Artículo publicado en la revista bimestral #LaMarea91. Consigue tu ejemplar aquí.
Solía yo vivir entre zombis. Siendo sincera, eran difíciles de ver, a pesar de una ubicuidad que, a veces, incluso se transformaba en roce: en el metro, podía coincidir que uno de ellos se estirase en el asiento adyacente al mío o, si íbamos de pie, que alguno de sus miembros tocase brevemente mi hombro, mi cadera bien anclada a las coordenadas espacio-temporales, tan distinta de sus cuerpos flotantes en el vacío inhóspito de la historia. Porque para los zombis no existen ni los mapas ni los calendarios; estos elementos que, como cinturones de seguridad, se encargan de atar suavemente nuestra biografía al sentido, en ellos se volatilizaron durante su etapa anterior y, ahora que pueblan la muerte, simplemente deambulan, levitan alrededor como sombras que sólo se hacen carne cuando, de repente, un ser de los que aún mantenemos las constantes vitales los percibe y toma nota. En mi caso, aunque semitransparentes, me esforzaba por verlos: los días que me quedaba algún hueco para el dolor ajeno, agudizaba los ojos y los enfilaba en su dirección para que me regalaran respuestas certeras: ¿quién os habrá convertido en zombis? –preguntaba. Tal como Bartolomé de las Casas indagaba sobre los indígenas: ¿les podremos atribuir alma a los zombis, o ya la habrán perdido, si es que algún día la poseyeron?
A ratos, únicamente los observaba danzar encorvados –los «hombres garfio», recuerdo haberlos denominado–, prestando especial atención a las heridas que mostraban: aberturas sin suturar o cicatrices con señales de infección, y marcas de picaduras fáciles de localizar: el aguijón de los opiáceos. Los zombis, habitantes legítimos de una ciudad plagada de basura y sin sanidad pública, respondían al perfil de una epidemia causada por las políticas neoliberales que permitían comercializar estas sustancias tan adictivas sin apenas control. Un centímetro o dos nos separaba físicamente en el transporte público; pero, como la distancia medible es siempre ineficaz, trapacera, entre ellos y mi reino en realidad mediaba un abismo.
La historia de los zombis que viven al margen de la historia es resbaladiza, pero una se podría retrotraer a la película La noche de los muertos vivientes (1968), de George A. Romero, esa que dicen que provocó el vómito en algunos espectadores de las salas de cine, para inventar una genealogía. Luego llegaron otros filmes, hasta The Cranberries les dedicó una canción (1994), pero es fuera de la ficción donde me interesa explorar el fenómeno, materializado en la degradación absoluta de unos cuerpos a los que arrancaron toda dignidad por motivos estrictamente políticos.
Cuando el filósofo camerunés Achille Mbembe acuñó el término «necropolítica» en 2003 estaba pensando justamente en ellos, en quienes adoptan particularidades de cadáver habiendo sido despojados de rasgos humanos porque el Estado, a través de guerras o mediante la desprotección frente a los manubrios del mercado, los ha privado de soberanía, condenándolos a habitar «mundos de muerte». Hay causas estructurales que transforman a las personas en briznas fantasmagóricas de sí mismas, entonces; entonces, hay responsables concretos en la maraña interconectada de poder a quienes intentar culpar por esas existencias denigradas; pero primero hay que verlas, sentir su proximidad como un hálito que calienta el espacio circundante, y erradicar ese abismo entre las vidas que merecen la pena y las que ya se dan por desterradas de las parcelas donde ocurre el amor, la alegría, la comunicación entre iguales. Aquellos trenes públicos estadounidenses en los que me montaba a diario podrían actuar como lugares de confluencia donde reconocernos, pero fue mucho antes, en dos puntos específicos, donde algo me hizo darme cuenta de su presencia, ineludible si quería no sólo empatizar, sino comprender la mía.
El primero no era otro que la calle, pero a la hora destinada a albergar sus elementos sobrantes: la mañana. Solía yo vivir entre zombis, dije antes, aunque más todavía los casi seis meses que pasé afincada en el paro. Por aquella época, algunas voces sabias me convencieron de la necesidad de acudir a reuniones con gentes bien colocadas en la pirámide laboral, muchos de ellos antiguos alumnos de Princeton –mi universidad–, pues de ahí deberían surgir, en teoría, oportunidades para esa inmigrante española cuyo rumbo era incierto: ellos lo llamaron «networking»; yo creí que se trataba del desperdicio más nefasto de mis días, porque bastaban dos o tres miradas sobre mis rasgos exóticos para descartarme del plantel de aliados posibles.
