Sábado por la mañana. Corro las cortinas y miro por la ventana. Las nubes han secuestrado la luminosidad del día. El techo metálico del cielo filtra una humedad que se materializa en el rocío que empapa las calles. El ambiente, en resumen, actúa como augurio de una jornada opaca y gris.
Salgo a correr un rato y cuando vuelvo a casa me topo con dos ambulancias junto al portal. Sus luces tiñen la entrada de un naranja intermitente y grave. Los vehículos, sin embargo, están vacíos. Entiendo que los sanitarios desempeñan su labor en alguno de los pisos de mis vecinos. Preocupado, me doy una ducha y tomo un desayuno ligero. Después salgo de nuevo para ir al supermercado. Las ambulancias ya se han ido y siento cierto alivio. Pero a mi regreso tropiezo de repente con los gestores de la muerte: la furgoneta de la funeraria sustituye a las ambulancias en el aparcamiento improvisado. Y cuando entro en el portal me encuentro con la parca sin poder evitarlo; una bolsa negra envuelve lo que hace unas horas era un ser humano simpático y locuaz; un hombre que andaba en bicicleta a pesar de su edad; un vecino cariñoso y amable con los niños a quien un infarto había arrancado su existencia, su conciencia, su voluntad.
Fue en ese momento cuando, por primera vez desde que comenzara la pandemia, siete meses atrás, reflexioné sobre la muerte, sobre la existencia, sobre ese misterio que en miles de años nadie ha sabido resolver: ¿Qué es la muerte?, ¿adónde nos lleva?, ¿se agota la energía y desaparece para siempre nuestra conciencia?, ¿sirve para algo nuestra interacción vital? Entonces, me di cuenta de que, con un país y un planeta lleno de caídos por la epidemia, resultaba paradójico que no me hubiera detenido antes a pensar en ello, a reflexionar sobre las grandes preguntas de la vida, las que casi nunca nos hacemos, las que suenan tópicas, las que atribuimos a autores que resultan aburridos y deprimentes para las nuevas generaciones; a nihilistas amargados que nunca han hecho botellón, a la historia del arte y la iconografía religiosa: un poema de Jorge Manrique, una pintura de Valdés Leal, una novela de Sartre, un cuento de Borges. Preguntas existenciales que sin embargo deberían tener una presencia mayor en nuestras vidas, pues representan el conocimiento, pero también la pérdida y el dolor que acarrea la muerte; el final, lo único que no pertenece a la composición material de nuestro mundo.
En mi caso, encontrarme con la muerte en el portal, a la puerta de mi casa, como un funesto presagio, como la clásica imagen de una calavera cubierta con un trapo negro y empuñando una guadaña, coincidió con la lectura que acometía en ese momento: La peste, de Albert Camus. En la novela, el autor utiliza una epidemia de peste en la ciudad argelina de Orán para colocar a la señora que nos corta los circuitos vitales como leitmotiv argumental. Más allá de la narrativa de ficción, en nuestro relato diario de la realidad vivimos también, desde hace meses, una epidemia que ha arrasado, y lo sigue haciendo, con decenas de miles de vidas; y nuestro día a día, sin embargo, se reduce a las peleas derivadas de la instrumentalización política de la enfermedad, a las consecuencias económicas de los confinamientos y los cierres parciales, a los recortes de libertades y a los extraños horarios y fechas de los eventos deportivos.
Habrá quien piense, no sin razón, que debido al virus ha perdido su empleo, ha cerrado su negocio o lleva meses sin cobrar y sin ver a sus seres queridos, y que esa es su mayor preocupación. Pero a la postre, lo que más debería importarnos (y esto no significa que sea lo único) es la consecuencia última y más trascendente: las muertes de la pandemia. No como símbolo, no para alentar el patriotismo con la colocación de banderas y la organización de memoriales, sino como puerta de acceso a la filosofía, como espejo donde medir y evaluar la fragilidad de la existencia. Hay centenares de fallecidos al día, una tasa de mortalidad que supera la de todas las décadas precedentes, y apenas se habla de ello; casi nadie lo analiza, lo debate o lo estudia. No se trata de pensar en la muerte, sino de reflexionar sobre ella. Cito a Camus en un pasaje de La peste: «La sociedad de los vivos temía constantemente tener que dejar paso a la sociedad de los muertos. Esta era la evidencia. Claro que siempre podía uno esforzarse en no verla. Podía uno taparse los ojos y negarla, pero la evidencia tiene una fuerza terrible que acaba siempre por arrastrarlo todo».
