Con la Transición de los años setenta, los ciudadanos españoles recuperaron parte del control sobre su futuro. Pero España ya no es la de entonces y en estos años hemos ido perdiendo ese control, un control que cada vez pasa menos por los votos y los partidos políticos. La cesión de soberanía a la Unión Europea y la usurpación de parte de esa soberanía por instituciones no democráticas (FMI, OMC, grandes corporaciones y fortunas, ‘lobbies’, etcétera), en un contexto de globalización económica, hacen necesario que los ciudadanos, en España y en la Unión Europea, blinden democráticamente la toma de decisiones políticas y el control de la aplicación de las mismas. De ahí la necesidad perentoria de una nueva Transición que devuelva a los ciudadanos el control perdido. La alternativa a la toma de decisiones unilateral por parte esas instancias no democráticas (decisiones que nos afectan en el día a día y que hipotecan nuestro futuro), no puede ser un sistema de instituciones democráticas enfermas, que pierden legitimidad día tras día.
Está muy de moda, sobre todo entre determinada izquierda, criticar la Transición de los años setenta, relativizar su importancia, subrayar sus carencias o el pasado franquista de algunos de sus actores. Esto sucede porque se ve aquel periodo con los ojos del presente. No hace falta demasiado esfuerzo mental para darse cuenta de que la Transición impulsada por Adolfo Suárez fue un enorme avance democrático respecto al régimen anterior. Quien lo ponga en duda simplemente desconoce cómo funcionaba y en qué estado se encontraba el país en aquella época, qué tipo de equilibrios era necesario conseguir y qué tipo de amenazas era necesario conjurar.
Pero la democracia que trajo la Transición, si bien era mucha comparada con la dictadura franquista, es insuficiente comparada con lo que en la actualidad debería reclamar la mayoría social. No existe hoy un Adolfo Suárez, un estadista que piense en las futuras generaciones y no en las próximas elecciones, un líder que atienda a esa mayoría social. El legado de Adolfo Suárez, más allá de las leyes o los cambios materiales, fue sobre todo una actitud. Una actitud que pivotaba sobre cuatro pilares: Control ciudadano del futuro del país, necesidad de convivencia en paz de todas las opciones políticas, respeto del político a los compromisos adquiridos y a la palabra dada y, por último, prioridad del interés general por encima del interés personal o partidista. Este legado, esta actitud, murió en la política española mucho antes que el propio Suárez.
Es llamativo que aquellos sectores de la derecha que más se oponían a la actual Constitución hoy se aferren a ella o, más concretamente, se aferran a la aplicación e interpretación mojigatas que entre todos hemos dejado se haga de ella a lo largo de las últimas décadas. También es llamativo que sectores de la izquierda, a fuerza de pedir un nuevo proceso constituyente y de denunciar las carencias del sistema actual, dejen que la derecha patrimonialice el logro que supuso la Constitución y su interpretación posterior.
Sin entrar en las razones que hacen necesario un nuevo proceso constituyente, ganar en calidad democrática, sentar las bases para la recuperación del control ciudadano del futuro, devolver la legitimidad a las instituciones e instrumentos democráticos, es algo factible aquí y ahora. Bastarían seis medidas de urgencia:
1. Reformar la ley electoral para acabar con el reparto no proporcional de votos. Establecer por ley la obligatoriedad de listas abiertas y la celebración de elecciones primarias abiertas en todas las formaciones políticas. Establecer por ley la limitación de mandatos.
2. Promover la participación ciudadana simplificando y reduciendo los requisitos para la presentación de Iniciativas Legislativas Populares, estableciendo de forma automática su aceptación a debate y en su caso a trámite, por el Congreso.
3. Establecer, por ley, la vinculación contractual de los programas electorales, de forma que su incumplimiento acarree consecuencias judiciales, como las acarrea incumplir cualquier contrato mercantil, administrativo, laboral o civil.
4. Modernizar el Tribunal de Cuentas para que la fiscalización de la contabilidad de los partidos, agentes sociales, y altas instituciones del Estado sea permanente. En la actualidad, el Tribunal de Cuentas tarda hasta seis años en auditar las cuentas anuales de cada partido, mientras los delitos de financiación ilegal prescriben a los cuatro años.
5. Eliminar las restricciones que establece la reciente Ley de Transparencia, de manera que cumpla con el Convenio del Consejo Europeo de Acceso a Documentos Públicos.
6. Introducir una auténtica separación de Poderes, desvinculando la composición de los órganos de control y organización de la judicatura, y del Tribunal Constitucional, de las mayorías parlamentarias.
Mientras medidas de este tipo no sean prioritarias en la agenda de los partidos políticos, y mientras la ciudadanía no las reclame activamente, irá en aumento el descrédito y la pérdida de legitimidad del sistema democrático, en beneficio del populismo, el extremismo, las grandes fortunas y las corporaciones multinacionales cuyos intereses no son los de la mayoría.
Es triste comprobar cómo buena parte de la derecha se siente cómoda con esa pérdida de legitimidad y con el hecho de que los ciudadanos hayamos perdido control democrático sobre nuestro futuro. También es triste constatar que buena parte de la izquierda, sobre todo entre los más jóvenes, haya olvidado lo que supuso, aun con todas las carencias, la Transición, el mérito, la excepcionalidad histórica y la fragilidad de lo logrado.