Fueron muy pocos los que se aventuraron a pronosticar que ganaría. Aquella noche, 8 de noviembre de 2016, Estados Unidos se fue a dormir sin sueño y, con varias horas de adelanto, Europa se despertó en mitad de la pesadilla. Donald Trump, al que tanto el establishment republicano como el demócrata y los creadores de opinión habían despreciado, se había hecho real. Había ganado. Los líderes ultraderechistas repartidos por el mundo se lanzaron a mandar felicitaciones a modo casi de autoagasajos, comenzaron a sucederse protestas en las principales ciudades norteamericanas, los tertulianos no terminaban de entender por qué sus sesudos análisis habían fallado. «Pues ha salido porque lo han votado. Eso es como aquí, que parece que ahora nadie ha votado a Rajoy», se escuchaba, entre desayuno y desayuno, en un bar del centro de Sevilla.
Seis años después, el fascismo sigue ganando porque lo siguen votando. En Italia ha ganado este domingo con Giorgia Meloni. A España ya hace tiempo que llegó VOX. Pero ya nadie puede decir que no estábamos avisados. En diciembre de 2016, con la llegada de Trump al poder, escribimos en La Marea un dossier sobre qué respuestas estaba ideando la izquierda ante esta ola que atenta contra los principios básicos de una democracia. Eran interesantes entonces, pero tal vez sean más interesantes ahora, más que nada, porque no se han terminado de adoptar las medidas necesarias y, la pretendida unidad que se recomendaba, es tan palpable como el mismo triunfo de los discursos de ultraderecha.
«Hace falta pensar en una nueva pedagogía y, sobre todo, en nuevas estrategias. Está casi tó quemao, las manifestaciones están quemadas, las concentraciones están quemadas, las vigilias como la que yo tengo hoy de renta básica está quemada… Aquí estamos quemados casi todos», decía con su característica forma de hablar claro el exdefensor del Pueblo Andaluz José Chamizo en un debate organizado por este medio a finales de 2016. En ese mismo acto, entre el público, ya se reprochó a la izquierda que andara con peleas internas.
«Cuando no hay horizonte para ti ni tus hijos, cuando la estructura industrial y productiva está deslocalizada, la gente tiene miedo y busca seguridad. Alguien que hable claro, aunque mienta, que señale culpables fáciles, que proponga recuperar el ámbito de actuación nacional frente a estos poderes difusos y que tenga conexión con su pueblo y atractivo mediático. Los grandes medios señalan el malestar y la precarización como si fuera un fenómeno atmosférico y no parte de las políticas que ellos mismos apoyan y promueven», analizaba en el dossier el entonces eurodiputado de Izquierda Unida Javier Couso.
El éxito de Trump en EEUU no era una victoria aislada de un multimillonario excéntrico, misógino, xenófobo y homófobo que empodera a los misóginos, xenófobos y homófobos; la victoria de Trump en EEUU, según los dirigentes y analistas consultados para aquel dossier, era el fracaso de las políticas neoliberales, de la hiperglobalización, del miedo al otro, que ha conllevado un debilitamiento de las democracias y ha generado una respuesta insuficiente de una izquierda desorganizada, desunida, desconectada de la gente a la que dice representar y desconcertada, a su vez, ante el crecimiento de un neofascismo que lleva años fermentando en Europa: desde la irrupción de Jörg Haider en Austria hace dos décadas, hasta el italiano Silvio Berlusconi –que vuelve al poder– o los gobiernos de Andrzej Duda en Polonia y Víktor Orbán en Hungría.
«Es muy difícil reducir a la unidad la ultraderecha. Digamos que es diferente lo que representa Marine Le Pen en Francia, el UKIP británico o Donald Trump. Dicho esto, lo fundamental es entender que se está produciendo un colapso de los sistemas políticos del mundo occidental como consecuencia de la crisis financiera que vivimos en 2007», respondía el entonces secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, en esta entrevista.
«Después de analizar el comportamiento de algunos gobiernos europeos con los refugiados, solo una pregunta: ¿estamos tan lejos del fascismo?», se cuestionaba también hace seis años Chamizo, quien no tenía una bola mágica, pero sí argumentos para adivinar qué teníamos encima: «El fascismo va a ser una realidad en Europa entera en menos de cinco años. Y es un fascismo complicado porque es mucho más sutil. No tiene una cara tan próxima o no se le ve venir tanto como al otro». Con las diferencias propias de cada país –no es lo mismo EEUU que Francia o Italia–, es lo que el Nobel portugués José Saramago llamó «fascismo de corbata de Armani» y contra el que ya en 1999, en un acto con Julio Anguita en Cáceres, propuso la conciencia como alternativa.
