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Cuando el destino nos alcance

Nuestro tiempo es de todo menos moderno y sí profundamente injusto. Así es preferible parecer un loco antes que un cínico

Un hombre atiende su teléfono móvil en la plaza de Tirso de Molina (Madrid. FERNANDO SÁNCHEZ
Daniel Bernabé
13 septiembre 2015 Una lectura de 3 minutos
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La historia, más que a un topo, me recuerda a un asaltante desenvuelto e irreverente, un bandido que pasa las horas que hagan falta oculto tras las jaras para tomar por sorpresa al viajero desprevenido. Quizá por eso, simpatizaba con el llamado devenir histórico. Hasta hace poco.

La juventud es ese periodo de la vida donde el cinismo –esa cueva para hipócritas– no debería tener cabida. El poco tiempo que uno ha pasado aún en el planeta le da para ver el futuro como algo lejano y posible, lleno de potencialidades maravillosas. En la juventud se mira sobre todo al futuro, y en la juventud inquieta –la que no se resiste a lo aceptado– se buscan insistentemente asideros en el pasado para el tiempo que vendrá. Lo interesante es que para el argonauta decidido la derrota no tiene lugar. Al menos la derrota total, ese bicho cabezón y feo que insiste en el absurdo teórico del fin de la historia. Para la juventud, el Espartaco de Kubrick no acaba en la Vía Apia sino en la electrizante escena donde los esclavos, derrotados y cautivos tras la batalla pero con el orgullo y la conciencia a salvo, toman el nombre de quien les devolvió la (idea de) libertad.

Decía que sentía simpatía por la historia, hasta hace poco, justo hasta que me he sentido superado por ella. Y no ha sido agradable. No se ha tratado de un educado toque en el hombro para que me haga a un lado, sino más bien de un empujón propinado por un cretino falto de modales. Estas cosas no se saben, se intuyen. Uno intuye que ha sido superado por la historia cuando empieza a dejar de comprender el mundo que le rodea.

Por fortuna no he sido nunca hijo de mi tiempo –podría citarles ahora unas cuantas anécdotas adolescentes sobre la disparidad entre mi estética y mi entorno– o al menos lo he intentado: nadie está exento de mancharse con la suciedad de las calles pero nadie está obligado a revolcarse en el barro. Lo que no quita para que entendiera mi momento, incluso lo que no me resultaba grato. Ahora, por contra, camino a menudo por ese sucedáneo de lo fundamental llamado actualidad con gesto de estupefacción. Y no, no se trata de que me horroricen las atrocidades del informativo –y su forma de contarlas–. Eso ya estaba ahí. Lo que ha cambiado para que me sienta extrañado como el yankee de Twain es algo más cotidiano, más cercano y vital.

Les ruego que no lean esto como el soliloquio de un treintañero a la deriva que se dedica a enredar porque no tiene nada mejor que hacer, sino como una sensación de indeterminación que lo ocupa todo, que mezcla y rompe cualquier categoría. Digamos que he dejado de entender las cosas desde que el gif animado –esa repetición infinita de un momento prescindible– se ha alzado con la victoria en la pugna por expresar las emociones de la gente. Consideramos aceptable pasar horas observando las fotos de las vacaciones de un fulano al que un día conocimos de soslayo en un bar y agregamos como amigo; nos parece asumible esperar una cola kilométrica en un restaurante porque la sección de vida y estilo del dominical nos lo ha recomendado; buscamos sexo en una aplicación del móvil donde descartamos a los aspirantes con un ligero movimiento del pulgar, como césares que invierten en su cuerpo a ritmo de zumba. Al parecer, como sabrán, ya tampoco existe la izquierda y la derecha, sólo importa el centro del tablero. Creo, no he hecho un estudio pormenorizado, que si digo que me emociona el pasaje de La Marsellesa en Casablanca, me tomarán por antiguo.

Y hasta ahí podíamos llegar.

Nuestro tiempo, ése que se hace entender a gritos que pretende tomemos por elegantes susurros, es de todo menos moderno. En esencia porque ha dejado de confiar en sí mismo, en esa idea que consistía en que, aún con dificultades, había un sitio al que llegar.

Lo peor de todo esto es que es tremendamente injusto. Injusto al modo de las grandes tragedias griegas, donde el fatalismo jugaba con la humanidad como un crío aburrido fastidiando a las hormigas. Pero también injusto en su parte cercana, algo así como cuando observamos a un pretencioso hablar de vinos y nos pasamos la mano por la cara sin saber muy bien qué hacer.

El espíritu de la escalera es esa expresión que viene a resumir la sensación de desazón que sentimos cuando la respuesta ingeniosa, generalmente ante un hecho miserable, nos llega demasiado tarde. Aún sin soluciones –¿por quién me toman?– yo me niego a que este espíritu me visite tan a menudo, a ser arrollado por el absurdo cotidiano sin conmiseración. Es preferible, siempre, parecer locos antes que ser cínicos. Ha llegado el momento de tener unas palabras con la historia.

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