«Enhebrar, rebaja tras rebaja, una factura/ de alquiler a medias, copagos,/ transacciones médicas, hacer el amor/ cuando la ansiedad lo permite». Azahara Palomeque (1986) toma en su último poemario, Currículum (Ril Editores), el pulso al sinsentido del trabajo turbocapitalista y a la zozobra de una generación, la suya, que se encuentra atrapada en el estrecho solapamiento de un diagrama de Venn de dos círculos en el que uno es el apocalipsis planetario, y el otro, el impenitente deber de acudir cada día a la oficina.
«Lunes de mañana: tu cuerpo se acomodará a la ecuación exacta de una silla». En los poemas de Currículum (Ril Editores) hay constantes referencias al cuerpo: bilis, encías, ovarios, nudillos… El trabajo es una «disciplina de órganos». Con frecuencia pensamos el trabajo actual como algo sin cuerpo, una actividad solo intelectual. Pero, igual que la nube digital necesita servidores materialísimos que consumen cantidades ingentes de energía, quien trabaja con un ordenador no deja de trabajar con el cuerpo, y de torturarlo.
Yo tengo una trayectoria de hablar del cuerpo en mis libros anteriores. Una cosa que me pasó como emigrante es que todo lo somatizaba. Me di cuenta de que tenía un cuerpo, y no precisamente para bien: contraje muchas infecciones, padecí estrés, ansiedad que antes no tenía, taquicardias que no sabes de dónde vienen, bruxismo… Síntomas que se fueron desarrollando conforme a una serie de mecanismos de explotación y de sometimiento.
Sí: tendemos a desmaterializarlo todo; o a decir que hay trabajos del cuerpo y trabajos de la mente. Si tú estás en una oficina, se supone que no trabajas con el cuerpo; y si estás en el campo, se supone que no trabajas con la mente. Pero es falso. A mí me gusta recordar el concepto de biopolítica de Foucault. El cuerpo sigue ahí. Si trabajas doce horas en una oficina, vas a tener problemas de espalda; si te oprimen, se te va a caer el pelo, como se me cayó a mí, o vas a perder la regla, como me pasó a mí. Somos siempre cuerpo, carne, huesos, sangre, órganos.
Es muy simbólico lo que comenta de la pérdida de la regla. El trabajo nos hace perder la misma capacidad de procrear. Usted habla en un poema de los «abrazos postergados»; pide que «aquello que el deseo unió no lo separe el trabajo». El trabajo hace que se resienta nuestra misma capacidad de amar.
Las relaciones afectivas se ven también muy dañadas por estas dinámicas de explotación y sometimiento al orden capitalista, sí. En otro poema, hablo de «hacer el amor cuando la ansiedad lo permita». Por poner el ejemplo contrario, cuando he vuelto a España y me he sentido muchísimo mejor, habiendo abandonado todo ese mundo tóxico de sometimiento al trabajo, he notado también una mejoría en el cuerpo, en mi capacidad de desarrollar, no solo encuentros sexuales, sino afectos en general. ¿Cómo vas a poder amar y desarrollar afectos cuando estás compitiendo con compañeros por ver quién alcanza los objetivos, a quién le dan un ascenso…? Eso también destruye el tejido colectivo que necesitamos para organizarnos y reclamar derechos.
¿Ha notado, a su vuelta a España, que la cultura del trabajo de aquí sea menos, digamos, despiadada que la estadounidense?
Sí. En parte, por una paradoja. En España hay más precariedad, menos posibilidades de ascenso; y la contrapartida es que eso permite establecer unas relaciones más saludables con tus compañeros, que acaban por ser amigos porque nadie está peleando por cuatro migas de pan; la movilidad social está rota y nadie piensa que vaya a heredar la empresa o que se vaya a convertir en clase media acomodada o alta por trabajar a destajo. La gente se resigna y se concentra en pasarlo bien e irse de cañas. No quiero minusvalorar la gravedad de esa precariedad o de las necesidades económicas que tenemos, pero tiene ese efecto. Y luego, claro, están los derechos laborales que existen aquí y en Estados Unidos no. El derecho a una baja por enfermedad o por parto mejoran bastante la vida.
Manejamos, o hay quien maneja, un imaginario del mundo del trabajo que sigue pensando en el obrero de mono azul y la cadena de montaje. Pero, para muchos proletarios de hoy, el mono es un traje y una corbata.
Pervive ese imaginario marxista muy fuerte, sí, pero trabajos de manufactura cada vez hay menos, al menos en Europa. Lo que hay más son lo que David Graeber llamaba trabajos de mierda: labores administrativas, de marketing, de teleoperador, etcétera, que no valen para nada y que te comen el alma, porque su inutilidad social es tan grande que hace que la gente sienta que no cumple un rol social. Eso te hace polvo, tanto más en un momento de crisis política, energética, climática, etcétera, como este. El mundo se desmorona y tú sigues encerrado en una oficina.
El trabajador de un astillero, por duro que fuera el trabajo, sentía el orgullo de construir un barco que recorrería el mundo durante décadas; el de una mina, la épica del arrancar de las entrañas de la tierra la sustancia que movía el mundo. Un teleoperador no siente esa satisfacción de hacer algo útil socialmente. La sintaxis desordenada, quebrada, que maneja en sus poemas, ¿es una manera deliberada de reflejar ese absurdo, esa incomprensibilidad?