El contagio en Europa
En Francia, la saga Le Pen tampoco es ya una sorpresa. El auge del Frente Nacional debió mucho a la islamofobia potenciada por los atentados terroristas. El entonces presidente socialista François Hollande, y su primer ministro, Manuel Valls, intentaron contener a Marine Le Pen con un discurso cada vez más duro. Y, sin embargo, en las elecciones presidenciales celebradas este 2022, Le Pen, la primera de los líderes ultraderechistas que felicitó a Trump vía Twitter en 2016, llegó a la segunda vuelta frente Macron, como ya ocurrió en 2002 con su padre frente a Chirac.
«Los demonios de la ultraderecha son otros humanos identificables por sus diferencias: los inmigrantes, los musulmanes en un caso, los judíos en otro, o cualquier persona de religión identificada como suprimible: las mujeres empoderadas (esas brujas feminazis), el colectivo LGTBI (esos maricones, travestis, pervertidos que corrompen a nuestros niños), los terroristas de los refugiados, en especial los moros de mierda que huyen de la guerra… todos ellos y ellas, sin excepción, son el problema», denunciaba también en el dossier de 2016 Zaida Cantera, una de las diputadas del PSOE que votó no a Rajoy.
En España, ya entonces, el Gobierno tardaba en acoger a refugiados, ponía concertinas en las vallas y mantenía los CIE, pero la ultraderecha, según coincidían la mayoría de analistas y políticos, no había conseguido arrastrar masas mediante una marca propia, sobre todo –argumentaban–, porque estaba dentro del PP. «Santi Abascal es un osito de peluche al lado de Esperanza Aguirre, creo que me explico», decía Iglesias. «Yo creo que en el PP lo que está no es un fascismo en un sentido antioligárquico, antiélites; lo que hay es el franquismo sociológico», explicaba el que fuera secretario de Política de Podemos, Íñigo Errejón. Y coincidía con el líder de IU, Alberto Garzón, en otro factor que podría haber frenado, hasta entonces, el fascismo en España: el 15-M. El movimiento de los indignados era, a su vez, el ejemplo de la necesidad que tenía la gente de sentirse representada en un contexto donde la institucionalización de partidos tradicionalmente de izquierda y su acercamiento a las élites económicas y financieras habían hecho perder cualquier conexión con los problemas de la calle.
«La frustración que todo esto está generando en las personas que se identificaban con esa pretendida izquierda amable, sumada a la estigmatización de la izquierda más radical por parte del discurso dominante (del que forma parte el propio PSOE) deja a muchas personas huérfanas políticamente y con prejuicios acumulados hacia alternativas de izquierda que las convierten en un caldo de cultivo ideal para que proliferen este tipo de fenómenos políticos fascistoides«, opinaba Sol Sánchez, la diputada de IU que logró escaño el 20-D y lo perdió el 26-J.
La catedrática de Historia e Instituciones Económicas Lina Gálvez, hoy eurodiputada por el PSOE, apuntaba también a ello: «La izquierda se ha separado de sus bases sociales o, más bien, de las necesidades y la defensa de esas personas. Por no hablar de la indefinición de la izquierda entre los derechos y bienestar asociados al Estado-nación y el universalismo que realmente debería promover una auténtica propuesta progresista, llámese de izquierdas o no». Y por no hablar –añadía– del devenir de los sindicatos, que pasaron de «concentrarse en la protección de los trabajadores que estaban ocupados, en los sectores públicos o más fordistas, alejándose de discursos políticos más transformadores, a entrar y beneficiarse del reparto de tarjetas black y créditos baratos con los que se compraban las voluntades en las cajas de ahorro».
