Algo va mal cuando las jóvenes miramos al pasado como una arcadia romantizada, lo reinterpretamos constantemente mientras el futuro nos alcanza sin esperanza y lo vemos como una distopía. No estamos creando presente con el que sentirnos identificados, solo vías para escapar de él. No nos permiten disfrutar nuestras vidas. No gozamos de un descanso digno. No tenemos tiempo libre, sufrimos el tener que conformarnos con un ocio deshumanizante y dedicado al consumo.
Los últimos tiempos desvelan una realidad desconsoladora: las nuevas generaciones no tenemos horizontes de futuro a los que aferrarnos. Hay un desinterés por parte de los poderes políticos de encontrar solución a las crisis cíclicas, y las tasas de enfermedad y malestar psicológico no dejan de aumentar entre la gente joven mientras se criminaliza a una sociedad que busca cualquier vía para evadirse de los ritmos frenéticos que se le imponen. No hay una forma sana de ocio posible, y es el sistema productivo actual el que genera esa contradicción.
Decía el filósofo Marcuse que a una sociedad libre le corresponde un tiempo libre, y a una sociedad represiva, un tiempo de ocio. El sistema ha agotado completamente el modelo de descanso y tiempo libre. Solo hay salidas individuales y consumistas de gastar o invertir las horas, no hay tiempo libre porque no existe libertad. Vivimos con un deseo condicionado, recursos limitados y predisposición a consumir. Nuestro consumo es rastreado: vemos nuestros anuncios diseñados con algoritmos cada vez más complejos para decidir a qué debemos aspirar y en qué fijarnos. La manera en la que comemos, amamos, nos comunicamos y descansamos está determinada por los ritmos de vida capitalista. Confirmamos una vez más que es el ser el que determina la conciencia, como dice Marx, y no al revés. Es el mercado y el conjunto de fuerzas productivas el que hace que hoy nos encontremos en estos ritmos.
Además de proyectarnos hacia un ocio consumista y alienante en todas las posibilidades, vemos otro problema: cuando la juventud busca alternativas más baratas –no por ello menos enajenantes– frente a la privatización de ciertos servicios, se critica. Un ejemplo claro de esto es el botellón frente a los 20 euros por una entrada de discoteca. Porque lo que en última instancia se desea no es criticar la deriva alienante y deshumanizadora, sino la criminalización del bajo consumo o aporte al sistema capitalista. Molesta que desarrollemos formas de socializar distintas y que ocupen el espacio público, fuera del ocio privado y excluyente a los y las jóvenes de clase obrera.
Cada vez se privatiza y se fetichiza hasta el ridículo cada parte de lo que somos y de nuestra vida en comunidad. Se ha conseguido hacer de todos nuestros rincones un producto, pasar cualquier actividad del ser humano por las lógicas del mercado y el capital. Ya no hay tiempo libre; en primer lugar, porque nunca se deja de consumir por una exposición incesante a estímulos que nos hacen gastar y, además, porque no se deja de trabajar, aun sin sentirnos identificados con el fruto de nuestro trabajo, si es que nos queda tiempo libre tras el trabajo o el estudio. Un tiempo ocupado que no remite exclusivamente al horario de la jornada, sino también a lo dedicado a los cuidados productivos, el tiempo de transporte por la deslocalización, preparación y mantenimiento de ese oficio.
No tenemos tiempo libre, porque no hay opción a aburrirnos, a ser completamente perezosas y decidir cómo romper esa pereza. En todo caso, es un aburrimiento por estar quemadas, una depresión, una inmovilidad ansiosa, un agobio que entumece, pero no por carencia de estímulos o indecisión. Sabemos muy bien cuánto queremos hacer, producir, comprar, opinar, adquirir. Tanto que quizá ese sea el problema. No disponemos de tiempo para vivir, solo de tiempo abstracto dedicado al trabajo y al consumo en el mercado. Únicamente vivimos para ser una pieza más en la rueda del sistema que se quema hasta que deja de ser útil, enferma y se retira. Trabajamos para tener más dinero que gastar en más cosas que nos permitan disfrutar más en nuestro ocio, pero no hay un tiempo libre, no se consuma ninguna actividad, nada es suficiente, necesitamos siempre ser mejores, más efectivos, siempre más. Es una espiral tramposa de la que no se consigue salir.
Respecto a la producción en el ocio, se nos ha conseguido convencer de que es empoderante ofrecer para consumo ajeno todo producto propio. Esto puede apreciarse claramente en fenómenos como la hipersexualización, el “ser nuestro propio jefe” o los nuevos trabajos en redes. ¡Ni siquiera podemos permitirnos tener un hobbie! No se puede disfrutar algo aunque seamos malas en ello. Se exige una alta profesionalización en cualquier actividad, no se hacen cosas por gusto. Tenemos que ser las mejores para dedicarnos a ello o poder vender ese acto como producto, y no solo como trabajo asalariado remunerado: pensemos en hacer pasteles y hacernos una cuenta de Instagram para subirlos.
