El nombre de Kailia Posey no decía nada a casi nadie y, sin embargo, todos –muchos– conocíamos sin saberlo a esta joven de 16 años, muerta por mano propia en Las Vegas. Participante, de niña, en un reality show sobre concursos de belleza infantiles titulado Toddlers and tiaras, esbozó en una ocasión, en el programa, una sonrisa pícara que se convertiría en un meme celebérrimo, uno de los más utilizados en redes sociales. Lo que la mayoría no sabíamos era que, detrás del mismo, se agazapaba una historia de crueldad, de violencia, de la que no cuesta deducir que el suicidio ha resultado ser la consecuencia final. La periodista Bibiana Candia evocaba de este modo en Twitter, el 4 de mayo, la participación de Posey en aquel reality:
«[Kailia] se convirtió en un personaje muy odiado, porque era súper competitiva y trataba mal al resto de las niñas. Volvió a aparecer unos años más tarde, compitiendo otra vez, pero decía que ahora era mayor, y había aprendido que no se trata así a la gente. En ese mismo episodio, ganaba la competición absoluta un bebé, y ella terminaba llorando desconsoladamente. Decía que era injusto que ganase un bebé, porque no tenía que entrenar horas a diario como ella. Era delirante».
La filósofa Ana Carrasco-Conde razona en Decir el mal que este –el mal– no es, como dicta un cierto sentido común, lo que, estando oculto, irrumpe a la superficie, sino lo que, desplegado a la plena luz del día, un día advertimos. Es el caso de Kailia. El mal estaba ahí, cierto, claro, patente en la escena de una niña viniéndose abajo tras ser derrotada por un bebé; más aún, en el mero sintagma derrotada por un bebé y todo lo que se condensa en sus cuatro vocablos, aberrantemente reunidos, gramática posible que un día fue improbable como la escritura automática de un literato surrealista, pero es probable, cierta, en nuestros días, bajo el signo voraz del capital.
En 1998 se publicó en Francia un libro negro del capitalismo como reacción al libro negro del comunismo, editado por Stéphane Courtois y publicado un año antes. El nuevo título hacía inventario de las muertes causadas por el comercio de esclavos colonial, la mayoría de los conflictos bélicos del siglo XX, el fascismo y el nazismo, las intervenciones estadounidenses en América Latina, la guerra de Vietnam o la represión de movimientos sociales; inventario que arrojaba una cifra de víctimas del entorno de las cien millones.
Pero no contabilizaba, ¿cómo contabilizarlos?, todo otro montón de homicidios cotidianos, sueltos, no adscritos a ningún gran acontecimiento de la historia, sino solo a la común y general misantropía capitalista, de los suicidios y drogodependencias que fueron siniestra estela de la reconversión industrial y sus destrozos sociales a estas niñeces arruinadas; moldeado de la arcilla frágil de la infancia para armar con ella el sujeto competitivo, despiadado con los demás y también consigo mismo, que es el homo de esta fase de la historia humana.
Detrás de Kailia Posey hubo seguramente padres codiciosos, negligentes; pero puede mirarse también detrás, o debajo, de esa codicia, y, sin disculparla, suponer que no se hubiera dado, y Kailia seguiría viva y sería feliz, en un contexto que no fuera el del darwinismo social más atroz. Vigente la gobernanza desquiciada y desquiciante de la ley del más fuerte, sometidos a la amenaza perpetua de la ruina, de la caída en los abismos de la desigualdad, desfilando por en el funambulismo sin red de seguridad que es la existencia en el orden neoliberal, caen hasta las piedades más elementales; todo puede desnaturalizarse, salvajizarse, y hasta los hijos convertirse en activos para invertir.
«Llamar a derrocar el orden existente parece espantoso, pero lo existente no es ningún orden», escribía Bertolt Brecht. Kailia Posey nos recuerda, debería recordarnos, aquel precioso texto de Chesterton, escrito, en Lo que está mal en el mundo, a raíz del rapado del cabello de los niños de una zona insalubre en la que había habido una epidemia de piojos:
«Hay que empezar por algún sitio y yo empiezo por el pelo de una niña. Cualquier otra cosa es mala, pero el orgullo que siente una buena madre por la belleza de su hija es bueno. Es una de esas ternuras que son inexorables y que son la piedra de toque de toda época y raza. Si hay otras cosas en su contra, hay que acabar con esas otras cosas. Si los terratenientes, las leyes y las ciencias están en su contra, habrá que acabar con los terratenientes, las leyes y las ciencias. Con el pelo rojo de una golfilla del arroyo prenderé fuego a toda la civilización moderna. Porque una niña debe tener el pelo largo, debe tener el pelo limpio. Porque debe tener el pelo limpio, no debe tener un hogar sucio; porque no debe tener un hogar sucio, debe tener una madre libre y disponible; porque debe tener una madre libre, no debe tener un terrateniente usurero; porque no debe haber un terrateniente usurero, debe haber una redistribución de la propiedad; porque debe haber una distribución de la propiedad, debe haber una revolución. La pequeña golfilla del pelo rojo, a la que acabo de ver pasar junto a mi casa, no debe ser afeitada, ni lisiada, ni alterada; su pelo no debe ser cortado como el de un convicto; todos los reinos de la tierra deben ser mutilados y destrozados para servirle a ella. Ella es la imagen humana y sagrada; a su alrededor la trama social debe oscilar, romperse y caer; los pilares de la sociedad vacilarán y los tejados más antiguos caerán, pero no habrá de dañarse un pelo de su cabeza».
Prendamos fuego a la moderna incivilización con el pelo castaño de Kailia Posey.