Hace años, en una entrevista radiofónica en Roma, afirmé que Berlusconi se había convertido en el payaso de Europa. En aquella época me parecía una anomalía bufa que hubiese llegado a ocupar el cargo de primer ministro un personaje tan ridículo, capaz de decir cualquier insensatez, multimillonario vociferante contra las élites, que tildaba de comunistas a los jueces que investigaban sus negocios sucios y sus estrechas relaciones con la mafia y con la logia masónica Propaganda Due. Mis amigos italianos no daban crédito y también creían que se trataba de un fenómeno pasajero que mostraba el punto más bajo de la política italiana. Que un político tan desvergonzado y tan obviamente corrupto –aunque aún no se conocían sus fiestas con menores– hubiese conseguido el favor de los votantes, solo parecía explicable por el hecho de que controlaba buena parte de los medios de comunicación.
Hace poco, Berlusconi ha anunciado que, a sus 85 años, con veinte juicios a sus espaldas, dos condenas y aún procesos pendientes, pretende presentarse como candidato a la presidencia de la República. Y hoy ni siquiera nos sorprende. Nos hemos acostumbrado a ver a personajes de la élite política y social presentarse como rebeldes frente al sistema, prometer el regreso a tiempos mejores, defender en público los valores que pisotean en privado, y enarbolar la bandera de la libertad individual y de la insolidaridad. También hemos visto como se saltan la ley sin que eso tenga repercusiones en su carrera política.
Digo que nos hemos acostumbrado, no que lo entendamos. Para eso puede servir un libro que he leído en los últimos días: ¿La rebeldía se volvió de derechas?, de Pablo Stefanoni (Siglo XXI/Clave intelectual, 2021). Stefanoni muestra los puntos de contacto, y también las fricciones, entre los grupos que componen ese espectro cada vez más amplio que va del populismo nacionalista y antiglobalizador al supremacismo blanco y del conservadurismo tradicional a la derecha alternativa.
De su análisis resaltaría que la identidad racial y nacional se está imponiendo como el hormigón que puede unir corrientes muy dispares y que explica que, por ejemplo, un gay o una lesbiana puedan sentirse atraídos por movimientos que hasta hace poco los rechazaban; o que por un lado merman sus derechos pero por otro coquetean con ellos y defienden su libertad frente a la intolerancia de grupos extranjeros, en particular los musulmanes. Ese discurso de defensa de lo propio contra la invasión de inmigrantes y capitalistas globales también sirve para captar a un sector obrero falto de referentes y de proyectos comunes.
No voy a destripar aquí este ensayo a la vez iluminador y descorazonador. Solo destacaré un tema que hasta ahora yo no entendía bien, o lo atribuía a la estupidez o mezquindad de esa extrema derecha que maneja las etiquetas con desvergüenza e impone el debate a partir del marco que crean con ellas: las acusaciones de comunismo a personajes tan dispares como una ministra efectivamente comunista, el Papa o cualquier defensor de derechos sociales y civiles.
Stefanoni explica cómo la idea de un «marxismo cultural» triunfante se usa para recuperar el espantajo del comunismo, muy debilitado tras la desintegración de la Unión Soviética. El argumento de fondo sería que ese «marxismo cultural» se ha ido imponiendo gracias a las élites intelectuales y económicas, anida en la socialdemocracia e incluso en algunos discursos liberales, se expresa mediante el lenguaje políticamente correcto que impide decir la verdad, y tiene su ejército en minorías como las feministas, el movimiento LGTBQI, los defensores del medio ambiente y de los derechos humanos. Por eso muchos ya no creen que «la libertad y la democracia sean compatibles». Sobre todo porque la democracia está supuestamente manipulada por una prensa al servicio de los oscuros intereses de los grandes capitalistas. Usar noticias falsas, bulos, ataques concertados en redes, sería la forma de defenderse contra ese régimen opresor.
Da igual señalar las contradicciones de esta argumentación –muy flagrante la de acusar de marxismo a la prensa, mayoritariamente en manos reaccionarias–. Quizá lo que importa es darse cuenta de que ese discurso, tomado punto por punto, puede parecer absurdo; pero en su conjunto articula una visión del mundo que apela al malestar y la rabia de millones de ciudadanos, a su desconfianza hacia el sistema, a su deseo de regresar a un mundo centrado en comunidades de miembros semejantes en los que había una seguridad que se ha perdido en la sociedad multicultural.
Digo que es importante entenderlo para que dejemos de hacer chistes y memes de cada disparate que proviene de esa derecha radical e insolidaria; la situación es seria. Y si la izquierda no es capaz de elaborar un discurso que pueda devolver la confianza y la esperanza en la acción política, sus ofertas puntuales de mejoras concretas servirán muy poco. Como se ve en lo escasamente que se reflejan en la intención de voto todas las medidas que ha tomado el Gobierno español de coalición.
El aumento del salario mínimo, los ERTE o la negociación de la reforma laboral, que benefician a millones de ciudadanos, seguirán perdiéndose bajo el ruido del pataleo si no van acompañadas de una propuesta amplia e incluyente, que abarque también a aquellos que se sienten parte de una mayoría dejada de lado y despreciada.
En palabras de Stefanoni: «…Estamos ante derechas que le disputan a la izquierda la capacidad de indignarse frente a la realidad y de proponer vías para transformarla». La izquierda ha mantenido su «capacidad de indignarse», pero no se atreve, no puede, no le dejan emprender la tarea de transformar la realidad, o incluso se ha convertido en fuerza conservadora –como en la Alemania de Schröder o en los últimos años de Felipe González–. Si eso no cambia radicalmente y se centra solo en las «guerras culturales», que nadie se sorprenda si el debate lo sigue marcando la derecha, mientras se va adueñando poco a poco del campo de batalla.