No estamos recibiendo un salario por ello, pero sigue siendo un producto audiovisual que sentimos la necesidad de presentar. No hacemos pasteles sin un motivo, por mero gusto, “porque me mola ese ratito pa’ mí en la cocina”. Necesitamos subir cosas a Internet para hacer de cada una de nuestras experiencias mercancía para el resto, y acabamos incluso comprometiéndonos con cosas o haciendo actividades con el único fin de poder demostrarlo como producto en redes sociales. Tenemos que ser las putas genias de la repostería, compartir una reseña de la última película que hemos visto para que todos sepan lo buenos críticos de cine que somos y quieran verla. Expertas en todo para demostrar que tenemos una opinión, que podemos producir contenido. Con esto se proyecta un modelo de éxito, cultura del esfuerzo y competitividad realmente falso y que no se basa en la meritocracia. Se sigue alcanzando el éxito por unas condiciones socioeconómicas mejores, o un capital social o erótico superior. Lo mismo de siempre.
Fijémonos también en que se ha destruido todo el entramado urbanístico, instalaciones y recursos de asociación popular y reunión que quedaban: no se fomentan los vínculos, las comunidades, los espacios de reflexión en conjunto. No hay un diseño político que apueste por juntarnos, al contrario, nos quieren atomizadas –¿y por qué será, qué temen?–. Por si esto fuera poco, estamos ante una tecnología que individualiza. No es un problema de la innovación en sí –no pretendemos ser neoluditas ni sonar un tanto boomer, la tecnología puede ser un maravilloso invento–, sino de la ideología detrás de sus servicios.
El plan tecnológico está desarrollado para consumir y destruir los vínculos humanos y comunales. El ocio no tiene sentido por sí mismo, exclusivamente lo tiene dependiendo de las relaciones de consumo del sistema. No paramos de consumir y producir para que otros consuman, pero no tenemos momento de crear para disfrutar o descansar con nuestra actividad. No escuchamos para interesarnos, no cuidamos porque amemos, no dedicamos atención porque deseemos. Nos han metido en una cadena veloz de consumo-producción que ni siquiera nos permite parar a pensar. Si no estamos a la altura de las demandas de trabajo, producción y ritmos del sistema, estamos enfermas. Y si estamos enfermas, se nos patologiza y se pone a nuestra disposición una solución rápida: medicarnos o encerrarnos para no molestar.
¿Qué podemos hacer al respecto? Apostar por la vuelta a la comunidad. Ante posibles adicciones, aislamientos o demás problemas psicológicos o socioeconómicos derivados de este modelo de consumo se suele plantear una respuesta individual. Pero como ya sabemos, ni es un problema individual, ni tiene una solución individual. Debemos reivindicar espacios comunitarios al máximo y autoorganizarnos contra la imposición de la privatización y consumo. Hay que primar concienciación sobre este asunto, la participación en comunidades, asociaciones vecinales, centros sociales, organizaciones políticas, academias populares, sindicatos obreros y estudiantiles.
Aparte de construir estas estructuras que organicen la rabia y cambien lo establecido, podemos exigir medios económicos y recursos en el corto plazo que mejoren mientras tanto nuestras condiciones materiales: pedir medios para que se pueda trabajar de nuevo en proyectos populares, espacios públicos y asistencia gratuita que ayude a quienes sufren las peores consecuencias de este entramado. Reclamar un sistema de salud mental público de calidad. Luchar contra la imposición de estos modelos de ocio, juegos de azar, plataformas que fomenten la hipersexualización de los cuerpos (páginas porno, Onlyfans, Grinder, Tinder…). Dejar de normalizar este consumo, combatirlo y buscar alternativas.
No vale que nos quedemos aquí, porque estas medidas cortoplacistas serían un mero parche a un problema que debe atacarse de raíz. Necesitamos enfocar otras opciones de ocio que, aunque no consigan de momento ser “verdadero tiempo libre”, permitan que el pueblo tome conciencia. Porque seguimos encadenadas, pero si conseguimos crear noción de que lo estamos, si desvelamos el armatoste que nos rodea, conseguiremos movernos. Y cuando nos movamos, sentiremos las cadenas, que son lo último que nos queda por perder, porque ya lo hemos perdido todo. Porque juegan con nosotras, pero hacen creer que somos nosotras las que jugamos.