El día que se desató la matanza de Uvalde, Texas, donde un chaval de 18 años acribilló a tiros a 19 niños y a dos de sus profesoras, yo me encontraba en el aeropuerto de Philadelphia, lista para abandonar aquel país que ha sido mi hogar durante más de doce años. Leí la noticia desde la puerta de embarque, murmuré “otra vez, otra put* vez lo mismo”, y rogué que despegara el avión lo antes posible y el trayecto me hiciese olvidar no solo aquella masacre, sino todas las muertes que acontecen gratuitamente en Estados Unidos a diario, prevenibles de no ser por la codicia de sus políticos, vendidos casi todos a los grandes lobbies que financian sus carreras.
Obviamente, no fui capaz de sacarme de la cabeza aquella carnicería, ni creo que pueda hacerlo nunca a pesar de vivir en España, simplemente porque esa cultura de las armas ya es parte de mí, ha configurado mi personalidad, me ha moldeado a su capricho en el miedo y la desolación (también en la crítica), como le ocurre a muchos habitantes de la “tierra de la libertad”. Hay un daño en esa violencia cotidiana que te perfora por dentro y cuesta mucho sanar; desde ese daño hablo, el que aún me carcome las vísceras conforme escribo.
No habían transcurrido ni dos semanas desde Uvalde cuando los medios volvieron a anunciar otra matanza, esta vez en un hospital de Oklahoma: cinco muertos, incluyendo el presunto asesino. Minutos más tarde, algunos periódicos hablaban de un “triple tiroteo simultáneo”, ya que al del hospital se sumaban incidentes similares en un instituto de California y en un supermercado de Pensilvania. El titular, tan espectacular como preocupante, era, sin embargo, falaz, pues algunos sabemos perfectamente que los tiroteos son el pan de cada día y no un suceso extraordinario.
Debido a su frecuencia, únicamente se reportan los más graves, por número de fallecidos, edad, raza, zona: la vida guarda sus jerarquías; no obstante, solo en Philadelphia, la ciudad donde vivía hasta hace unos días, se batió el récord histórico en homicidios el año pasado: 562, la mayoría por armas de fuego. Estos datos, junto al incremento de otro tipo de crímenes, son los culpables de que en los últimos tiempos yo hubiera modificado completamente mis hábitos: no ir a festivales ni a conciertos; en general, evitar las aglomeraciones. Si quedaba con alguien en un bar, inmediatamente localizaba la salida de emergencia; a veces, le preguntaba a mi acompañante “¿tú también lo piensas?”, y la respuesta era siempre afirmativa.
Ante los numerosos avisos que recibía de la universidad, alertando de algún peligro dentro del campus, algo así como “robo con pistola en la calle X, policía en la zona”, aumenté las horas de teletrabajo. Al final, me vi limitada a los confines de mi casa más a menudo de lo que quería, o a respirar una suerte de alarma ubicua, cercana al pavor pero sin serlo aún, cada vez que cruzaba el umbral y me aventuraba a pisar la calle. El pan de cada día, no exagero una pizca. La percepción de habitar una tensión constante, como la goma de un tirachinas que está a punto de ceder. Una guerra, y aun así esforzarme en tejer un mínimo sentido de la normalidad.
Estados Unidos, con unos 330 millones de habitantes, cuenta con 400 millones de armas solamente en manos de civiles, una cifra que se ha incrementado sobremanera desde que comenzó la pandemia. Se trata de un fenómeno exclusivo de este país, como también lo son su liderazgo en población encarcelada y el hecho de que cuente con el sistema sanitario más caro del mundo.
Para comprender la permisividad a la hora de portar y usar armamento –militar en muchos casos– hay que tener en cuenta cómo el crimen contribuye al lucrativo quehacer de las prisiones privadas, y cómo el conglomerado empresarial de la sanidad se beneficia de los cuerpos destrozados. De hecho, no es extraño encontrar campañas online de heridos en estos altercados suplicando donaciones que les permitan hacer frente a las facturas médicas.
Este problema sistémico, del que se desprende que la muerte es un gran negocio, es consustancial al funcionamiento socio-político estadounidense. En otros países la vida vale la pena, y hasta dinero: un Estado que deba asumir el gasto sanitario de su población enferma, tratada en la sanidad pública, invertirá en prevención de dolencias, pero Estados Unidos se rige por la necropolítica. Ejemplo de ello son también las más de 100.000 víctimas mortales de 2021 causadas por la crisis de los opiáceos, de la que se ha beneficiado especialmente Purdue Pharma.
Si estas causas explican el escenario de fondo, hace falta recurrir a la omnipresencia de la Asociación Nacional del Rifle (NRA) en la financiación de las distintas campañas electorales para entender declaraciones aberrantes como las de los múltiples políticos que estos días abogan por armar todavía más a la población, incluidos los docentes, con el supuesto objetivo de defenderse de los “tipos malos”, como afirmó Trump.
Precisamente, el expresidente ha recibido de la NRA casi 16 millones de dólares de un total de 148, que son los que, según una investigación del Boston Globe, ha desembolsado este poderoso lobby desde 2010 casi exclusivamente a favor de representantes republicanos. No hace falta recalcar que, mientras siga siendo necesaria una amplia mayoría en el Congreso para aprobar cualquier legislación que restrinja la tenencia de armas y uno de los dos partidos esté comprado por la NRA, el inmovilismo será la norma.
Por último, a lo largo de décadas, el Tribunal Supremo ha actualizado el derecho colectivo a portar armas en el contexto de una milicia que proteja a los Estados, recogido en la 2ª enmienda de la Constitución, hasta convertirlo en un derecho individual. Si ocurriese el milagro de que se implementase alguna normativa federal que pusiese límites a la facilidad de adquirir armas, la máxima autoridad judicial la tumbaría. De ahí la absurdidad de hablar del “debate de las armas”. No existe tal debate; hay, eso sí, ofrendas y lamentos, flores pútridas que yacen en los altares dedicados a víctimas evitables, rezos desencajados y mucho sensacionalismo, intentos de rentabilización política y subida en la venta de armas con cada masacre, pero no debate.
La vida solo adquiere valor cuanto más se acerque a la muerte, ¡es el mercado, amigos!, y no sobra decir que estas son las estrategias que barajan asimismo nuestras derechas nacionales. Por pánico a un balazo agarré mis bártulos y escapé de aquella pesadilla, yo que aún puedo contarlo, yo que aún puedo afirmar que en España no se enseña a los niños a lidiar con desalmados disparos, a buscar refugio frente a la amenaza constante, por ejemplo, en una guardería, donde hace no tanto estas palabras se leían en la pizarra:
¡Alerta, alerta!
Cierra la puerta.
Apaga la luz,
no digas ni mu.
Bajo el pupitre,
¡a tu escondite!
¡Alerta, alerta!
Abre la puerta.
No hay peligro ya,
¡puedes ir a jugar!*
*Traducción propia de una canción empleada en un ensayo contra tiroteos en una guardería de Estados Unidos. Está incluida en mi libro Año 9: Crónicas catastróficas en la Era Trump (2020).