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Munch, el estupor y ‘El grito’

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Munch, el estupor y ‘El grito’

El pintor noruego desembarca en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid con 80 obras en una exposición que explora su aportación a la historia del arte moderno

José Manuel Costa
04 octubre 2015 Una lectura de 4 minutos
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[Artículo incluido en el número de octubre de la revista La Marea, que puedes comprar en quioscos y aquí]

A veces podría pensarse que el personaje de El Grito no es otro que el mismo Edvard Munch (1863-1944) reaccionando ante la híper utilización de su obra. Desde sellos de correos de Noruega a tazas de oficina pasando por Homer Simpson, El Grito se ha convertido en algo más universal que una imagen icónica del expresionismo nórdico. No sólo una de sus cuatro versiones es de los cuadros más caros del mundo, sino que alrededor de esos lienzos se ha tejido esta pintura legendaria. Por supuesto, es un cuadro estupendo, simple, directo, que retrata una expresión reconocible, con unos colores de lo menos naturalistas pero que funcionan. Una obra que responde a la intención declarada del propio Munch: «Retratar almas».

Pero claro, por mucha especulación monetaria o mucha fijación sentimental que rodee a una pintura, ésta no suele llegar a esa situación si no se basa en una obra sólida. Alguna vez sucede, pero en la pintura mucho menos que en el pop musical: no hay muchos one hit wonder del arte. Basta con hacer una búsqueda de imágenes en la Red para darse cuenta de que Munch no sólo tiene una obra algo más que amplia, sino que ésta es de lo más coherente, innovadora para su época y de una enorme influencia a lo largo del siglo XX. Hay cuadros de los que tal vez no se conozca muy bien el nombre pero que se identifican como pinturas clásicas. Por ejemplo Madonna, Melancolía (hoy traducible por Depresión), Atardecer en el paseo Karl Johann, Celos, Pubertad, Miedo o Ansiedad son obras famosas que forman parte necesaria de una manera de entender el arte de forma no naturalista que presidió casi toda la nueva pintura de principios del siglo XX. Con sus raíces tanto en Gauguin como en Van Gogh, pero también en la pintura manierista y barroca, en la escultura de Laocoonte o en los bustos de Bernini.Toda una tradición de expresividad y un determinado ánimo para el que habría que echar mano del Goya de las Pinturas Negras.

Desde el 6 de octubre, y hasta el 17 de enero, el Museo Thyssen-Bornemisza presenta la primera exposición dedicada a Munch en Madrid desde 1984. Dividida en nueve secciones, la muestra reúne hasta 80 obras que reflejan las obsesiones existenciales del hombre contemporáneo, como melancolía, amor, deseo, celos, ansiedad, enfermedad o muerte. Cabe deducir que Edvard Munch no era un optimista. En lo social, la burguesía de su época le parecía lamentable, pero su trabajo iba hacia lo personal, lo íntimo. Aunque había otros factores: el malestar de fondo generado por un capitalismo imperialista disparado, la irrupción de nuevas tecnologías en la reproducción de la imagen y el sonido, la formulación del psicoanálisis, de la novela post romántica…

Era un momento en que en Christiania (Oslo) podía haber una especie de comunidad de artistas anarquizantes, años en los que la familia de Munch y él mismo sufrieron muertes (su madre, su hermana y su hermano), así como padecimientos psicológicos familiares como depresiones. El mismo artista era bipolar, de tendencias maniaco-depresivas. Como sabemos desde todas las direcciones de la cultura, aquel fin de siglo –y llegada del nuevo– fue una época convulsa en la cual se planteaban, quizá como ahora, la inseguridad emocional del individuo ante fenómenos de rápido cambio que escapan al control. En el caso de Munch, se sumaba la fatalidad personal.

Expresionismo político

Esa fase de Munch, recibiendo y digiriendo todo tipo de influencias de las diferentes bohemias europeas, duró lo que duraron muchos de aquellos movimientos: hasta la Gran Guerra de 1914. La realidad de las trincheras trajo consigo una acentuación casi documental del expresionismo, transformado a veces en militancia política. Pero también las primeras incursiones en lo que hoy conocemos como arte conceptual (por mucho que Velázquez o Poussin ya lo fueran), de la Nueva Objetividad, del dadaísmo, del durrealismo… Tendencias alejadas del expresionismo subjetivo de Munch que, sin embargo, siguió trabajando. El noruego recibía muchos encargos en otros países, sobre todo en la Alemania pre nazi, donde era una celebridad. Algunas de sus mayores obras por tamaño son de esta época, con intervenciones como en el teatro de Max Reinhardt para Gespenster (Fantasmas) de Ibsen, donde instaló parte de su casi simbolista Friso de la Vida. También trató de forma explícita el tema social y obrero en Trabajadores de regreso a casa (1913-1914), cuya emergencia política era imparable y entendida por muchos artistas como una de las pocas luces de esperanza en un mundo oscuro y abrumado.

A partir de 1916 se fue retirando cada vez más a su casa de campo en Ekelind, donde se sometió a una especie de ascetismo despojado, en el cual apenas se admitían sus propios cuadros y una bastante voluminosa cantidad de escritos, teóricos y personales. Su legado consistió en 1.000 pinturas, 15.400 grabados, 4.500 acuarelas y los mencionados textos. Todo ello sirvió para que su heredera, la ciudad de Oslo, montara un museo en su memoria (http://munchmuseet.no/en/munch).

Munch murió en 1944, en una situación amarga, con su país ocupado por el nazismo, que le había incluido en su infame exposición Arte Degenerado (1937, Múnich). Los nazis habían retirado sus cuadros de los museos alemanes y parecían confirmar muchas de aquellas pinturas suyas de hacía casi medio siglo: personas poseídas por el estupor que genera el horror.

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