La historia de Telefónica es, tomando el nombre de su Fundación, el Telos del desarrollo tecnológico en España. Tras acarrear más de un siglo de retraso científico y una fuerte dependencia de bienes de equipo y patentes con respecto a las potencias europeas, los artífices del franquismo decretaron que la mejor forma de espolear la modernización del país era vincular las industrias estratégicas al grupo de tecnócratas encargados de las políticas autárquicas. Además, el resultante monopolio fue concebido de manera harto estrecha a los planes imperiales de Estados Unidos.
Durante las décadas posteriores, embaucados por las ideas de liberalización de la economía procedentes de los mismos dirigentes yankis, el Partido Socialista inició la venta de activos estatales de la compañía. En pocos años, gracias a la ayuda de un extraño vehículo diplomático que fue desde la Corona hasta los burócratas de Felipe González y los paladines neocon de José María Aznar, esta firma logró colonizar buena parte de América Latina y crear una multinacional altamente competitiva en el mercado comunitario. En la actualidad, Telefónica ha perdido peso en buena parte de sus mercados extranjeros, a excepción de Brasil, Alemania y Reino Unido, e –incapaz de liderar la revolución digital que viene de Estados Unidos y China– ha iniciado su propia transición hacia convertirse en una empresa tecnológica, una plataforma del siglo XXI, como presume su Presidente Ejecutivo, José María Álvarez-Pallete, que hace de intermediaria entre el mercado español y las firmas extranjeras. En suma, la incapacidad de Telefónica para controlar las infraestructuras clave del país expresa el subdesarrollo digital español.
Cuestionar el rol de esta empresa en la reforma neoliberal del Estado y la manera en que dirige sus actuaciones puede servir para comprender el poder corporativo, pero no debiera quedarse en este punto, sino ofrecer respuestas a cómo repensar las infraestructuras tecnológicas y el Estado en este particular momento histórico. No caben muchos trucos lingüísticos: las plataformas que controlan nuestros comportamientos y actos humanos no pueden estar controladas por empresas privadas que sustituyen los derechos democráticos por servicios privados. La cuestión es si todas las innovaciones tecnológicas se rentabilizan con el fin de acumular beneficios para los accionistas de Telefónica (entre ellos, Blackrock) o se distribuyen de una forma distinta al mercado. Dado que la respuesta progresista apunta hacia una suerte de ruptura del poder corporativo de esta empresas de telecomunicaciones, debemos inspeccionar la mejor de las opciones para que la política haga acto de presencia y ponga fin a una suerte de gobernanza neoliberal a través de licitaciones.
¿Ha muerto el paradigma de la nacionalización?
Hasta el momento, el paradigma de la nacionalización ha monopolizado la reflexión sobre las alternativas de izquierdas al poder del mercado. Algunos experimentos en América Latina llevan décadas tratando de revertir la privatización de los servicios esenciales como el agua, la electricidad, y también las telecomunicaciones, acaecidos a partir 1990 debido a los programas de ajuste estructural que impusieron instituciones como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. En Argentina, el Gobierno de Néstor Kirchner renacionalizó la empresa francesa de telecomunicaciones Thales Spectrum SA en 2004, alegando una falta de inversiones, el incumplimiento del pago de los cánones acordados con el Gobierno y el registro de beneficios por encima de los límites fijados en el contrato. El uso de esta herramienta en el ámbito de las telecomunicaciones también tuvo lugar en Bolivia cuando Evo Morales anunció la nacionalización de la Empresa Nacional de Telecomunicaciones (controlada por Telecom) en 2007. En ese mismo año, el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, anunció la nacionalización de la principal empresa de telecomunicaciones del país y el mayor grupo privado de energía.
