La estadística es conocida. En 1945, a la pregunta de «¿cuál es según usted, la nación que más ha contribuido a la derrota de Alemania?», una holgada mayoría de franceses —el 57%— respondía que la Unión Soviética, por solo un 20% que señalaba a Estados Unidos, y un 12% a Gran Bretaña. En 1994, las tornas habían cambiado: un 49% de la población francesa encuestada colgaba a Estados Unidos la medalla de oro del mérito antifascista, por solo un 25% que se la concedía a los soviéticos.
Diez años después, la brecha se había agrandado más aún: el 58% señalaba a Estados Unidos; ya solo el 20% a la URSS. El responsable de este birlibirloque posverdadero (no es opinable, salvo que se crea, como aquella portavoz de Trump, en la posibilidad de alternative facts, que la mayor contribución fue la de la URSS) es evidente para todo el mundo: el cine, orfebrería privilegiada de imaginarios sociales; la fuerza arrolladora de Hollywood.
El cine ha permeado, filtra nuestra memoria histórica, cualquier memoria histórica, de un modo imposible de subestimar. Toda época carismática del pasado humano se presenta en nuestras cabezas tal como el cincel del cinematógrafo la ha ido moldeando a lo largo de nuestras vidas. Y esto tiene, en lo que respecta al antifascismo, consecuencias más sutiles, pero más preocupantes, que una jerarquía incorrecta del mérito del 45.
En un momento en que una memoria bien engrasada de la derrota de las huestes infernales de los haces y las esvásticas se vuelve crucial, a fin de enfrentarse con mayor eficacia al advenimiento funesto de sus herederos, hay una serie de derivadas de esta hollywoodización (también canaldehistorización), de sus énfasis y sus perezas, sus subrayados y sus elipsis, sus obsesiones y desintereses, de qué nos hace saber y qué nos hace ignorar, que nos hacen mucho daño: el daño de no ser capaces de reconocer a un fascista aunque lo tengamos delante de las narices.
La sobreinformación desinforma, y eso exactamente nos ocurre con el fascismo: saber mucho y, a la vez, no saber nada. Así, sabemos mucho, lo sabemos todo, de los campos de exterminio; y en realidad, de uno solo: aquel en el que se ambienta una obsesiva batería de títulos como La bailarina de Auschwitz, El tatuador de Auschwitz, La bibliotecaria de Auschwitz, La canción de Auschwitz, Canción de cuna de Auschwitz, El farmacéutico de Auschwitz, Un amor en Auschwitz, etcétera. Conocemos bien la Solución Final. Pero no estamos familiarizados con lo inicial del fascismo; con su prehistoria y su protohistoria; no ha habido una lluvia fina de películas y documentales que nos empapara del conocimiento de Sorel y sus sorelianos, el Affaire Dreyfus o cómo —y esto es una verdad incómoda de la que, por eso mismo, urge hacerse cargo en un momento en que ya hay conatos de su reedición— el fascismo fue un río ultraderechista con muchos afluentes, pero estuvo entre ellos una evolución putrescente de cierta izquierda revolucionaria, desarrollada en el seno de los partidos socialistas de la época.
Benito Mussolini —a quien un padre izquierdista había bautizado así en homenaje a Benito Juárez— no había sido un socialista cualquiera, sino el conocidísimo líder de la facción radical del PSI y director del diario Avanti. No fue el rojipardismo una anecdótica filial del fascismo, sino su misma matriz. El imprescindible El nacimiento de la ideología fascista, de Sternhell, Asheri y Sznajder, nos habla de todo esto y nos explica otra cosa de la cual esta falta de formación nos hace asombrarnos: el fascismo, en sus primeros compases —mucho anteriores a 1917—, no fue una reacción —luego sí lo sería— al éxito de la izquierda obrera revolucionaria, sino, muy al contrario, a su fracaso; a la conciencia de que Marx había errado en sus profecías racionalistas sobre el final del capitalismo, y urgía repensar radicalmente su legado en un sentido antimaterialista.
También sabemos mucho, lo sabemos todo, del Tercer Reich, más interesante, por más cercano e inteligible, para la industria cinematográfica de un país de raíz anglosajona, donde la simpatía hacia el nazismo llegó a ser el fenómeno de masas que Philip Roth ucronizase en La conjura contra América. Poco, muy poco en cambio, del fascismo italiano, tratado casi siempre como un personaje secundario, un mero comparsa, del drama hitleriano. Más próximo culturalmente a nosotros, el mussolinianismo nos imparte sin embargo la lección, de interés evidente para un país como el nuestro, de un fascismo capaz de convivir y colaborar con la Monarquía, la Iglesia católica, la magistratura, todas las fuerzas vivas de las cuales, en inicio, decía perseguir la destrucción.
Sabemos, a mayor abundamiento, mucho del fascismo militar, pero poco del civil, y nada o casi nada del parlamentario; del tiempo en que el Partido Nacional Fascista y el NSDAP eran, no el partido único de un régimen totalitario, sino contendientes a elecciones a las cuales concurrían con propaganda electoral cuajada de fake news muy parecidas a las de los carteles de la alt right de nuestros días, y fueron los más tempranos y mejores entendedores de la potencia proselitista de un invento decisivo de su época: la radio.
Es uno de tantos paralelismos de nuestra era con aquella el de que sus nietos posmofascistas se revelen hoy como el movimiento que aprovecha con mayor sagacidad las posibilidades de Internet. De la apertura, por el Frente Nacional, de la primera página web de un partido político francés, en 1996, a la eficacia implacable de La Bestia, el algoritmo que impulsa el éxito del salvinismo en Italia, hay una historia de perspicacia tecnológica ante la cual nos precaveríamos mejor si conociéramos aquella otra: la del Joseph Goebbels que —como explica José Manuel Querol en su ensayo de inminente publicación El pueblo a escena—, «mientras el resto de líderes pronunciaban sus discursos retransmitidos por radio grabados en estudio, en silencio casi siempre, […] decidió filtrar el sonido ambiente del público que asistía al acto y que este fuera radiado».
Pero de todas las deformaciones que esta equívoca memoria antifascista audiovisual instila en nuestras mentes, hay una más peligrosa que ninguna otra: la que, a través del filtro romantizador o sublimador que es casi consustancial al Séptimo Arte, nos hace pensar algo así —y es un pensamiento muy extendido— como que si es grotesco, no es fascismo. Tampoco nació el nazismo vistiendo uniformes de Hugo Boss, ni encabezado por siniestros pero guapos y seductores amantes de la ópera. Una memoria correcta nos haría saber que la Marcha sobre Roma o el Putsch de la Cervecería resultaron tan bufonescos a sus contemporáneos como para nosotros lo son el asalto al Capitolio o las turbas voxistas y ayusistas. Rio en aquel entonces mejor quien rio el último. Hoy está en nuestras manos que la historia no se repita.