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Ahmed y un lápiz contra la guerra
Médicos Sin Fronteras relata, en el Día Mundial de la Salud Mental, la historia de un niño refugiado sirio en la frontera de Turquía
El niño, de nueve años, se quitó su propio nombre esa mañana cuando acudió al taller de dibujo para pequeños refugiados en la frontera sur de Turquía, donde han llegado decenas de miles de sirios procedentes en su mayoría de los alrededores de Alepo.
Esa ciudad castigada por la guerra no queda muy lejos. Miles de hombres jóvenes, casi niños, y otros adultos, casi ancianos, emprenden el camino hacia la frontera turca para dejar allí a sus mujeres e hijos. Luego, muchos de ellos vuelven para seguir combatiendo o proteger sus medios de vida. A sus mujeres y hermanos más jóvenes les encomiendan un teléfono móvil y una batería, que se convierte en el bien más preciado en estos momentos. De ese teléfono, que muchas veces se lleva pegado al pecho, penden 24 horas de espera de una llamada, una espera angustiosa para un par de frases de esperanza.
La psicóloga de Médicos Sin Fronteras nos deja ver estos dibujos hechos por Ahmed. Dice que era un niño algo retraído, callado y ciertamente sensible. Un día le pidieron que se dibujara a sí mismo. Él se copió en un espejo, con su carita, su pelo, sus ojos. Pero sobre su cabeza, escribió un nombre en letras enormes. Al acercarse, la psicóloga percibió que era otro nombre. No se leía “Ahmed”. Con un inesperado arrojo, el niño le contestó: “Nunca más me volveré a llamar Ahmed. Ahora me llamaré Hassan para siempre”. Era el nombre de su hermano mayor, muerto en combate hacía unos meses, cerca de Alepo. Tenía sólo 17 años.
Cientos de niños sirios que han huido de Alepo han sido testigos de hechos espeluznantes, de esos que la memoria no digiere bien o escupe en una especie de locura, porque nadie espera nunca que unos hombres sean capaces de un horror tan grande. Pero de todos a los que he tenido acceso, me llamó la atención este de Ahmed. Su historia no es la más cruel ni la más horripilante. Pero su manera de enfrentarse a la muerte y la guerra, con las armas de sus nueve años y unos lápices de colores, me estremeció.
A mí me pareció muy lindo el hecho de que Ahmed quisiera cambiarse el nombre por el de su hermano. Comenté que quizá era su manera de no aceptar esa pérdida y mantener al hermano con vida. Pero Sofia, la psicóloga oriunda de Estambul, que colabora con los refugiados sirios a este lado de la frontera me dijo lo contrario:
– En las creencias y la cultura musulmana no existe el concepto de muerte para siempre, como tal. Algo parecido a la cristiana.
Entonces, le pregunté sobre la respuesta que le dieron a Ahmed después de aquel dibujo.
– No le hablamos de su propia identidad, ni de la importancia de la identidad. Lo que le dijimos fue que no debía quitarle el nombre a su hermano, porque su hermano no estaba muerto, sino sencillamente se encontraba en otra parte. Si alguna vez, cuando fueran muy mayores, se buscasen mutuamente, ¿cómo iban a poder encontrarse con los nombres cambiados? Podrían pasar de largo sin reconocerse.
¿Hay alguna diferencia entre la atención a niños refugiados como estos y otro tipo de víctimas de catástrofes? La psicóloga responde comparándolo con la atención que se presta a las personas que han sufrido un terremoto. “Les acompañas en la reconstrucción de sus vidas partiendo de las ruinas. Sin embargo en el caso de los pequeños que huyen de una guerra es diferente. Se les ayuda a sentirse más seguros, se les busca un lugar donde refugiarse, aunque sea en la imaginación, o a partir de los dibujos”, me dice la psicóloga.
Cuando estaba preparándome para escribir la historia de Ahmed, me encuentro con otro niño en la televisión, que también se llama así. Él no ha podido cruzar la frontera hacia Turquía. Lo han grabado los propios militantes de la oposición, e imagino que creen que se trata de algo heroico. Según se cuenta en el vídeo, al niño le mataron a toda su familia, incluyendo al tío con el que vivía. Desde entonces, empuña un arma más grande que él y fuma delante de la cámara.
No puedo saber si se trata o no de un montaje. Ni siquiera si su historia o su nombre son ciertos. Es una guerra donde una de las pocas verdades que se pueden atestiguar es el sufrimiento largo de una población que, además de un conflicto, está sufriendo el juego político y geoestratégico de unas cuantas potencias. Todo lo que se haga por la población siria es poco y llega tarde, y esta vez, sólo la ayuda humanitaria y la enorme solidaridad entre los pueblos sirios y sus vecinos es la última esperanza.
Pero disculpen. Ahora que hablaba de esperanza, me resta decirles lo mejor. Al día siguiente, Ahmed, el primer niño, trajo un nuevo dibujo al taller. De nuevo era él mismo, con su pelo, su boca, sus ojos, pero su gran nombre encima de la cabeza, no vaya a ser que algún día, dentro de muchos años, su hermano mayor no lo encuentre al llamarlo por su nombre. Del otro Ahmed, el que empuña un fusil, no sabemos nada. Pero es preferible creer en que hay cosas que ni siquiera la guerra más cruel puede destruir en la conciencia de un niño, como demuestra claramente con un lápiz de color en la mano.
[Fco. Javier Sancho trabaja en Médicos Sin Fronteras]
Es muy conmovedor lo que se relata, aun en los peores momentos, lo sagrado se manifiesta en el ser huamano gracias
por esto.
JK