Estas iniciativas han llegado a Europa de manera reciente. Durante la última campaña electoral, fatídica para los laboristas, Jeremy Corbyn prometió que todos los hogares y empresas del Reino Unido tendrían banda ancha de fibra completa gratuita para 2030. La propuesta se enfocó hacia la nacionalización del brazo de red de línea fija del mayor proveedor de telefonía móvil y banda ancha del país (BT), así como partes de BT Technology, BT Enterprise y BT Consumer para crear un servicio público de “banda ancha británica”. También propuso hacer tratos con Virgin Media, entre otros, para garantizar la alta velocidad de las redes públicas. Estas propuestas se encontraban respaldadas por toda una serie de informes estratégicos publicados por el think tank progresista Common Wealth, donde se demostraba empíricamente que “las nuevas formas de propiedad democrática son de sentido común” y que el objetivo político debe ser “liberar el potencial de la plataforma para conectarse, comunicarse y coordinarse de manera distinta a las lógicas de propiedad corporativa concentrada y maximización de ganancias”.
La enseñanza de esta última aproximación respecto a las acaecidas con los Gobiernos latinoamericanos es que la nacionalización o propiedad pública de una compañía, la colectivización y, en general, la intervención del Estado en una economía caracterizada por una enorme cantidad de datos, debe realizarse de manera cuidadosa para evitar la centralización del poder. También que se debe repensar las plataformas actuales para descentralizar el acceso a los avances tecnológicos y democratizar la propiedad de la infraestructura y los recursos que la componen. Desde luego, este es un enfoque distinto al de Alemania o Francia, quienes han defendido esta medida política como método de protección para sus empresas nacionales si el impacto del coronavirus se descontrolaba.
Telefónica, hacia una meta-plataforma inclusiva
En España, con un acceso a fibra notablemente superior a otros países, en parte debido a la inversión pública y privada, podría irse mucho más allá de ofrecer telefonía móvil, banda ancha, TV digital y WiFi gratuito o, al menos, a un coste para el ciudadano muy inferior al que fija la empresa, y además expandir la cobertura a lugares de la periferia del país. No obstante, estos serían servicios digitales mínimos dado el actual desarrollo tecnológico, cuya provisión puede ofrecerse fácilmente eliminando el criterio comercial que rige el acceso a la infraestructura de Telefónica. La cuestión es si se quiere una empresa pública nacionalizada y un Estado fuerte que la dirija, en general, a través de una burocracia alejada de las necesidades de las estructuras sociales, o si en su lugar se tratan de imaginar otras alternativas que faciliten la coordinación entre los distintos estratos, un tipo de planificación económica distinta a la del sistema de precios y una participación política más directa.
También si las plataformas pueden servir para institucionalizar a nivel de Estado alguna de las innovaciones más importantes que están teniendo lugar en el ámbito de las tecnologías digitales al margen de los mercados. Esto es, aquellas iniciativas con fines sociales que no han sido desarrolladas debido a que no son rentables para capitales de riesgo, fondos de inversión o fondos soberanos, es decir, porque se tratan de aplicaciones tecnológicas con un fin distinto al de extraer datos y monetizar el comportamiento de los consumidores. Desde luego, ello implicaría ir más allá de las salidas de izquierda ensayadas hasta el momento e imaginar cómo aprovechar todo el potencial tecnológico que ha desarrollado Telefónica. Esta debiera entenderse como una meta-plataforma pública, parte de un sistema operativo al servicio de las instituciones públicas, e incluso futuros sectores industriales compuestos por empresas cooperativas, donde germinen todo tipo de aplicaciones públicas regidas por leyes estrictas de propiedad común de los datos y donde cada ciudadano puede escoger qué parte de su información -e incluso de los recursos públicos- se utilizan para desarrollar determinados servicios públicos.
Por ejemplo, gracias a sus alianzas con Netflix u otros grandes proveedores que monopolizan la cultural de masas, Telefónica ofrece a través de Movistar Zero una larga lista de series, películas u otras producciones audiovisuales. Al mismo tiempo, la Fundación Telefónica financia a creadores de contenido y conocimiento (también llamados artistas o intelectuales) que no trabajan en alterar el sistema, sino en adaptarse a él vendiendo sus productos a las empresas mejor posicionadas en el mercado literario, mediático, o del espectáctulo. Una imaginación antisistémica y radical podría dar lugar a que esa plataforma digital, la cual Telefónica y unos tecnócratas han privatizado, se colocara al servicio de los circuitos culturales locales. Por ejemplo, creando una suerte de Netflix popular (al más estilo Filmin) donde desarrolladores y programadores sustentados por industrias públicas pudieran crear todo tipo de aplicaciones que provean servicios intensivos en conocimiento a los productores cinematográficos independientes a fin de que florezca una producción artística liberada de los grilletes del mercado. Este sería uno de tantos servicios públicos, e iría más allá de descuentos familiares para usar Netflix.
