Siempre que reflexiono sobre la presidenta de la Comunidad de Madrid como el fenómeno comunicativo y político que es, me surge de manera natural hacerlo a la luz de Lauren Berlant, teórica queer y crítica cultural, autora de, entre otros textos, El optimismo cruel. Bajo esa denominación, Berlant nombró aquellas dinámicas psíquicas o estructurales que hacen que las personas nos inclinemos hacia objetos, seres o proyectos que en realidad nos dañan y nos debilitan.
La devoción del electorado madrileño por la presidenta más autoritaria, displicente, macarra y desacomplejadamente estólida en veinticinco años de régimen popular, es el resultado de la activación de ese mecanismo. Su hacedor y principal operario es –como todo el mundo sabe, aunque algunos tardaron bastante en darse cuenta– Miguel Ángel Rodríguez, maestro de la comunicación que ha encontrado en Ayuso a una criatura a la medida de sus ambiciones; del mismo modo que ella ha debido de hallar en él a un mentor capaz de proporcionarle los superpoderes con los que la presidenta espera –y probablemente consiga– dar el salto a la política nacional sin despeinarse el rizo que cultiva desde este verano.
Por cierto, el pelo rizado trasmite juventud y dinamismo, favorece y proporciona un toque de rebeldía. La derecha audaz, rebelde y sin complejos tiene su sede en Madrid y lleva nombre de reina. No se puede molar más.
Y es que la entente empresarial de Miguel Ángel Rodríguez e Isabel Díaz Ayuso ha parido un artefacto político voraz e imparable para una época política que premia el fraude, el individualismo feroz y la medianía. Ayuso no desaprovecha ni ocurrencias ni insensateces. Puedo imaginar a Rodríguez aconsejando: “Tú no filtres, Isabel, que todo es bueno para el convento; lo importante es que hablen de ti, que te conozcan, que sepan que tú puedes”.
Y la presidenta, de natural obediente –la escuela privada y religiosa inculca obediencia conventual– se desmelena. Cada vez que pronuncia una de sus provocaciones o necedades parece concluir con un ¿y qué?, ¿acaso no puedo yo decir o hacer esta formidable majadería simplemente porque quiero? Lo que no es sino la contraparte de querer por pura potencia, es decir, querer por poder. A Isabel Díaz Ayuso le gusta muchísimo el poder; tenerlo, exhibirse teniéndolo. A Isabel Díaz Ayuso le encanta –y le erotiza; se nota– ser presidenta.
Cada ataque a la líder de la oposición –Mónica García, de Más Madrid– es un acto de potencia, de prepotencia. A García ha llegado a afearle hasta el peinado. Ayuso puede llevar el pelo arreglado, García, por lo visto, no puede. La presidenta no duda en mostrarse, con especial insistencia en la asamblea de Madrid, como la matona de la clase, la más popular (ups), aquella a la que todas las demás temen, envidian y adoran. Ella es presidenta y Mónica García no. Ella puede, Mónica García no puede. García será madre y médico –Ayuso también le afea a la política de Más Madrid estos atributos– pero la presidenta es ella y García una advenediza que perrea. Ja.
La falta de empatía es la otra cara de la moneda de esta personalidad narcisista centrada en el poder y un tanto robotizada. En sus propias palabras: “No gestiono emociones”. No precisó, cuando hizo estas declaraciones, que solo se ocupa de las que ella misma provoca. Esas sí las gestiona, por cierto, con solvencia. En realidad la presidenta de Madrid, que ni presupuesto ha aprobado a estas alturas de la legislatura –ni lo hizo tampoco en la anterior– no se dedica a ninguna otra cosa. Todo este despliegue de desfachatez provoca una suerte de optimismo en un electorado embelesado y seducido con la idea de que si ella puede, tal vez ellos también puedan. Isabel Díaz Ayuso es, sobre todo, un artefacto político aspiracional. Votarla es querer –en cierta medida– ser como ella. Pero nadie puede ser como ella, que es la única y la mejor («Mónica, qué haces arreglándote el pelo; quién te crees que eres”), por lo que sus maneras autoritarias son desvitalizadoras de la democracia que es un sistema en el que todos y todas deberíamos poder… No digamos nada de su proyecto, tan alejado de las necesidades y los intereses de las mayorías sociales. El proyecto político del régimen popular en Madrid es dañino por fraudulento, y es cruel.
Utilicé la idea berlantiana del optimismo cruel en un artículo anterior para explicar la apabullante victoria de Ayuso en las últimas elecciones autonómicas, convocadas todavía en pandemia, y escenificadas como un rito sacralizador de su figura, que pasó así a encarnar la culminación –y hasta cierto punto la rectificación necesaria– del régimen popular en Madrid. Conclusión rotunda de veinticinco años de corrupción, de expolio y desmantelamiento de lo público en aras de la consolidación de un proyecto en virtud del cual Madrid devendrá en centro logístico mundial; territorio para el negocio de grandes multinacionales, fondos buitre, amigos pasados, presentes y futuros. Los Kike Sarasola y Nacho Cano “de toda la vida”.
Para una parte nada desdeñable de la ciudadanía, Madrid ha comenzado a adquirir tintes arenosos; el desánimo cunde y solo un inconfesable rayo de esperanza ilumina este horizonte tan ocre. Si Ayuso aniquila a Pablo Casado y logra imponer su candidatura al frente del PP en las próximas generales, las ciudadanas de Madrid descansaremos un poco, tal vez tendremos un respiro. Tal vez Telemadrid vuelva a ser la tele de todos y todas; tal vez se reabran los centros de atención primaria que permanecen cerrados; quizá se activen los protocolos que hagan posible que las madrileñas puedan acudir a abortar a la pública; tal vez se impulsen políticas culturales participadas, incluyentes y democráticas; quizás…
Claro que, ¿y si Ayuso ganara unas generales? En el mundo Ayuso que Miguel Ángel Rodríguez ha diseñado y la presidenta habita con gracia todo está atado y bien atado. Quiero proyección internacional, pues me cago en el indigenismo –»lo importante es que hablen de ti, Isabel”– y, de paso, invoco a Hernán Cortes, con lo que preparo el camino hacia el lema de la campaña que está por llegar: necesitamos que España sea grande otra vez y con Isabel, que entronca con la tradición imperial española hasta en el nombre, seguro que vamos a conseguirlo. Aparta, Abascal, entierra de una vez a Blas de Lezo. Nuestro pasado imperial lleva nombre de mujer y nuestro futuro, también. España pronto tendrá a su reina. ¡Ay!
Objetaréis que Ayuso no se ha candidatado todavía. Pensaréis que me columpio. Tenéis razón. Y sin embargo, algunas sentimos que aquí hay “una situación”.
En un texto publicado en 2008, Lauren Berlant describe una situación como “un estado de cosas en las que algo que quizá importe en el futuro se está desarrollando en medio del habitual discurrir de la vida”*. Isabel Díaz Ayuso vuelve de su gira norteamericana –donde ha celebrado dos meriendas con fondos buitre y alguna rueda de prensa con medios españoles– directa a la Convención Nacional de su partido. Y lo hace cargando un portfolio lleno de fotos suyas en las que camina con aire resuelto y despreocupado, elegantemente ataviada, rizo alegre al viento por las calles de una ciudad norteamericana, que bien podría ser San Sebastián de los Reyes, porque Madrid es España dentro de España.
*Thinking about Feeling Historical, Emotion, Space and Society 1 (1), 2008
Quiero dar las gracias a la escritora Silvia Nanclares por hacerme reparar en el “curly” de la presidenta.