Adelanto la respuesta: no, los economistas no estamos de acuerdo en este asunto.
Y aprovecho para decir otra cosa, que se suele omitir. Lo que podríamos denominar como “colectivo de economistas”, cuya existencia permitiría afirmar cosas como “el sentido común de la economía señala”, “desde el punto de vista económico esto es lo que hay que hacer”, “la ciencia económica sostiene…”, es una entelequia.
Afirmaciones de este calado confunden, más que aclaran. Me parece evidente que en frases de ese perfil hay una intencionalidad política que encaja como anillo al dedo con el pensamiento conservador, pues traslada el mensaje de que, ante cada dilema económico, solo hay una alternativa, que está respaldada por una lógica incuestionable y un sentido común de validez universal. Un peligroso dogma que empobrece y sesga la reflexión económica.
Pienso, sin embargo, que es más realista y fructífero -y también más honesto- utilizar el plural, reconocer la existencia de una saludable diversidad de enfoques y que el mundo que habitan los economistas no es, aunque a veces lo parezca, aunque algunos desearían que así fuese, un ecosistema homogéneo.
Volviendo a la pregunta y a la respuesta que adelantaba al comienzo del artículo. A primera vista, podría decirse que existe un amplio consenso, no solo entre los economistas, de que la desigualdad, que todo el mundo reconoce que ha alcanzado cotas históricas, tiene efectos contraproducentes sobre el funcionamiento de las economías.
No seguiré este hilo argumental, aunque resulta evidente que el aumento de la desigualdad, el debate sobre las muy diversas consecuencias de la misma -sociales, económicas y medioambientales- y las políticas más adecuadas para reducirla es trascendental. La manera en cómo se encare este decisivo asunto determina la agenda de gobiernos e instituciones.
Quiero poner el foco, más bien, en el supuesto consenso al que antes aludía sobre el impacto negativo de la desigualdad en la actividad económica para rechazar la mayor: una parte importante del pensamiento conservador considera que es la gasolina que necesita el motor de la actividad económica. La existencia de un patrón desigual de la renta es, en consecuencia, esencial para el buen funcionamiento de los mercados y, más en general, del capitalismo.
Alrededor de esta premisa -que, en mi opinión, tiene un marcado componente ideológico y de clase- se levanta todo un razonamiento sostenido en tres pilares básicos.
El primero de ellos consiste en afirmar que las retribuciones recibidas por los diferentes actores económicos se corresponden con su productividad. De esta manera, el mercado premia con un ingreso superior a los que más contribuyen a mejorar la eficiencia de los procesos económicos y, en definitiva, y al crecimiento del Producto Interior Bruto; en otras palabras, ganan más los que objetivamente más se lo merecen. El segundo pilar sostiene que el convencimiento de que el mercado recompensa en términos monetarios y también en la calidad del trabajo a los que más aportan supone un estímulo para invertir en “capital humano”. Respecto al tercer pilar, los grupos sociales que cuentan con mayor capacidad de ahorro -los que tienen ingresos más elevados- son piezas claves para el mantenimiento de la actividad inversora, que se alimenta precisamente de ese ahorro.
De lo anterior se deduce que el diseño de una adecuada estructura de estímulos que oriente a los actores económicos a la hora de tomar sus decisiones, el aumento de la actividad inversora y la obtención de mejoras en la productividad implican necesariamente aceptar que la desigualdad constituye una parte esencial del engranaje de las economías.
Quienes argumentan con esta lógica aceptan al mismo tiempo, sin ningún problema, que niveles excesivos de desigualdad, como los que tenemos en la actualidad, pueden tener efectos perturbadores sobre la operativa de los mercados o incluso convertirse en conflictividad social y política. Ese reconocimiento no es un inconveniente, sin embargo, para mantener intacto el núcleo fundamental de su razonamiento: la desigualdad es necesaria para el buen funcionamiento de las economías. Aquí está la línea roja que no deben superar las políticas públicas en materia de equidad.
Por eso es fundamental preguntarnos sobre la fortaleza de los pilares sobre los que descansa el discurso económico convencional, que han resistido contra viento y marea los periodos de turbulencia y crisis, que, en realidad, apenas han sido objeto de debate y, mucho menos, han sido cuestionados.
Cuando avanzamos en esa dirección encontramos, en primer lugar, que los ingresos y rentas de los jefes y grandes accionistas de las corporaciones y de los titulares de los grandes patrimonios y fortunas nada tienen que ver con su productividad (en el supuesto de que dispusiéramos de una métrica adecuada para medirla); dependen más bien de su privilegiada posición en la pirámide social y en las empresas que dirigen o controlan, y del enorme poder que se deriva de esa posición.
Tampoco funciona el nexo entre inversión en capital humano y recompensa monetaria. Porque la educación recibida por las personas, tanto en términos cuantitativos como cualitativos (que el discurso dominante convierte en capital humano) depende en buena medida de la mochila vital heredada, cuyo contenido está directamente conectado a la pertenencia a una u otra clase social, pertenencia que determinará en gran medida la escala retributiva asignada por el mercado.
Y, en fin, la supuesta relación automática entre capacidad de ahorro e inversión, si entendemos por esta la destinada a mejorar y ampliar los equipamientos productivos, no ha existido en el capitalismo realmente existente de las últimas décadas. Hemos visto, más bien, que los recursos atesorados por los grupos que se encuentran en la cúspide de la estructura social se han canalizado de manera predominante hacia los activos y los mercados financieros en busca de rentabilidades extraordinarias.
Entrar con decisión en el debate de estos asuntos es imprescindible. Para desvelar la (i)lógica del pensamiento económico conservador y los intereses que la alimentan, y para que se abra camino otro sentido común que debería guiar la implementación de otra política económica.