Ha pasado un 8 de marzo más y, con él, hemos asistido de nuevo a la constatación de varias cosas: que la lucha feminista es uno de los grandes movilizadores políticos y sociales actuales; y que, precisamente por su carácter hegemónico y transversal, el feminismo se ha convertido en una bandera detrás de la que se quieren situar también quienes dicen creer en la igualdad entre géneros, pero no les molesta la desigualdad entre clases. Debería resultar evidente que no se puede defender la igualdad como principio abstracto cuando se ponen límites a la igualdad absoluta entre todos los seres humanos. Sin embargo, hay quienes se empeñan desde hace años en tratar de convencernos que Ana Patricia Botín es tan feminista como Angela Davis.
Es paradójico que exista un feminismo que denuncie los techos de cristal y la imposibilidad de las mujeres de llegar a lo más alto de la pirámide laboral sin darse cuenta de que la mayoría de nosotras no podrá nunca aspirar a esos puestos, y no por nuestra condición de mujer, sino por nuestra condición de clase. Por tanto, defender que las mujeres y los hombres debamos tener los mismos derechos y deberes en la sociedad, sin cuestionar los pilares del patriarcado actual intrínsecamente vinculados con el desarrollo del capitalismo, un sistema que convierte las diferencias en desigualdades, no deja de parecer un ejercicio de postureo.
¿Significa esto que las mujeres no compartimos discriminaciones o amenazas a nuestra integridad, solo por el hecho de ser mujeres, como la violencia de género o las agresiones sexuales? Por supuesto que sí. ¿Se debe luchar por denunciarlas y combatirlas? También, aunque no nos encontremos en una misma posición de vulnerabilidad pues esta, sin duda, se ve agravada por las condiciones materiales de vida o el origen migrante. Sin embargo, ser consciente de los elementos transversales que nos hacen confluir en un mismo espacio de reivindicación, aun con nuestras diferencias, no implica olvidar que algunas personas que pueden parecer aliadas en esta luchan son, al mismo tiempo, enemigas en otras.
En un momento en que el término feminismo está tan manoseado, hasta el punto de que una diputada de la ultraderecha española puede decir en el Congreso que ella es feminista porque “reza a una mujer” a la vez que trata de confrontar a las mujeres trabajadoras con la lucha feminista, se hace preciso recordar que la lucha por la igualdad entre mujeres y hombres fue enarbolada, principalmente, por las mujeres trabajadoras del movimiento socialista.
No fueron las Botín de la época, que explotaban a sus congéneres entonces como ahora, ni las antecedentes políticas de Vox en la franquista Sección Femenina, las que abogaron por transformar las estructuras económicas, sociales y políticas que causaban el sometimiento de la mujer. Fueron las mujeres obreras, organizadas para reclamar sus derechos en tanto que trabajadoras, las que sentaron las bases de un movimiento de auténtica emancipación de la mujer. Una liberación que, a diferencia de lo planteado por las burguesas sufragistas, no se conformaba sólo con conseguir mejoras en el marco de un sistema de opresión, sino que buscaba superarlo. Y que, una vez superado, encontró en esas mismas mujeres la capacidad de cuestionar los resabios machistas que seguían presentes en las sociedades autodenominadas socialistas.
Hoy, como ayer, sigue habiendo una pugna entre distintas concepciones de cómo debería de ser la lucha por la liberación de la mujer, englobada bajo la etiqueta de feminismo. A las diferencias de intereses de clase se ha venido a sumar un cisma en el movimiento feminista, difícilmente resoluble, entre quienes consideran que el feminismo debe luchar también por los derechos de las mujeres transexuales o transgénero, y quienes piensan que asumir esa agenda es “borrar a las mujeres”. Nuevamente, cuesta entender que exista un movimiento que lucha por superar las desigualdades entre mujeres y hombres pero que sea insensible a las discriminaciones que padecen otros seres humanos por su género. Mujeres transexuales están viendo cómo cierto feminismo, de la mano de grupos reaccionarios, les niega la categoría de mujer bajo un discurso de esencialismo biologicista, incapaz de entender la cualidad social de toda construcción humana, incluida la de ser mujer. Como apuntó ya hace décadas Simone de Beauvoir, “no se nace mujer, se llega a serlo”.
En definitiva, hasta que cierto feminismo no entienda que luchar por la libertad de las mujeres implica luchar por la emancipación del conjunto de la sociedad, pues nadie puede ser enteramente libre si otros, otras u otres siguen encadenados, será difícil que el feminismo pueda desarrollar la carga revolucionaria que lleva en potencia y que genera tanto miedo entre los defensores del statu quo. Esos mismos que respaldan el postureo feminista de empresas y empresarias el 8 de marzo mientras silencian sus prácticas discriminatorias los restantes 364 días del año. Esos que creen que las sociedades se cambian desde arriba y no transformando sus cimientos de forma radical desde abajo.