Una de las razones de la ausencia de la parca en una hipotética lista de preocupaciones ciudadanas podría ser la carencia de imágenes que capten la muerte, que la acerquen a los consumidores de noticias. El pasado día 26 de octubre, el periodista Alfonso Armada publicaba una tribuna en el diario El País donde afirmaba que «al hurtar imágenes del impacto de la Covid-19 en España la atención y el miedo han mermado«. En el famoso ensayo de Susan Sontag Ante el dolor de los demás la autora sostenía que el horror de la instantánea puede convencer a la población sobre el carácter atroz de la guerra, y también que, por otro lado, algunas personas pueden recurrir a este tipo de imágenes para ratificar sus creencias, no para transformarlas.
En mi opinión, no hay una respuesta unívoca ante este dilema: las imágenes de la muerte pueden remover la conciencia de una parte de la ciudadanía y sin embargo contribuir a aumentar la frivolidad de otra; a convertirla en una estampa, una postal, algo que en realidad no vemos con nuestros ojos, sino depurado a través del filtro de la pantalla. Hace unos días, algunas televisiones emitían unas imágenes grabadas con un teléfono móvil en el madrileño barrio de Usera en las que se veía cómo unos ciudadanos apuñalaban a otro con un cuchillo hasta matarlo. Se advertía antes de que su contenido era sensible debido a la crudeza de las imágenes. ¿De verdad necesitamos presenciar esto para concienciarnos del horror de la violencia? ¿Se necesita verlas para saber que asesinar a otro ser humano supone una involución para la especie? ¿Es esta una forma de educar o por el contrario aumenta ansiedad y fomenta comportamientos similares?
En el mundo de hoy, creado por la ideología del consenso de Washington, donde prima el triunfo, la ambición y la velocidad de las cosas, la metafísica ha desparecido porque no hay lugar ni tiempo para ella. De hecho, no solo no hay espacio para la formulación de preguntas existenciales, sino para ningún tipo de pensamiento filosófico. En los pasillos de los parlamentos de hoy los diputados no caminan despacio arrastrando sus togas, como hacían los coetáneos de Pericles en el ágora, como los personajes de La Escuela de Atenas, de Rafael, sino que, como en el Foro romano, conspiran, medran y debaten qué es lo mejor para sus estrategias políticas, para la economía de unos pocos y para sí mismos. Y quizá esta sea la diferencia entre la Grecia Clásica y la Roma Antigua; el paso de Oriente a Occidente a través de la herencia de un pragmatismo que alcanza hasta nuestros días.
No obstante, hasta la era preindustrial, el hombre reflexionaba sobre el mundo en el que habitaba; el hombre, como el Everest, estaba ahí puesto, y era el propio ser humano quien debía desvelar sus misterios. Existía pues la capacidad de observación, más tarde sustituida por la ciencia y sus avances. Hoy día, sin embargo, parece que la filosofía ya nos la han dado hecha y solo la ciencia pueda avanzar un poco (aunque las noticias de vida extraterrestre o del hallazgo de agua en Marte suelen quedar relegadas en las cabeceras de los periódicos). También contribuye a ello que el contexto político sea un barrizal que sirve de ring para púgiles que golpean con sus ideas sin aportar nada constructivo a la sociedad. ¿Se imaginan a uno de los paladines del neoliberalismo citando a Kierkegaard para defender la libertad? A día de hoy, resultaría más bien irónico, pues como el propio filósofo danés observaba: «la gente elige la libertad de expresión como una compensación por la libertad de pensamiento, que rara vez utiliza».