En efecto, esta lógica podría ampliarse a otros muchos ámbitos. Por ejemplo, en lugar de servicios streaming de pago, podrían existir archivos de música experimental que usen las herramientas digitales de composición más avanzadas y amplíen la capacidad tecnológica de las bandas, en lugar de ponerlas a competir en una plataforma como Spotify. Eso no es innovación, sino todo lo contrario, pues confina toda imaginación en una aplicación pensada únicamente para hacer pagar a los usuarios. Lo mismo podría decirse de series, películas o documentales con un alto contenido pedagógico (haciendo uso o incluso desarrollando herramientas de código abierto a fin de hacerlo asequible a colegios y universidades), programas diseñados para educar a los ciudadanos en los valores del altruismo y la justicia ambiental, o toda una serie de artes encaminadas a observar la realidad que nos ocultan los algoritmos diseñados por los capitalistas para capturar nuestra atención. ¿De qué sirven programas humorísticos donde un oligopolio de payasos nos hace un poco más digerible la realidad y nos ayuda a adaptarnos a ella? ¿No es eso una forma de sumirnos en la más absoluta ignorancia sobre el mundo que nos rodea?
Una plataforma de este calibre podría servir como intermediaria para otros experimentos públicos. Digamos que, en la actualidad, Telefónica explota las infraestructuras de Silicon Valley para sobrevivir en el mercado digital global. A este respecto, Telefónica trabaja con Microsoft para vender licencias más baratas a pymes, así como con esta empresa, Google y Amazon a fin de alquilar los servicios en la nube de estas compañías a los clientes de Telefónica. Además de centralizar los beneficios en los accionistas de la compañía, esta aproximación evita la creación de alternativas que puedan ofrecer capacidades computacionales no ya a empresas (o cooperativas), sino a todas las instituciones del estado del bienestar que llevan décadas sufriendo infrafinanciación, como hospitales y colegios, o bibliotecas y universidades ¿Por qué no existen plataformas alternativas no comerciales donde puedan florecer soluciones para problemas sociales como el cambio climático, ideas para repensar nuestras instituciones políticas de manera menos burocráticas o simplemente arte y cultura para disfrutar de nuestro tiempo de ocio? En este sentido, iniciativas como legislar el cannabis y reducir la semana laboral parecen más una forma humanista de lidiar con el capitalismo que una utopía emancipatoria.
Las propuestas descritas podrían terminar con el arte del gobierno neoliberal, siendo Telefónica quien ofrece estos servicios al Estado a través de licitaciones, y poner al servicio de las instituciones a buena parte de los programadores, desarrolladores, científicos de datos y demás cargos altamente técnicos que en este momento trabajan de una aburrida y poca creativa cadena de producción orientada meramente al lucro de unos cuantos hombres de negocio. Para ello, no sería necesario aumentar la burocracia del Estado per se, sino colocar a la inteligencia técnica de muchas empresas, junto a la procedentes de movimientos sociales (que trabaja a tiempo ultra reducido debido a sus otros deberes en el sector privado), al servicio de una infraestructura pública. En último término, esta plataforma sería dependiente del Estado, entendido este como garante último de las libertades y derechos, aunque las capacidades computacionales estarían descentralizadas y podrían permear entre organizaciones políticas dispares y geografías tan pequeñas como las de una ciudad o un barrio .
