La primera república de la península tuvo lugar en Córdoba, tras la revolución popular del miércoles 15 de febrero de 1009. Sin duda, una de las fechas más trascendentes y desconocidas de nuestra historia. El pueblo más humilde y más digno se organizó clandestinamente para derrocar a Sanchuelo, hijo de Almanzor, protegido por mercenarios bereberes y eslavos. Más de cincuenta mil cordobeses de todos los oficios crearon una especie de partido político para acabar con aquella dictadura. Arrasaron con la sede del caudillo en Medina Azahira, como si se tratara del Palacio de Oriente de Franco y su guarda mora.
El Mahdi, líder de la revolución, fue proclamado Califa y se nombraron ministros a las personas más cualificadas sin importar su clase social. La asamblea popular abolió el feudalismo separando el poder político del religioso. El pueblo creó su propio ejército con la prohibición de llevar armas en la Medina, y se restituyeron a los campesinos las tierras que les fueron usurpadas. Para acabar con aquella revolución, los bereberes se aliaron con Sancho de Castilla. El pueblo de Córdoba hizo lo propio con Raimundo Borrell, conde de Barcelona, el conde de Urgell y otros mandatarios de Cataluña, Aragón y Navarra. Hablamos de la primera gran guerra civil peninsular. Y, como en la última, perdimos los de siempre.
Años más tarde, en 1023, de nuevo el pueblo de Córdoba proclamó la república eligiendo al Califa entre tres candidatos en el Patio de los Naranjos de la Mezquita, y nombrando ministros a intelectuales del prestigio de Ibn Hazm. Aquella experiencia pionera en Europa y en el mundo, de extraordinario parecido a la Revolución francesa y sus Comunas, apenas duró tres meses. Y fue sepultada por la historia.
Una vez le dije a Julio Anguita que no deberíamos pedir la tercera república, sino la cuarta. Él asintió con una leve mueca. Tienes razón, me contestó, pero antes hace falta que el pueblo conozca su historia. Sin pedagogía, no hay política. Eso me dijo el Califa del Pueblo, el primer alcalde democrático de la ciudad que parió la primera república de la península. De ahí que el mejor homenaje que le puede rendir la ciudad de su Mezquita, más allá de mensajes protocolarios que sólo banalizan su figura, sea quitar el nombre fascista de la calle Cruz Conde para ponerle el de Julio Anguita.
Si de verdad queremos honrar su memoria, en lugar de tantas alabanzas merecidas que seguro le sentarían como una patada en los cojones, pongámonos a luchar por lo que él lucharía. Empezando por paliar el hambre y el paro en la ciudad con el índice más alto del Estado. Recuperando la Mezquita para su legítimo dueño, el pueblo de Córdoba, dejando claro aquello que una vez le dijo al obispo: “Usted no es mi obispo, pero yo sí soy su alcalde”. Y, aprovechando que ya no está entre nosotros para negarse, quitemos los nombres franquistas de sus calles y pongamos el suyo en el corazón de la ciudad que siempre tuvo en su maltrecho corazón.
Yo no tuve la fortuna de hablar mucho tiempo con él. Pero la vida no es cuestión de extensidad, sino de intensidad. Y cada vez que compartí trinchera en la defensa de los más vulnerables, puse toda la vida en ello para aprender a su lado. Quizá lo que más admiré de su talante es que siempre fue impecable en la forma e implacable en el fondo. Utilizó la verdad como un bisel para abrir los ojos de quienes se niegan a ver sus propias incoherencias. Especialmente, a los que se proclaman de izquierda mientras sirven a los intereses del capital, lo tenga quien lo que tenga. Nunca utilizó el insulto, la crítica ad hominem. Su bandera le cabía en el puño. Y su patria era un aula de colegio.
Un amigo le pidió un autógrafo al salir de un mitin y Julio Anguita le contestó: “No firmaré una hoja en blanco”. No encuentro mejor ejemplo para definir su actitud política. La idea por delante y la palabra como testigo. Eso es lo que nos ha dejado: la idea, la palabra y su ejemplo. El del alcalde que repartía entre los trabajadores del Ayuntamiento los regalos que le hacían; el del político que arengaba al pueblo para que no perdiera su conciencia de clase; el del padre que maldijo las guerras que asesinaron a su hijo; el del amigo que sonreía al doblarse con la blanca doble; el de la persona que renunció a cobrar su paga de exdiputado para vivir de lo que siempre ha sido hasta su muerte: maestro.