Sin embargo, el desperdicio no fue tal en cuanto que me obligó a compartir las aceras con los únicos pobladores que no ocupaban una oficina. Mendigos, drogadictos, algún enfermo mental… eran ellos quienes caminaban a esas horas matinales; sin objetivo fijo, trapicheaban o se rifaban las esquinas que estarían concurridas al acabar la jornada de los otros -con lo que las limosnas serían más cuantiosas–; de repente, me ojeaban de arriba abajo, escudriñando mis ropas señoriales, comparadas con sus andrajos, pero sospechando, ya que nadie de mi supuesta condición social competía por sus metros de suelo, y yo me hice kilómetros a pie para ahorrar en metro, en taxis que no podía pagar. Si mi interacción con los empleados de postín que jamás me ofrecerían un puesto fue fallida, no lo era tanto ese cruce de miradas con los zombis: compartíamos una carencia y, de alguna manera, ellos con su mano callosa abierta y yo con la mía que empujaría las puertas de elegantes despachos, buscábamos subsanarla: calderilla o droga de un lado, un contrato de otro.
Mutando en ciudadanos
El segundo momento durante el cual nos enfrentamos al espejo lo constituían mis visitas a la única tienda donde comprar tabaco. Entre los peldaños que anunciaban la entrada y el aparcamiento trasero se arremolinaban los desarrapados en una búsqueda de nicotina que satisficiera la falta de sustancias más fuertes; cuando advertían que salía de allí con varios paquetes en el bolso, extranjera de un vicio que no correspondía a mi atuendo, sentía los dardos de su juicio sobre mi espalda, como gritándome: no eres tan diferente a nosotros. Y así, entre vagones alfombrados de jeringuillas gastadas, matutinos paseos por los desiertos de un paisaje prohibido a los clasemedieros ocupados, y cigarrillos que ayudasen a contener la desesperación, los zombis se me fueron mutando en ciudadanos, personas en las que hallaba una experiencia común, atravesada de discrepancias vitales pero tal vez, un poco, reflejándonos, mordiendo la constatación de que algo andaba podrido en alguna parte, no muy lejos, indudablemente fuera de nuestras anatomías inocentes; hasta que un día, finalmente, conseguí entablar conversación con una de ellas.
Se llamaba Sarah y, para ser más exactos, era una ex-zombi. Madre cariñosa y curranta apasionada de una cadena de hoteles, su trayectoria impecable se truncó con la receta de opiáceos que le dieron para curar un dolor de muñeca. Se enganchó a aquellas pastillas y, cuando el doctor no quiso prescribirle más, escarbó en los vericuetos de los parques, las plazas donde las suministraban de incógnito; la echaron del trabajo; robó coches y atracó cajas fuertes para pagar su adicción y, una noche, saltó al vacío desde la ventana de un piso, fracturándose montones de huesos. Con el tiempo –cuando logró regresar al tiempo desde su limbo– peleó por recuperarse y, poco a poco, se produjo tal mejoría, pero, como me contó sin arrepentimiento, la zombi que fue todavía rugía ansiosa en su interior, como si estuviese latente una demanda voraz de droga que no se calmaría nunca.
A veces echo de menos a Sarah. Paseo por mi ciudad, un enclave extremeño en el que rara vez me topo con figuras de facciones a medias humanas, laceradas en su empeño de alma y protagonistas de un expolio atroz de derechos, y extraño a Sarah. Adelanto un pie y otro, construyo el sendero fluvial con unas huellas que, desde el aire, las cigüeñas y garzas estiman tan pequeñas… Veo a deportistas sonrientes, padres que empujan el cochecito de un bebé como rellenando una solicitud de esperanza, ancianos que siguen las indicaciones de un personal sanitario libre de intereses económicos y toman el sol, el aire en torno al río, y pienso en Sarah como la reina salvífica de todos los zombis entre los que yo solía vivir, aquella película de terror que proyectan al otro lado del Atlántico y podría propagarse aquí, como una plaga de especies invasoras, un mal virus sin vacuna: la derecha política que ya no es conservadora sino mentirosa, destructiva, mutiladora de sueños y asesina del Estado del bienestar, el mismo causante de que yo pueda estar hoy escribiendo esto, vosotras leyendo, millones de gentes celebrando la integridad física, afectiva que a otros ya les fue arrebatada.