En mi cuento Mamá eligió para suicidarse un veinticuatro de diciembre por la mañana, la narradora dice de su hija: «(…) se cree más interesante porque no le gustan las navidades. Todos los que se creen interesantes dicen que no les gustan las navidades, como si eso fuese una prueba de distinción intelectual o de tener una intensa vida interior. Cuando alguien dice que no le gustan las navidades, pienso que es imbécil».
Confieso que se trata de un fragmento autoparódico, porque, como a la hija punki de la narradora, a mí tampoco me gustan las navidades. Mis razones son vulgares y no, no creo que me concedan ningún tipo de distinción intelectual: la mercantilización de las fiestas y sus machacones anuncios para despertar la necesidad de gastar incluso lo que no se tiene; los villancicos inacabables dominados por penetrantes voces infantiles; las aglomeraciones; el despilfarro energético; la religiosidad empalagosa; la imposición de celebraciones familiares incluso entre parientes que apenas se soportan; las comidas de empresa; las madres que se sienten obligadas a pasarse días cocinando para que luego, con frecuencia, nadie valore ese trabajo. En fin, tengo muchos de los argumentos tradicionales que suele esgrimir cualquier espécimen sano de izquierdas y adulto.
Pero, si paro de rezongar, abandonando un momento mi papel de grinch intelectual, tengo que aceptar que muchas de las cosas que achaco a la Navidad tienen su base más en mis prejuicios antirreligiosos que en argumentos sólidos. ¿No se acaba mercantilizando cualquier movimiento social, por antisistema que sea, desde el punk a las revoluciones? ¿No hay aglomeraciones debidas al fútbol o provocadas por atracciones turísticas? ¿No pueden ser absolutamente insoportables, para quien no participe en ellas, las fiestas populares, también el carnaval o las Fallas? ¿No cocinan las madres –por lo general son ellas– durante horas en cumpleaños y reuniones familiares?
Pero hoy, a mi lista de agravios sufridos por las festividades navideñas tengo que añadir uno: el uso repugnantemente patriotero de la celebración. Las luces navideñas se han convertido en banderas probablemente distinguibles a simple vista desde la Luna y el líder –por ahora– de la oposición se rasga las vestiduras porque el presidente no ha usado la palabra Navidad en su felicitación, demostrando así su falta de respeto a nuestras tradiciones e incluso de españolidad, pues ya sabemos que la civilización occidental, y más aún la ibérica, nacieron el mismo día que el Niño Jesús.
Y, por si fuera poco, los políticos que más aborrezco se han convertido en abanderados de una misión heroica a la que se lanzan como quien asalta una trinchera: salvar la Navidad. Parece que esos defensores de España a quienes tan poco les importan los españoles, también quieren lograr que el socialcomunismo quite sus sucias garras de la tradición, reconquistarla para las personas de bien, aun a costa de que mueran incluso estas.
Y, sin embargo, a pesar de todo lo dicho, lamento que no se puedan celebrar con normalidad estas fiestas. Porque aparte de intereses comerciales y políticos, aparte de la banalización y la manipulación de las tradiciones, hay gente para la que la celebración es importante. Porque es parte de un rito y de una historia centrales para sus creencias. Porque viven estos días con emoción auténtica. Porque para muchos y muchas –pienso sobre todo en personas mayores que no han podido viajar ni ver a sus familiares durante meses– será difícil renunciar a esa oportunidad en que la familia más alejada estaba dispuesta a desplazarse para volver a cenar todos a la misma mesa. Porque, a pesar de todo, la Navidad trae alegría a algunos, y la alegría no es lo que más nos sobra ahora mismo.
Así que, sí, a pesar de mis fobias personales y de mis consideraciones ideológicas y críticas, a pesar de mi ateísmo feroz, de mi rechazo hacia lo artificial y la brutalidad consumista de estas fiestas, más visibles que la devoción y la emoción, siento que este año se haya recortado la posibilidad de festejar la Navidad. Y agradezco que muchas personas para las que se trata de fechas especiales, hayan decidido renunciar por un año a festejar, a reunirse, a abrazarse. Mi felicitación navideña entonces va sobre todo para quienes, a pesar de que les duele, a pesar de que su fe o sus necesidades afectivas exigirían juntarse, quizá ir a la iglesia a celebrar el nacimiento de su Dios, renunciarán a ello por solidaridad y por responsabilidad hacia el resto de la sociedad, o incluso aunque solo sea para protegerse a sí mismos y a los seres queridos. Para ustedes, sobre todo, Feliz Navidad.