Los analistas también responsabilizaban al papel jugado por la socialdemocracia y la llamada tercera vía, cuyo error de fondo había sido intentar compaginar una agenda política progresista en lo social con una agenda neoliberal en lo económico. Para el entonces diputado socialista Eduardo Madina, el mayor problema de la socialdemocracia –decía en una entrevista para el dossier– era que no sabía interpretar quiénes eran las fuerzas productivas a las que debía referirse. Y este era el análisis de la entonces diputada de IU, hoy impulsora de Sumar, Yolanda Díaz: «El problema que tenemos es que la socialdemocracia está en crisis. Está muerta. Ocurre lo que en el libro de Hayek, El camino de la servidumbre. Lo que escribió sobre la existencia de una teoría superior que era la economía y que la toma democrática de decisiones se iba a expropiar a la ciudadanía. Aquello que era una locura, hoy es real. La izquierda a través de las terceras vías aceptó que daba igual quién gobernara porque las recetas eran las mismas. ¿Tiene la izquierda un proyecto claro ante la crisis civilizatoria que estamos viviendo? Tengo mis dudas».
Y proseguía en la entrevista: «No sólo una alternativa programática, que sí creo que la tenemos. Debemos garantizar un modo de vida que enganche a la ciudadanía, y no desde la teoría. Tenemos que hacer pedagogía, sí, pero de la pedagogía no se vive. Tenemos que ser útiles. El fascismo se convirtió en los años 30 –esto es tremendo decirlo–, pero se convirtió en los barrios más golpeados en una red útil. Le solventaba sus problemas, de manera real. A nosotros nos falta avanzar mucho más en esa dirección: en todos los barrios, las distintas izquierdas tenemos que ser una alternativa de vida para la gente. Un alternativa real. Crear redes de solidaridad popular. Estamos muy lejos de esto».
Propuestas de la izquierda
Entre los retos más importantes que la izquierda se planteaba aquel 2016 había dos. Primero, pasar del modelo discursivo a la acción, como ha hecho la ultraderecha. «Hay que compensar a los perdedores con políticas públicas ambiciosas que saquen a ese tercio de la sociedad abandonado. Si son ellos los que votan extrema derecha, volverán. Si no, serán activados para que no ganen los neofascistas que ya votan», proponía el politólogo Pablo Simón, quien consideraba que estas políticas debían ir acompañadas de una campaña masiva de propaganda y lucha mediática: «Avergonzar al voto xenófobo, olvidarse de datos y presentar historias humanas con la inmigración, normalizar la diversidad en todos los frentes, etcétera».
Y, en segundo lugar, un reto imprescindible para poder lograr el primero: superar la histórica división y fractura para comenzar a actuar. Algo que, seis años después, no se ha producido. Uno de los últimos ejemplos está protagonizado por el guirigay de las izquierdas en Andalucía, por donde entró VOX por primera vez y donde ha terminado gobernando la derecha –con sus políticas para ricos– con mayoría absoluta.
«Sin unidad no hacemos nada, no digo unidad ideológica absoluta, pero en unos puntos básicos sí. Estamos asistiendo a una pelea permanente. Hay cinco de izquierdas y tres están contra dos. O uno contra cuatro, en fin. Eso no puede ser. Por supuesto que el debate siempre tiene que existir, pero debe ser sensato y sereno», avisaba hace seis años Chamizo en estas mismas páginas.
Hablar claro, modernizar las estructuras y tomar medidas que beneficien claramente a los más desfavorecidos eran las propuestas fundamentales que emanaban desde los distintos sectores progresistas. «La izquierda debe enfrentar los debates, incluso los que le son más difíciles, como la cuestión migratoria o la europea. Debe partir de lo que le da sentido común: el rechazo a las políticas de austeridad, una verdadera repartición de las riquezas, más equitativa, el sentido de solidaridad, el respeto por los demás… Construir un nuevo proyecto político, una nueva vía», afirmaba la eurodiputada del Front de Gauche Marie-Christine Vergiat en el dossier.
El socialista Ignacio Urquizu, hoy alcalde de Alcañiz, abogaba por abrir un debate público de más calidad que no simplificara ni los problemas ni las posibles soluciones: «Es decir, no solo hay que decir la verdad a la gente, que es que el mundo ha cambiado, sino que además hay que decirlo con argumentos poderosos», añadía. «Decir que los programas económicos de la izquierda son utópicos es una soberana estupidez. Cuando se explican con los datos en la mano, ya lo creo que son creíbles», concluía Sol Sánchez. «Quien es capaz de explicar el mundo, es además capaz de cambiarlo».
Es cierto que después de Rajoy vino un gobierno progresista. Pero también vino VOX, vino una pandemia, y, pese a la incredulidad manifestada por el actual presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, hace unos días en una entrevista, no sabemos si los zombies vendrán también.