‘La mirada’ es una sección de ‘La Marea’ en la que diversas autoras y autores ponen el foco en la actualidad desde otro punto de vista a partir de una fotografía. Puedes leer todos los artículos de Laura Casielles aquí.
En un relato de Fernando Pessoa, Crónica decorativa, el narrador se encuentra un día, casi contra su voluntad, con un profesor de la Universidad de Tokio. Esto le supone un problema bastante grande, ya que, para él, Japón no existe. Y mucho menos sus habitantes. “Nunca supuse que un profesor de la Universidad de Tokio fuese una criatura, o incluso una cosa real”, se asombra.
Y tiene toda la razón. Porque Japón, como cualquier otro lugar lejano que podamos nombrar, no existe. Cómo va a existir, si apenas existían nuestros vecinos de enfrente hasta hace unos días. Si no existen los barrios a los que no vamos, si no existe casi ahora la calle, ni mucho menos los trenes de cercanías en los que viaja gente que no somos nosotros. No existen las ciudades salvo si tenemos la suerte de viajar a ellas; y esos sitios que nombran las noticias, donde asolan tragedias, ni por asomo existen.
Explica Santiago Alba Rico que la incapacidad de hacernos
cargo de los hilos que unen nuestras acciones con sus consecuencias es una de
las características del tiempo en que vivimos (del capitalismo, si se quiere).
Y que se trata de una carencia de la imaginación. Es muy difícilmente pensable,
diríamos, cómo se forja eslabón a eslabón la cadena que va de nuestra compra
apresurada a una mina de coltán, de lo que ahorramos en una camiseta a una
infancia hecha pedazos.
Es más fácil ir por el mundo como si el mundo no existiera. Nos exime de bastante responsabilidad. El protagonista del relato de Pessoa evita cuidadosamente, en su conversación con el profesor de la Universidad de Tokio, cualquier tema que pueda hacerle decir algo que dé medida de que su país existe de verdad: “¿Quién sabe si él se atrevería a insinuar en medio de la conversación, como cosa normalmente creíble, que en el Japón hay problemas económicos, dificultades de vida para las personas, ciudades con tiendas reales, campos con cosechas como las nuestras, ejércitos realmente parecidos a los de Europa y con execrables perfeccionamientos científicos para guerras verdaderamente contemporáneas?”.
El otro día leí un tuit que decía: “Un señor en China se toma una sopita de murciélago y en la otra punta del mundo a ti te hacen un ERTE”. Las bromas son buenas cuando tocan verdad. Este giro macabro del efecto mariposa da en el clavo. El día que los señores de la OMS pronunciaron por primera vez la palabra “pandemia”, el mundo, que no existe casi nunca, nos cayó encima con toda su redondez y sus miles de millones de habitantes. Gráficos velocísimos nos mostraban que cualquier movimiento de alas en otro continente podría ser el nombre de nuestra desgracia.
Pero eso aún son solo matemáticas, casi no es existir. Existir es otra cosa. Dice un verso de la poeta Maram el Masri que “hay siempre, en alguna parte, alguien que se nos parece”. El mundo existe porque, de pronto, nos podemos imaginar iguales. Hay una mujer en Pekín insomne ahora mientras escribo igual que yo lo estaba anoche; y un padre entretiene con dificultades a sus hijos bebés en una casa pequeña de Australia igual que tú ayer. Alguien en Texas está aprendiendo a usar videoconferencias como tu abuela y un niño de Colombia también recordará este tiempo como el momento en que aprendió a hacer un bizcocho. Compartes el miedo al despido de un señor alemán, el miedo a la muerte de una madre iraní. Copiamos lo que hacen los italianos en sus balcones y los ingleses copian los aplausos de aquí.
El mundo existe porque nos reconocemos. Redondo y febril, es posible de imaginar por lo común, por lo que nos une, pero también por esas diferencias deliciosas que hacen verosímil la increíble situación de su pandémica existencia. Leemos que en Marruecos lo más cotizado no es el papel higiénico sino las bombonas de butano: existe. Que hay cisnes en los canales de Venecia: existe. Francia existe porque una empresa de perfumes de lujo ha puesto a sus máquinas y a sus obreros a fabricar alcohol para desinfectar. En Mauritania las mezquitas emiten rezos contra el virus non stop por sus altavoces: existe. He visto una foto de un elefante con mascarilla en la India, así que tiene que existir.
