Me encantó la respuesta que dio el otro día José Coronado cuando unos periodistas de RTVE lo cazaron, cámara y micro en mano, según salía de ponerse la vacuna de la COVID. Le preguntaron qué tal le había ido, y luego que si tenía miedo a los efectos secundarios. Y después de eso, que si animaba o no a la gente a vacunarse. Ahí fue donde el actor respondió a los reporteros: “Por supuesto que animo, pero sois vosotros quienes tenéis que animar”. Y mi corazón dio un saltito de alegría ante esa frase que se hizo viral enseguida.
Cuando se piensa sobre comunicación, ya es un lugar común hablar de lo del elefante. Lo del elefante es una cosa que lleva pasando desde que el mundo es mundo, pero que explicó con mucha claridad un tipo que se llama George Lakoff –y que es a su vez otro lugar común andante, porque en los últimos años, en todo el espectro de la política, quien más quien menos lo ha tomado por santo patrón en algún momento–.
Lo que dice Lakoff sobre el elefante es, básicamente, que basta que te digan que no pienses en uno para que resulte imposible dejar de hacerlo. Él lo experimentaba con sus estudiantes. Empezaba la clase diciéndoles: “No penséis en un elefante”. Y una vez que toda la clase tenía la estampa del paquidermo –con su trompa y sus orejas– bien asentada en medio de la mente, les contaba que lo que les estaba pasando era lo mismo que le ocurrió a Richard Nixon. O a un montón de telespectadores, más bien. Cuando, presionado para dimitir por el escándalo del Watergate, el presidente dijo ante todas las cámaras de Estados Unidos que él no era ladrón. Ya sabéis: por arte y gracia de cómo nos funcionan las cabezas, todo el mundo tuvo claro que lo era.
Y será todo lo lugar común que queramos, pero seguimos entrando al trapo. A los últimos hechos me remito. Llevamos semanas viendo reproducirse una y otra vez un mensaje: “La vacuna no tiene riesgos”. “La vacuna no causa (casi) trombos”. “No tienes que tener miedo a la vacuna”. “José Coronado, dile por favor a la gente que no piense en un elefante”.
Por supuesto que si preguntamos constantemente por el miedo acabamos teniendo miedo, lo sabe cualquiera le haya preguntado “qué pasa” a su pareja. Y por supuesto también que si hablamos del miedo en un titular vamos a conseguir clics.
Pero por eso es importante recordar que siempre que tenemos la palabra tenemos una responsabilidad: la responsabilidad de dirigir la mirada hacia un lugar o hacia otro, en un tono o en otro, con una intención o con otra. Esa decisión resulta mucho más importante que la de qué digamos a continuación. Es la pregunta más crucial. (Y no echemos tampoco balones fuera: esto vale para quienes dirigen los medios y para quienes son grandes influencers, pero también para lo que cada cual elige hacer en el entorno que le escucha, sea un aula o un bar o una pequeña cuenta en redes. Todos, todas, podemos elegir entre ganar atención o ser cortafuegos de los problemas, aunque sea en nuestra pequeña medida).
Por otro lado, en la sociedad hay algunas cosas que delegamos. Nos repartimos la tarea, nos especializamos. No pasamos todos y todas a comprobar si el avión está bien ensamblado antes de despegar. Porque vivir se nos haría un poco difícil, más que nada. Ahora, sin embargo, legiones de gente experta en efectos secundarios puede dar su opinión sobre el balance de pros y contras de la vacuna de cada laboratorio y los rangos de edad a los que se les puede poner.
Pero claro, es que marear la perdiz también tiene sus beneficiarios. Mientras nos preguntamos si las vacunas tal o las vacunas cual, mientras cada mañana nos despierta un nuevo giro en los acontecimientos pandémicos, las farmacéuticas especulan, y las campañas se desarrollan, y los medios hacen clic clic clic. Como un gran elefante, nuestro miedo, sentado en medio de la sala, se niega a irse: cómo iba a hacerlo, si mil manos le dan de comer.
Esto ocurre todo el rato. Poner en duda lo que está claro y presentar como claro lo que no lo está es uno de los deportes del siglo. Así que al final nos pasamos el día invirtiendo una cantidad enorme de nuestra energía en defender lo evidente. En defender que la violencia machista existe, por ejemplo. En defender que quien rescata a personas de morir no está cometiendo un crimen. En defender que los derechos de quien es más vulnerable no son debatibles, o que M. Rajoy tiene pinta de llamarse Mariano.
Estamos, en definitiva, venga y venga a leer y producir titulares que dicen: “Científicos confirman que la tierra es redonda”. Venga a ver anunciados debates en los que se invita a Galileo y a un fanático –porque habrá que darle espacio a todas las partes–. Venga a discutir en grupos de whatsapp con quienes se fueron a mear justo cuando hablaba Galileo. Venga a darle clic a la noticia que dice que treinta y cinco personas afirman estar aterradas con caerse por el borde.
Y si hay que estar todo el día volviendo a comprobar si la tierra es redonda, normal que el mundo se nos acabe haciendo bola.