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La política del susurro

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Opinión | OTRAS NOTICIAS

La política del susurro

"Quien representa el poder se ha cansado de hacerlo en funcionales despachos o en entrañables salones familiares, en fingir una cercanía que ni siente ni necesita", escribe el autor

Daniel Bernabé
30 diciembre 2015 Una lectura de 3 minutos
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El futuro inmediato de este país ya está escrito. Esta frase podría estar entresacada de uno de esos espacios televisivos que, de madrugada, sitúan a la videncia como salvavidas para noches que duran demasiado. Los problemas, como la gravedad, dotan al hilo temporal de una plasticidad asombrosa.

Alguien ha decidido que por encima de elecciones, ese mal necesario que el poder económico necesita para vestir la legitimidad democrática, la situación que ha derivado de ellas no puede parecerse a las noches en vela, sino más bien a los despertares bruscos, esos que rompen el sueño con la delicadeza de un boxeador.

Posiblemente el futuro inmediato de este país ya está escrito, y se halle en la caja fuerte de algún ministerio, garabateado en la servilleta de algún asador o flotando con el humo de los puros en alguna apartada casa de campo.

Porque mientras que ustedes andan a lo suyo, esto es, pensando en qué ha dado de sí el año e imaginando el siguiente, comprando los regalos mientras sortean riadas humanas o eligiendo unas uvas hermosas, esos de los que se conoce el nombre pero rara vez se escribe en los periódicos, han tocado a rebato dejando claro a sus representantes que lo importante es que todo siga como debe seguir, que es la forma laica de decir como Dios manda.

No importa que lo de la Grosse Koalition en una tierra afortunadamente latinizada como esta suene, sinceramente, más a grosería que a grandeza. Un par de semanas repitiendo el mantra de la ingobernabilidad y lo estable darán, al obsceno espectáculo, un aire de sensatez que, no en vano, es la cualidad preferida por el presidente que ha convertido la mirada ausente en un arma de doble filo. Quien parece que nunca está posiblemente esté en todas partes.

La política, y aquí no hablo de la ideología, esa vieja dama que espera sentada la llamada del director que nunca se produce, es una permanente representación con un guion previsible y unos actores vociferantes. Lo que pasa es que aun siendo teatro de tercera, siempre requiere de unas mínimas reglas, sino de cortesía, sí de dramatización.

Jugar con la vida de 45 millones de personas no se puede hacer en medio de la plaza del pueblo, a pleno sol, con un círculo de desarrapados mirando incrédulos las conversaciones de los grandes hombres, los críos jugando a la pelota o cualquier otra molesta vulgaridad popular. De ahí lo de la caja fuerte, el asador o la casa de campo. De ahí la necesidad de un tercer hombre que finja su defunción para seguir traficando en la Viena de posguerra con penicilina adulterada.

Si quieren saber de qué va esto -no teman, puede ser compatible con el alborozo navideño o el asado del cordero nocheviejense- pónganse el Tercer Hombre y miren la sonrisa de Harry Lime, esa encarnación de la vulgaridad cínica del mal interpretada entre tinieblas post-expresionistas por Orson Welles.

La política de bambalinas, de círculos selectos, la política que nunca se postrará ante esa inconveniencia llamada democracia, es como la sombra de Lime saltando de pared en pared en un callejón mal iluminado, algo inaprensible pero real, algo difuso, algo que siempre va un paso por delante de nosotros.

A veces, esa política de susurro y abanico, no sé si por arrogancia o necesidad, juega a dejarnos pistas, rastros, que como en el relato escrito por Graham Greene, están a la vista de todos sin ser vistas.

A mí, el discurso de Felipe VI, me pareció una de estas pistas. Tras varios años en los que la ostentación dio paso a relajar la exhibición pública de posibles, el Rey nos sorprendió situándose bajo artesonados de palacio, lámparas de araña y gruesos tapices. Y el gesto, creo, estaba medido como un golpe de estética en la mesa, una declaración de intenciones identitarias, una asunción pública de posición. Quien representa el poder se ha cansado de hacerlo en funcionales despachos o en entrañables salones familiares, en fingir una cercanía que ni siente ni necesita. Quien representa el poder y además lo hace desde la institución monárquica ha vivido estos años bajo la tragedia de lo incompatible, la de que la naturaleza de lo noble difícilmente casaba con eso llamado cambio. Y las incompatibilidades se superan eliminando una de las partes y no precisamente, en este caso, la del linaje con bautizo de agua del Jordán.

Todo, mientras que las componendas trabajan a escondidas, vuelve a su sitio. El rey en palacio, el súbdito en su casa y Dios en la de todos. Faltaría.

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