¡Intolerable! Proclaman las patronales ante el modesto aumento del salario mínimo acordado por el gobierno y los sindicatos mayoritarios. Dicho aumento supondrá, aseguran, una sustancial destrucción de empleo y una menor creación de puestos de trabajo entre los trabajadores de menor cualificación.
Propongo que ampliemos el foco con el que contemplamos este asunto para ganar perspectiva y entrar en el debate por otra puerta. Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) -que agrupa a las economías más ricas-, los impuestos pagados por las corporaciones no han dejado de reducirse en las últimas décadas. Esta organización ofrece información estadística desde el 2000. Pues bien, entre ese año y el 2020 el gravamen sobre los beneficios corporativos se ha recortado en todos los países, sin ninguna excepción. En el caso del Estado español, la reducción ha sido de 10 puntos porcentuales, hasta situar el tipo medio en el 25%.
Ya se sabe que el impuesto efectivo, el realmente liquidado ante la administración tributaria después de aplicar las numerosas exenciones y deducciones, es mucho menor; se sitúa claramente por debajo del 10%. Añadamos a todo esto las diferentes medidas de ingeniería fiscal, como por ejemplo los precios de transferencia en el comercio intrafirma, cuyo objetivo es que los beneficios aparezcan contablemente en los países que tienen impuestos más bajos o, simplemente, en los paraísos fiscales.
¿Alguna declaración de las patronales al respecto? ¿Algún signo de preocupación sobre las adversas consecuencias que esta evolución puede tener sobre las economías afectadas? Tan solo se escucha el tramposo y falso discurso de siempre de que los beneficios de las empresas se convierten en inversión productiva y esta en empleo.
Estamos hablando de muchísimo dinero que, si las corporaciones no se hubieran entregado a la muy fatigosa tarea de presionar sobre las instituciones para aminorar la carga impositiva y a eludir sus obligaciones con argucias contables, se habría traducido en un plus de ingresos para las administraciones públicas. Ingresos que podrían haberse destinado a financiar las políticas sociales, a combatir la exclusión social y la precariedad.
Las patronales que se han puesto en pie de guerra por la subida del salario mínimo tampoco reparan, claro, en que una parte importante del empleo generado en la economía española -y en el resto de economías europeas- recibe unas remuneraciones que se encuentran por debajo del umbral de la pobreza. Según la Oficina Estadística de la Unión Europea (Eurostat), en 2019, último año para el que ofrece información, había en nuestro país cerca de 2,5 millones de trabajadores en esta situación, el 12,8% del total. Es evidente que el aumento del salario mínimo contribuye (repito que modestamente) a mejorar su situación.
Sueldos extremadamente bajos, con los que no se cubren las necesidades más básicas, lo que cuestiona la idea -mil veces repetida desde las filas de la economía convencional, pero radicalmente falsa- de que el empleo es la ruta a seguir para salir de la pobreza.
Pero no se trata sólo de los “working poors”. Las retribuciones de muchos trabajadores están congeladas o, en el mejor de los casos, crecen levemente, desde luego por debajo de la productividad, lo que explica que, tendencialmente, la participación de los salarios en la renta nacional se haya reducido.
Para tener una visión más amplia y precisa de su evolución hay que tener en cuenta que muchos trabajadores se ven en la obligación, si quieren conservar su empleo, de realizar horas extraordinarias, pagadas o no pagadas. Según el Instituto Nacional de Estadística, en el cuarto trimestre de 2020 se hicieron cerca de 6 millones de estas horas, de las cuales el 46% fueron a beneficio de inventario, esto es, salieron gratis para la empresa; no así para la sociedad, pues no se abonaron las correspondientes cotizaciones sociales. Hay que añadir, asimismo, que los trabajadores están sometidos a una continua presión para trabajar más en el mismo tiempo. Teniendo todo lo anterior en cuenta, la evolución de los salarios ha sido mucho peor de lo que figura en las estadísticas.
Nada de esto importa, las patronales a lo suyo, a denunciar la ¡catástrofe! que representa añadir 15 euros mensuales al salario mínimo.
Lo denuncian sus dirigentes, que forman parte de una casta de privilegiados. Además de los textos de Oxfam referidos a las escandalosas retribuciones de las élites empresariales, recomiendo al lector la lectura de un informe publicado por la Comisión Nacional del Mercado de Valores sobre las remuneraciones de los consejeros de las sociedades cotizada. El texto aporta datos sobre los ingresos de los consejeros de las 126 sociedades cotizadas en bolsa. No tiene desperdicio. Algunos ejemplos: los consejeros que han desempeñado su cargo durante todo el ejercicio (se refiere a 2020) han percibido cada uno de ellos 374.000 euros; en las sociedades del IBEX, la retribución media de los presidentes ejecutivos fue de 6,1 millones y la de los consejeros delegados alcanzó los 3,3 millones; el resto de los consejeros ejecutivos ha percibido 1,5 millones per capita. Toda la información va en la misma dirección.
Retribuciones extravagantes e injustificadas, siempre, pero sobre todo en momentos de crisis cuando continuamente se hacen llamamientos al esfuerzo de todos y a que nadie se quede atrás. ¿Cómo es posible que se tolere una situación tan lacerante de desigualdad? ¿Por qué un gobierno que se reclama progresista no exige contención en las retribuciones de los ejecutivos y altos directivos de las grandes empresas? ¿Por qué no se impone al respecto una estricta condicionalidad a la hora de recibir fondos públicos?
Preguntas sin respuesta.
Pero hay mucho más que una posición indecente ante la decisión de aumentar el salario mínimo. La batalla es de mucho mayor calado.
En lo económico, el mensaje, nada sutil, es que la creación de empleo y su mantenimiento, la recuperación y consolidación del crecimiento obligan a que los trabajadores acepten la moderación salarial y las reformas laborales que la facilitan. Y en lo político la batalla es clara: hay que debilitar a este gobierno para encarar las próximas elecciones con posibilidades. En eso están las derechas y los poderes económicos y mediáticos; en ese tablero de juego también se han instalado las patronales.
Fernando Luengo Escalonilla es economista