Está archicomprobado: los fríos y, en apariencia, evidentes datos de los que la economía se alimenta, dan mucho juego. ¡Hechos son hechos!, proclaman los que defienden la objetividad inapelable de las estadísticas que los recogen; nos dicen que otra cosa muy distinta son los análisis que se hagan a partir de ellas, donde tendrían cabida las valoraciones. Dos planos que, según este planteamiento, no hay que mezclar ni confundir.
Lo cierto, sin embargo, es que los datos y los indicadores que se construyen a partir de los mismos son susceptibles de las más variopintas interpretaciones, a gusto del que realiza el análisis de esa información objetiva, dependiendo, y esta es la clave, de las buenas o malas prácticas profesionales, de la ideología del analista y de los intereses en liza.
Un ejemplo: los salarios promedio de los trabajadores, ¿suben, bajan o están estancados?
Estadísticamente, pueden aumentar, aunque en realidad los empresarios no remuneren a los asalariados con más generosidad, o incluso si retroceden. Esto sucede cuando son despedidos o no se renuevan los contratos de los que reciben ingresos más bajos. Este es uno de los misterios que explican que, a menudo, con la irrupción de una crisis, las empresas deciden no renovar los contratos temporales o ajustar las plantillas prescindiendo de los trabajadores que se encuentran en situación más precaria y reciben salarios más bajos. El resultado de este proceso es que las retribuciones promedio habrán aumentado… ¡y hay quienes sacan conclusiones positivas de ese proceso!
Idéntico balance se puede obtener si, como también sucede con frecuencia, aumentan las percepciones de los directivos y ejecutivos de las firmas, pues una parte sustancial de las mismas también forman parte de la categoría “salario” (otra parte está constituida por participaciones en los beneficios y en las rentas del capital). Después de ese proceso, volvamos a efectuar el cálculo del salario promedio y comprobaremos, de nuevo, que ha mejorado en términos agregados. ¡Qué bien funcionan las cosas para las personas trabajadoras!, dirán.
Otro ejemplo que apunta en la misma dirección. Un indicador profusamente utilizado por los economistas, que en teoría muestra el éxito del desempeño económico: la productividad del trabajo, que relaciona el volumen de producción obtenido por hora trabajada o por trabajador empleado.
Sin adentrarme en la caja negra del numerador, el Producto Interior Bruto (PIB), me parece imprescindible prevenir al lector de que estamos ante un mal indicador del supuesto éxito de la actividad económica. Este no contabiliza de manera satisfactoria los costes reales, que una buena métrica debería tener en cuenta, en los que incurren los procesos productivos: costes como los medioambientales y el trabajo gratuito, realizado extramuros del mercado sin el cual ninguna economía podría sostenerse. No me detengo en el asunto, pero reconozcamos de una vez por todas que el PIB es un indicador muy deficiente, que en absoluto nos informa del éxito (o su retroceso del fracaso) de la actividad económica.
Pues bien, todavía se pueden hacer juegos malabares con la ratio de productividad. Esta puede aumentar en términos estadísticos porque los establecimientos menos productivos entren en quiebra y salgan del mercado, dejando espacios de negocio para las más eficientes. El resultado global de ese proceso, que está en la base de la concentración empresarial característica del capitalismo, es que la productividad global de la economía mejora, sin que se haya registrado un aumento en el PIB.
También puede progresar este indicador si la empresa sustituye trabajo por capital, poniendo en la calle a una parte de la plantilla, que es sustituida por máquinas, que además de generar más cantidad de producto (no diré que con un coste global menor por la precisión que antes he realizado respecto a lo que oculta el PIB), reduce la conflictividad laboral, pues, ya se sabe, las máquinas no se afilian a organizaciones sindicales ni hacen huelgas.
Se obtiene idéntico efecto positivo sobre la productividad laboral cuando los asalariados hacen más horas -pagadas o, con frecuencia, no pagadas- de las que figuran en su contrato o que están recogidas en el convenio, o cuando aumenta la intensidad con la que realizan su trabajo. En este caso, aumenta el numerador de la expresión, la cantidad de bienes o servicios producidos, como consecuencia de que ha aumentado la explotación de los trabajadores. Ni se crea más empleo ni aumenta su salario nominal, el cual, de hecho, retrocede en términos reales.
Dos últimos ejemplos los encontramos en las cifras de empleo y desempleo. Ambos términos están relacionados, pues el objetivo proclamado de todos los gobiernos, que justifica y dota de legitimidad las políticas económicas llevadas a cabo, es aumentar el nivel de ocupación y reducir el número de personas que buscan trabajo sin conseguirlo. Disponer de un empleo, ya se sabe, es considerado un indiscutible indicador de éxito.
Pero, ¿qué nos dice el nivel de ocupación global de la calidad de los empleos? Una parte de los nuevos puestos de trabajo pueden consistir en contratos temporales (que, es cierto, aunque continúan siendo muy importantes en nuestra economía, han retrocedido de manera sustancial desde la aplicación de la reforma laboral) y en contratos a tiempo parcial (cuya cifra ha aumentado recientemente, sobre todo los de aquellos trabajadores que desearían trabajar más horas).
En relación con lo que comentaba anteriormente sobre los salarios, podemos lanzar las campanas al vuelo con los buenos resultados en materia de empleo y presentar su subida como la prueba del algodón de que las políticas económicas funcionan. Y en esa celebración olvidar (¿ocultar?) que los salarios nominales están estancados o en franco retroceso. Otro ejemplo de la utilización sesgada de la información disponible.
En lo referido al desempleo, su reducción se presenta como un claro síntoma de la buena salud de la economía. Pero hay que tener en cuenta que la mejora de ese indicador puede deberse a la reducción del tamaño de la población económicamente activa. Como la tasa de desempleo relaciona el número de trabajadores ocupados con el de activos, una caída de la misma puede reflejar simplemente la frustración de una parte de la población trabajadora que ya no busca activamente un empleo o ha emigrado a otros países en busca de mejor suerte.
Por otro lado, si la tasa de desempleo contabilizara a la población que figura en los registros oficiales como desempleada, más la que quisiera trabajar pero ya no forma parte del mercado de trabajo (aparece estadísticamente como inactiva) y, cabría añadir a ese listado, los que tienen un contrato parcial involuntario (desearían trabajar más horas, pero no lo consiguen), entonces tendríamos otras cifras de desempleo más elevadas que empañarían, y mucho, el discurso triunfalista de los gobiernos.
No pretendo lanzar el mensaje equivocado de que todo es relativo, de que estamos atrapados en un laberinto de subjetividad o, peor aún, de arbitrariedad, de que todo depende de la mirada del observador o que está sometido al arbitrario criterio de los que manejan y manipulan los datos. Pero sí hay que ser plenamente conscientes de que las miradas no son en absoluto neutrales, ni, por supuesto, los indicadores económicos, tal y como están construidos, reflejan objetivamente la realidad. El proceso de elaboración de los datos y la visión de quien los interpreta importa y mucho.