Hay cosas que parecen estar siempre en peligro. Las ballenas, los grandes bosques, la filosofía en los currículums educativos. Cada equis tiempo se pone de nuevo bajo los focos su inminente extinción y nos preguntamos: ¿pero otra vez, o todavía?
Con la filosofía está pasando estos días, entre líneas de la nueva ley de educación, la LOMLOE (más conocida como Ley Celáa), que se presenta como una restauración (con mejoras) de las condiciones anteriores a la llamada ley Wert, implantada por el PP en 2013. Pero, como denuncian quienes han vuelto a su vez a movilizarse para decir que #LaFilosofíaImporta, para esta materia no solo no se regresa a ese estado anterior, sino que se empeora. Con ello, el PSOE incumple lo que se había acordado en 2018 en la Comisión Permanente de Educación del Congreso de los Diputados, tras un proceso de trabajo con asociaciones y expertos.
En resumen, los recortes pasan esta vez por eliminar la asignatura de ética de 4º de ESO, y también la optativa de filosofía de ese mismo curso. Esta se sustituye por otra, denominada Educación en valores cívicos y éticos, cuyo contenido no es necesariamente filosófico y que pueden impartir docentes de otras especialidades. Y a la que, por otro lado, solo se reservan 35 horas, frente a las 65 de Economía y emprendimiento o las 140 de Religión —ambas también optativas—. Se convierte así en la asignatura con menos carga docente de toda la enseñanza secundaria, y con un sinsentido extra: se prevé que pueda impartirse en cualquiera de los cursos, entre 1º y 4º. “Obsérvese el valor formativo que a priori se le otorga cuando vale lo mismo para alumnos de 11 años que para 15”, como bien apunta la Asociación de Profesores de Filosofía de Madrid. En cuanto al Bachillerato, se recortan también las horas obligatorias, aunque con el subterfugio de que el total puede ser completado a decisión de cada comunidad autónoma. En esto como en todo, decir “haz lo que quieras” no suele ser señal de mucho interés por cuidar de algo.
Lo que ponen sobre la mesa los debates en torno a las leyes educativas es la pregunta acerca de en qué debe consistir la educación, de qué saberes queremos priorizar como sociedad. Hace tiempo que los currículos educativos, a todos los niveles, van dejándose impregnar por la idea de que la formación tiene que “ser útil”, “servir” para desenvolverse en el mundo que el estudiantado se encontrará más allá de las aulas. El problema es que las ideas de “utilidad” que se ponen en juego llevan consigo connotaciones de productividad y de beneficio que corresponden a un modo muy concreto de organizar el mundo, y que lo plantean como si no existiera otra opción. Así, se dan por obsoletos saberes que parecen lentos o improductivos en relación con los actuales ritmos del mundo. A lo mejor es precisamente estudiar filosofía lo que ayuda a entender que un argumento así es falaz. La educación no se adapta al mundo: contribuye de manera decisiva a decidir cómo se construye. Esas adaptaciones a un supuesto estado de cosas no son una conclusión sino una decisión.
Pero la escuela no tendría por qué ser territorio de lo que da rédito. Debería ser por el contrario un espacio —quizá el único que llegaremos a tener en la vida— en el que quepa lo que es bueno por sí mismo, y no por su productividad en términos económicos. La forma de utilidad de la filosofía es otra, una que limpia esa palabra de dinero y la llena de vida y de sentido. La filosofía ayuda a aprender a analizar la realidad y la propia existencia. Ayuda a aprender la duda, a ejercer la sospecha sobre lo que otras personas nos presentan como verdad. Ayuda a aprender a argumentar, a distinguir un razonamiento de una opinión, y un intento de tocar la verdad de una afirmación sesgada e interesada. Si en la enseñanza obligatoria y pública, que es la que democratiza el acceso al conocimiento, no hay un espacio para entrenar esas capacidades, habrá quien jamás tenga la posibilidad de ocupar un tiempo y una energía en ello. Mientras, sí que estará desde la infancia pensando en lo productivo, en lo útil en la peor de sus acepciones.
Relegar el pensamiento —como la cultura, como el arte— al territorio de lo ocioso y del privilegio que llega cuando lo demás está cubierto es también privatizarlo. Es reservarlo para quien se lo pueda permitir. Y eso no solo es injusto y cruel en términos de la riqueza de vida a la que todas las personas tenemos derecho, sino que además condiciona peligrosamente las respuestas que se acaben por dar a las preguntas fundamentales con las que organizamos el mundo.
A menudo escuchamos discursos apuntalados en otra trampa: la idea de que es necesario algo así como elegir entre lo científico-técnico y el pensamiento filosófico. Como si existiera una oposición entre ambos. Pero no es ya que esa elección sea innecesaria, es que es imposible. Hace falta la química, y también formas de filosofía que pueden argumentar que con la química se hagan más medicinas que bombas. Hace falta la economía, y también formas de filosofía que pueden argumentar para que se piense en ella desde la justicia social y no desde el expolio. Presentar los campos como contrapuestos no solo es falso: es un modo de resolver algunos debates de antemano.
Por eso, cada vez que la filosofía recibe una nueva estocada, resulta tentador pensar en términos de conspiración. Imaginar algo así como un acuerdo triunfante de todos esos poderes a los que no les conviene que el pensamiento crítico florezca. Pero la situación es incluso más triste: probablemente esto no es fruto de una operación, sino de un desprecio. Sin lobbys que la protejan ni concilios que la amparen, la filosofía lleva las de perder en un mundo con prisa y obsesionado por lo que da beneficio. Es siempre la traicionada, la que es vendida a cambio de alguna otra cosa que parece más urgente.
Como ocurre con las ballenas y los grandes bosques, las cíclicas alertas sobre la extinción de la filosofía en los currículums educativos son cantos de canario en la mina del rumbo por el que se despeña el mundo. Otra vez, todavía. Y cada vez con menos aire para seguir pudiendo respirar.