Entre el eructo del “Vete al médico” y el encontrarse en portada con un país en terapia, media un abismo. No es un hueco vacío, está repleto de gente. Personas tristes, con ataques de ansiedad cada vez más frecuentes y un malestar que nos devora, en el mejor de los casos solo un rato cada tarde.
Hablar de la salud mental está bien, igual que comentar cualquier otra enfermedad, porque al final hay bajas que no se dan y citas médicas que se despachan en tres minutos y medio por teléfono. Poner el foco en las enfermedades mentales es necesario. Tanto como lo es siempre romper el silencio. Lo que no funciona es generalizar ese dolor hasta convencernos de que es normal por habitual, por frecuente, por ser lo que toca.
Porque nos pasa, sí, pero no lo merecemos. Claro que estamos inmersas en una pandemia y una crisis climática y ahí vamos, adaptándonos, aprendiendo. El problema es que antes de eso ya habíamos asimilado como “normal” cronificar la tristeza, convivir con la angustia sin cuestionar el sistema que la provoca. La rabia llega cuando se nos manda a llorar a la llorería y de nuestras penas se hace -como de casi todo- un negocio con colorines para Instagram. El enfado se acrecienta cuando la doctora, sin ni siquiera conocernos, reconoce en nuestros vómitos diarios una señal clara de que necesitamos lorazepam cada noche y luego ya veremos. Cuando después en la visita a urgencias nos diagnostican gastritis, que no ansiedad, y dos úlceras por tomar pastillas antes de los 35 años.
Cuenta María Huertas Zarco en Nueve nombres la experiencia del Hospital Psiquiátrico de Bétera (Valencia), donde en 1974 llegaron más de doscientas mujeres trasladadas desde un manicomio. Las movieron sin darles previamente información, sin equipaje, sin autonomía, pero con mucha medicación. Llevaban años encerradas, deshumanizadas. Explica la psiquiatra, jefa de Servicio de Salud Mental del Departamento 09 de la Comunidad Valenciana desde 1986, que sus expedientes clínicos apenas contaban sus vidas durante la reclusión y la mayoría no indicaba la causa del internamiento. “Como medidas de su mejoría se fijaban en si ayudaban en la cocina, la limpieza y la costura, y en si se mostraban obedientes y dóciles. «Muestra cierto alivio porque ya cose. Progresa porque hace vainicas, ha aprendido a bordar. Ayuda en cocina, mejoría franca, ya sabe hacer magdalenas. Protesta, aumento de neurolépticos. Se enfada por todo, tanda de electroshocks»”
Claro que desde entonces han pasado años, pero el mecanismo no ha cambiado tanto: mientras somos funcionales somos válidas. Nos recetan ansiolíticos para poder dormir y por las mañanas consumimos los cafés necesarios para rendir durante el día. A partir de las cinco tenemos cuidado de no tomar más cafeína, por si acaso, antes de entrar al último curso de gestión emocional en horas de trabajo. Como si nuestras emociones cotizaran en bolsa. Como si nuestro cuerpo fuera una empresa. Consolidando la premisa, también normalizada, de que nuestra salud es un negocio. No es cuidado, es inversión.
Nadie duda de la validez de empezar a romper por fin el tabú de la enfermedad mental ni de reclamar una asistencia sanitaria global y pública. Reconocerse es imprescindible. Poner palabras es clave, pero también lo es lo que viene después. Una de las virtudes del feminismo es identificar nuestras inseguridades y malestares como algo colectivo. Detrás del “no te pasa por ser tú” hay toda una impugnación al sistema patriarcal. Por eso pica y molesta. Porque no frena al identificar lo habitual del machismo, sino que señala al sistema que lo provoca, a sus mecanismos. Claro que hay malestar, no es normal que lo haya.
No basta con saber que no somos culpables de las prisas, de la autoexigencia y la pena infinitas. Con lograr funcionar después del yoga, las pastillas o las terapias necesarias cuando no se señala la raíz. No es un malestar infundado, fruto único de la fragilidad o de vivir sin ser amebas. Es la enfermedad de intentar cumplir con las normas de un sistema que nos exige responsabilidad y cuidado mientras nos excluye cada vez más de derechos sociales y sanitarios.
Sin embargo, desde hace unos meses la salud mental ocupa columnas de opinión, reportajes y discursos políticos. Se descubren voces con cierta autoridad reconociendo que necesitan terapia, descanso. Ya no es tan raro encontrarse con una compañera ofreciéndote un lexatín a mitad de la mañana cuando el trabajo te supera. Lo habitual no es lo normal, si es que eso existe. ¿De qué van a servir la medicación y una terapia, más allá de aliviar los síntomas mientras no cambie el sistema? Tranquilitas. Estaremos más relajadas cuando toque. Dormiremos mejor. Acudiremos más descansadas a nuestros quehaceres, tal vez con menos culpa por saber que no somos las únicas que no podemos más. Pero que no nos digan que es normal.