Siempre la he manejado, porque de alguna manera también representa ese cuerpo roto, desgarrado, o mi propia lucha con el lenguaje, que viene de estar deslocalizada, de mi lidiar con varias lenguas al mismo tiempo y encontrarme con un español que tenía casi que reconquistar cada vez que me ponía a escribir, algo que todavía me sigue pasando. Pero sí, también se puede relacionar con esa falta de utilidad o ese sentimiento de estar perdido en un trabajo útil para la empresa, pero sin función social.
Somos una generación a la que le han contado que si lo hacía todo bien y se esforzaba, las cosas serían maravillosas, y nos comeríamos el mundo. No ha sido así y nos encontramos ante un montón de mitos hechos trizas. El libro empieza con la búsqueda del trabajo, la espera, el a ver qué pasa. Al final sí que hay un trabajo, pero me refiero a él con poemas titulados La oficina (I), La oficina (II), La oficina (III); o Jornada laboral (I), Jornada laboral (II)… Esa repetición, ese bucle depresivo.
En Estados Unidos se habla hoy de una Gran Dimisión motivada por la pandemia. El confinamiento, el reencuentro con la vida que significó para mucha gente, ha hecho darse cuenta a muchas personas de que podían renunciar al trabajo o a parte de él a cambio de una existencia más plácida. Poder, por ejemplo, recuperar el placer perdido de una siesta, tema al que dedica un poema: «Recuerdas cómo era malversar el tiempo/ una tarde espigada/ tras el almuerzo, vientres de animal/ con que madre hacía milagros». Usted ha escrito alguna cosa sobre eso. ¿Hay una revolución mental en marcha contra el turbocapitalismo?
Está habiendo un cambio de paradigma lento, progresivo, que no va a ser radical, porque en Estados Unidos la identidad personal viene marcada por el trabajo. Siempre te preguntan: «What do you do?», y si no haces veinte mil cosas no eres persona. El carné de ciudadanía te lo da el trabajo. Pero sí que con la pandemia hubo esa gran dimisión. Yo la documenté bien y eran datos reales de miles de personas que dejaban los trabajos. Algunos, después, se reincorporaban, pero otros no. También los había que montaban su propia empresa buscando hacer algo que tuviera sentido; no seguir adelante con esas carreras laborales absurdas.
Hablamos de un país en el que, muchas veces, el seguro médico te lo da la empresa, lo cual hace que dejarla signifique un riesgo enorme. Pero mucha gente lo hacía a pesar de todo. También está pasando lo que allí llaman silent quitting, «renuncia silenciosa»: hacer lo mínimo posible para no ser despedidos; no hacer horas extra, no pretender superar las expectativas sobre ellos. En aquel contexto, es bastante sorprendente: significa ir en contra de lo que en teoría significa ser un buen ciudadano y no asumir que la identidad corporativa de tu empresa es también la tuya.
La pandemia ha cambiado las cosas. Nos hemos dado cuenta de nuestra vulnerabilidad, de que no es tan difícil morirse, algo que a mucha gente se le había olvidado. Además, estamos en un momento de crisis perpetua: cuando no sea una pandemia, va a ser una crisis económica o un desatre medioambiental. Y la gente se dice: «¿Para qué voy a dedicar diez o doce horas diarias de mi vida a esto, en un capitalismo que agoniza, mientras mis hijos crecen en una guardería?».
Termino preguntándole por la feminidad; por cómo sus poemas también transmiten el extra de penurias que la feminidad siempre significa. Ser mujer, aun en un mundo que ha hecho avances en materia de igualdad, sigue significando techos de cristal y suelos pegajosos. Hay un poema, Oferta de trabajo, en el que versifica la búsqueda de una mujer, «miembro obediente de aspecto/ calibradamente humano, sin excesos;/ que pueda desapercibirse sola».
El techo de cristal sigue siendo muy bajo, sí; tanto como para estar en cuclillas. Y el suelo, pegajoso. Fíjate, se habla del #MeToo, y creemos que el feminismo ha impactado mucho en Estados Unidos, y en algún momento lo hizo, pero ahora mismo está más arraigado en otros países que allí. La violencia de género sigue siendo violencia doméstica. Todo eso se traslada al ambiente laboral.
Allá, además, los patrones de feminidad están muy asociados a los patrones racistas: tú puedes ser un tipo de mujer u otro dependiendo de tu raza. Existe, por ejemplo, el estereotipo de que las mujeres negras tienen una personalidad muy fuerte y gritan más, y se permite, digamos, que tú seas más abiertamente agresiva o tengas una opinión cuando eres una mujer negra que si eres una mujer blanca, en cuyo caso se te pedirá ser más comedida, más disciplinada, sonreír más. A mí me ocurría que no me ajustaba a ninguno de esos patrones: primero, porque no eran los míos, porque no había crecido en esos códigos culturales; pero, segundo, porque yo no caía en ninguna de las dos partes de esa dicotomía racial. Mucha gente no me consideraba suficientemente blanca; tengo rasgos que se veían como de Oriente Medio. Pero era europea. Pero también era hispana. Esa mezcla resultaba rara allí. Obviamente, tampoco era negra. Desafiaba constantemente esos patrones raciales y de género.