¿Y qué hay de la vida en sociedad? No es posible desarrollar una herramienta como un motor de búsqueda, algo así como una red social e incluso una nube o cualquier innovación no orientada hacia el mercado si una empresa privada impone que las únicas formas de acceder a la tecnología sea a través de otras firmas capitalistas con las que han firmado unos cuantos acuerdos. ¿No es acaso una muestra absoluta de la irracionalidad de capitalistas como Telefónica el intentar que la sociedad española se relacione a través de Tuenti, una anquilosada red social en la que la firma desembolsó docenas de millones para competir contra Facebook? Podrían desarrollarse sistemas mucho más eficientes, baratos y efectivos que unan a los ciudadanos en base a sus problemas cotidianos, como la vivienda o la pobreza energética, para formar asociaciones sociales de distinta índole que hagan uso de toda su creatividad, organización colectiva y solidaridad para progresar como sociedad. Sin duda, fomentar el activismo sería un uso bastante adecuado para todos esos lujosos centros de emprendimiento. Lo contrario a esta visión es una lógica mercantil y autoritaria: extraer datos de los usuarios mediante interfaces que explotan las inseguridad derivada de la aniquilación de la sociedad y el auge del individualismo para hacer que las personas clicken en los botones de Me gusta a fin de hacer dinero con la publicidad o las suscripciones.
Además, ¿cuál es el sentido de que los Ayuntamientos dejen a Telefónica extraer datos sobre la movilidad, las condiciones ambientales, la temperatura de los termostatos o la localización para luego comprar sus servicios de Smart City? Hubiera que utilizar los desarrollos en el Internet de las Cosas de esta empresa en generar soluciones de datos que, entendidos como un bien público, se utilizaran para hacer predicciones sobre cómo trasladarse de manera más eficiente y justa, repartir las viviendas públicas (o expropiadas a grandes propietarios), y equipar a todas las casas con acceso a cultura popular u otro tipo de conocimiento de manera más accesible, así como las soluciones de energía limpia más eficientes.
¿Es más conveniente tener una empresa que se encargue de asegurar la defensa nacional en la era digital de un país mediante servicios de ciberseguridad o bloquear el acceso de buena parte de las plataformas que generan dichos riesgos (Microsoft, Amazon, Facebook…) y después apoyar a un reguero de cooperativas que ofrezcan soluciones de encriptado, encaminadas a asegurar la privacidad de los ciudadanos o de cualquier otra institución pública?
¿Preferimos ecosistemas de startups financiados con el dinero que ha hecho Telefónica cobrándonos por servicios básicos en la era digital, encaminadas éstas a hacer más dinero con cosas que antaño eran gratuitas, o ecosistemas que permitan desarrollar soluciones públicas a nuestros problemas? ¿Cuándo escogimos que las empresas pequeñas y medianas (la gran mayoría, quienes se enfrentan a los mayores problemas de reglamentación y burocráticos) tengan que hacer esfuerzos mayores para pagar licencias o patentes privadas, con suerte con un pequeño descuento cortesía de Telefónica? Si es posible desarrollar métodos productivos automatizados más eficientes, sostenibles y menos costosos en términos laborales, ¿por qué no se han implementado localmente, democratizando su uso? O mejor dicho: ¿por qué no se fomentan para mantener al talento autóctono en casa? ¿No es esta una solución a los problemas de despoblación mejor que atraer a turistas extranjeros con dinero a ciudades inteligentes?
El progreso es un mantra que profesa Telefónica para evitar democratizar el acceso a las herramientas digitales. No es difícil extraer de la respuestas a estas preguntas que la idea no es tanto nacionalizar la empresa para competir fuera, centralizar la tecnología en una burocracia estatal, sino desarrollar plataformas públicas donde pueda experimentarse con iniciativas distintas a las del mercado. Incluso para trabajar en colaboración (no en competencia) con países europeos o Iberoamericanos, descubrir formas de compartir el conocimiento en la sociedad y nuevas innovaciones, así como recuperar el poder local y popular e incrustarlo en las instituciones políticas, sometidas a una revisión constante en base a las ideas que se desarrollen. Eso no implica controlar a Telefónica desde el Estado, ni mucho menos colocarlos al servicio de la solución de los problemas de acumulación del capital privado de los viejos capitalistas españoles, sino utilizar esta institución política para asegurar derechos de propiedad y acceso que permitan iniciativas no guiadas por el mercado para desarrollar tecnologías democráticas. En este recinto se abre la lucha y la creación de una utopía que ofrezca respuestas a los retos del tiempo histórico presente.