han reconocido una de las últimas escenas de El Verdugo, de Luis García Berlanga, un golpe en el estómago de los que quitan el aire, por certero e inesperado. Tras hora larga de risas, absurdos y sonrojo (por el país, la mezquindad y el colmillo del director valenciano) un destino inapelable que se ha estado postergando demasiado toma cuerpo en la naturaleza de la profesión que da título a la película. “Yo no soy verdugo, no lo soy” intenta explicar confuso minutos antes el protagonista, “el verdugo es mi suegro, yo sólo estoy aquí para que no me quiten el piso”.

Yo no soy, pero sin embargo acabo siendo.

La identidad, en un presente anegado de incertidumbre, es el último pedazo de tierra firme que encontramos antes de hundirnos en el barro de la indeterminación. Posiblemente no sabemos qué somos, pero queremos ser algo, antes que nada.

Somos de un sitio porque hemos nacido allí. La identidad parece que se nos queda pegada a la piel, a modo de tatuaje, a veces a modo de ungüento del que desearíamos desprendernos. “De dónde eres, porque tú no eres de aquí” me preguntaban el otro día a modo de simpático comienzo para conversar, para conocer al ajeno mediante la palabra. De dónde eres, pueden preguntarnos, de igual forma al traspasar la frontera, ojos inquisitoriales de agente de aduanas. De dónde eres, tiempos más oscuros, ya no sabemos si pasados, presentes o futuros, te meten en un tren, a la fuerza, te llevan a donde el humo fue gente. Tu ser determinada tu dejar de ser.

Al de aduanas le respondemos que somos turistas y resulta que ocupamos una nueva personalidad, una de alquiler mientras que dura nuestro periplo de mapas, sorpresas y fotos. Ser turista como eximente, ser turista como coartada: entro en tu país pero soy inofensivo, tan sólo vengo a vivir una idea momentánea preconcebida, a visitar un tópico, a atesorar una supuesta experiencia. Dejaré mi dinero, mis impresiones sobre el hotel y depende de esa otra parte de mi identidad que dejé en casa, propina al botones o un vómito en la esquina. Pero tu país es tuyo, yo sólo lo tomo prestado, como el caballito de feria.

Tu país y el mío. Tu pueblo y el mío. Tu barrio y el de más allá. Un barrio sirve para saber quién eres, si tienes la vista atenta, la cabeza libre de prejuicios y has descubierto que no tienes que escapar a ninguna parte porque no hay ningún sitio al que escapar. Un pueblo sirve para llorar por él cuando se tiene lejos, según he visto. Un país para ganar los mundiales y celebrar algo, lo que sea. También el país vale para construir una vida, entre todas, donde no haya que sobrevivir. Pero de eso nos acordamos menos.

Últimamente veo a demasiada gente diciendo que es de tal barrio, pero de toda la vida. Una escarapela de tiempo, pero sobre todo de exclusión, frente a ese que anda por nuestras mismas calles pero desde hace menos tiempo. Últimamente me acuerdo de que los pueblos también valen para ridiculizar a los de al lado, por el miedo a no gustarnos lo que nos devuelve el espejo. Últimamente veo demasiadas banderas en los balcones y, supongo, no es más que un recordatorio del país en el que vivo, que uno, siendo desmemoriado, se acuesta londinense y se levanta asiático.

La fuerza de gravedad entre lo que eres, lo que crees ser y lo que dices ser es lo que fundamenta la identidad. Su ruptura es la escisión de las partes.

Por eso a los sacerdotes de la posmodernidad les fascina tanto eso de la identidad múltiple y la liquidez de la conciencia, porque, en un ejercicio que creen brillantez teórica cuando no es más que constatación de la ruptura, incluso en algunos casos profecía auto-cumplida, expresan dichosos que ya lo único que importa es lo que creemos ser, a lo que yo añado, lo que otros nos hacen creer ser. Lo que se es se entierra. Lo que se dice ser lo compramos en las rebajas y lo expresamos en nuestra foto de perfil.

Por eso Bowie fascinaba, porque en un mundo de desposesión él poseía su propia vida, su propia identidad. No importaba tanto qué era o quién era. Era él. Y a los simples mortales como nosotros se nos desposé no sólo de nuestra plusvalía o de nuestro tiempo libre, sino también de nuestra identidad.

Y en esto de saber quién somos van ganando las banderas sobre la clase, el complejo frente al orgullo, el rebaño con aspiración de jauría frente al grupo, el individualismo frente a la individualidad. Gana todo aquello que ya ganó hace ochenta años. Y asusta. La identidad, como la gente, es tanto abismo como oportunidad.

Mientras, el verdugo, el que no lo era pero ya lo es, derrumbado sobre el hombro de su mujer repite: “sólo esta vez, no lo volveré a hacer, no lo volveré a hacer más”, el verdugo de verdad, José Isbert, coge al nieto sobre la borda del barco y le dice con voz de arcilla seca que él también dijo lo mismo.

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