En 1902, Alexis Carrel, que recibiría el premio Nobel de Medicina en 1912 por el desarrollo de una técnica quirúrgica que salvó a muchos soldados de una muerte segura, tuvo la oportunidad de acompañar a una enferma en su viaje a Lourdes y asistir a su curación. Carrel detalla este viaje en The voyage to Lourdes (escrito muchos años después). El mismo Carrel publicó en 1936 una obra titulada La incógnita del hombre, donde recoge todo tipo de propuestas eugenésicas y concepciones biologicistas, que en su momento fueron celebradas por pensadores filofascistas. Entre su perlas se encuentra esa frase en la que dice:”Los hombres geniales no son altos. Mussolini es de talla mediana y Napoleón era bajo” (pag. 72 de la edición española), pero la obra no tiene desperdicio de principio a fin. Que ‘La incógnita’ fuera alabada en 1936 por algunos seguidores nacionalcatólicos, pudiera parecer normal. Que en 2012 lo haga también un exmagistrado del Tribunal Supremo (ABC, 24/06/2012, pag16), no deja tampoco de tener su aspecto de prodigio.
Básicamente, lo que Alexis narra en su libro de Lourdes, es que una enferma diagnosticada de terminal, recupera un estado cuasi normal en unas 5 horas, después de recibir unas aguas en Lourdes. Asignar a este hecho el concepto de milagro es una operación arriesgada, por varias razones.
Primero, y muy fundamentalmente, el concepto ‘milagro’ no hace referencia rigurosa a un fenómeno con características definidas del que sea posible estudiar sus causas. Supone un fenómeno del que se desconoce la causa o el proceso por el que se produce, y establece una conexión remota remitiendo a un ente inaprensible como el sujeto operante de dicho efecto. En ese sentido, el milagro al que asistió Carrel, también se podría denominar un ‘abracadabra’, que diría Manuel Sacristán. Donde unos dicen que ven un milagro, yo puedo decir que hay un abracadabra, pues no ha habido una acotación previa de qué se puede considerar un milagro, salvo por el lado negativo: que aquello que no puedo explicar por los conocimientos actuales debe tener categoría de milagro. Y así, milagro deviene en un concepto relativo que depende del nivel de conocimientos de la sociedad en la que vivimos. Lo que era milagroso para nuestros tatarabuelos puede que tenga una explicación natural hoy en día, y no hay por qué dudar que muchas cosas que actualmente no entendemos, serán bien comprendidas en un futuro. Al declararlo milagro se hurta la posibilidad de estudiarlo con las herramientas que tiene la ciencia. Para empezar, comprobar si los hechos empíricos están debidamente contrastados. Pero, y lo que es más importante, que no se interrumpa la cadena de la investigación. En ciencia, un efecto remite a una causa que a su vez remite a otros efectos o causas, etc, y la lógica de la investigación es continuar en ese proceso de indagación. Dios, como referente último de un hecho empírico es un inaprensible, que no se puede someter a experimentación y que, inevitablemente, rompe la cadena de conocimiento.
Lo que le pudo pasar a la señora de Lourdes no deja de ser una cuestión interesante. No menor al que su tránsito de postración a uno casi normal tomara cinco horas, lo que hace pensar en algún proceso biológico, más que un milagro. Al fin y al cabo, como ha gustado recordar David J. Glass recientemente en Nature (20 Marzo 2014, 507:306), las preguntas son anteriores a las hipótesis, y preguntarse actualmente por lo que pasa en un supuesto milagro, es algo científicamente tan lícito como preguntarse en tiempos de Volta por qué se contrae un músculo al aplicarle una corriente eléctrica.
Sirva esto como comentario al artículo de Alejandro Gaita (Ciencia-y-milagros) con cuyo espíritu (¿no estamos hablando al fin y al cabo de milagros?) simpatizo, pero con el que discrepo en algún pequeño detalle. Si el criterio de demarcación entre el conocimiento científico y el pseudoconocimiento (unos de los temas favoritos del filósofo Karl Popper) se pudiera solventar con repartos de hisopo de “esto es una hipótesis científica, esto no lo es”, hacía tiempo que ya no estaríamos preocupados por esa demarcación.
La historia de Alexis Carrel ilustra claramente que, en general, las personas no son el referente del conocimiento. Lo que dice alguien, ya sea doctor, ingeniero o sabio, debe quedar expuesto al contraste y verificación por cualquier otro. La legitimación de un hecho por el criterio de autoridad es mal camino para el conocimiento.
*Antonio G. Valdecasas es investigador del Museo Nacional de Ciencias Naturales, Madrid.