En un
artículo reciente, David Fernández nos hacía fijarnos en un sentido
distinto en ese gráfico que tantas veces hemos visto últimamente: nos recordaba
que, mientras la curva que dibuja la evolución de los contagios es una línea
biológica, orgánica, la recta que se cruza con ella indicando el límite de la
capacidad del sistema sanitario para hacerse cargo de esos puntos cuando atañen
a cuerpos y se llaman “enfermedad” es, por el contrario, una línea política, trazada
por decisiones.
Es lo mismo que pasa con los mapas. Las líneas curvas (ríos, costas, cordilleras) las fue labrando la naturaleza durante milenios, y luego la gente se montó la vida entre ellas como pudo. Las rectas, trazadas a escuadra y cartabón en un momento concreto del tiempo, son por el contrario las huellas de una apropiación. Los virus, por su parte, saltan rectas y curvas sin verlas, atraviesan el mundo de un extraño modo sobre el que la palabra “frontera” no tiene demasiada capacidad de acción. Y, sin embargo, a qué lado se esté de la línea puede cambiarlo todo.
Hay lados de la línea en los que no hay jabón para lavarse
las manos. Otros en los que no hay ni siquiera agua. Los hospitales no son
iguales a un lado y otro de las rectas y las curvas, ni lo son la información
ni el significado de “casa”. La palabra “pandemia” ha hecho que el mundo
exista, y podemos imaginar la tos coronavírica de Gaza mucho mejor de lo que
imaginábamos qué quería decir “ébola”
cuando sus fiebres no habían llegado aún hasta aquí. ¿Nos hacemos cargo,
entonces, de nuestra parte de responsabilidad, también en este sentido? ¿De
que, igual que no salimos a la calle para proteger a los más vulnerables de
nuestras sociedades, tenemos también, como sociedad, que proteger a las que más
pueden perder?
Otro artículo, o en este caso una entrevista: a
Yuval Noah Harari. En ella reflexiona sobre cómo abordar internacionalmente
una crisis así. Entender que “proporcionar una mejor atención sanitaria a
iraníes y chinos ayuda a proteger a israelíes y estadounidenses” puede parecer
un enfoque algo egoísta (demasiado pragmático, al menos), pero le lleva a
hablar de cooperación. De la necesidad de que unos países enseñen a otros: de
que unos países, incluso, cuiden de otros. De esos que llevan siendo asolados
por pandemias durante décadas y siglos, en algo que es también un muerto
cargado a cuenta de nuestra tranquilidad y de nuestra prosperidad.
En la recurrente pregunta de qué nos llevaremos como legado de
todo esto (qué inercias, qué costumbres, qué derrotas) hay aspectos que atañen
también al orden de los mapas. Están pasando cosas curiosas, en este mundo que
de pronto existe. Cogen músculo los países, unidad de soberanía en la que se
desdibuja lo de arriba (¿dónde está la UE?) y lo de abajo (¿dónde están las
autonomías?). Están saliendo Cuba y China al auxilio de Occidente. Los Johnsons
y los Bolsonaros están revelando lo criminal del negacionismo interesado que
siempre enarbolaron.
Es muy difícil hacerse cargo del mundo, del efecto mariposa y, en general, de lo que implican nuestros actos. Tampoco podemos estar constantemente imaginando la cadena de causas y consecuencias: enloqueceríamos. Pero ahora que se da uno de esos raros momentos en los que el mundo existe, tal vez podemos aprovechar para darle una vuelta a su extraño trazado de rectas y curvas, de vida y amputaciones. Y en qué nos atañe.
En el cuento de Pessoa, al final, el pobre personaje no pudo
evitar saber que el país de su interlocutor existía: “El profesor se refirió a
los progresos industriales del Japón y añadió unas palabras, que me esforcé con
un éxito a medias por no oír, sobre (creo) unos movimientos obreros en el Japón
y un fusilamiento (supongo) de no sé qué jefe socialista”.
Los Estados están más presente que nunca en los últimos
tiempos, y hay un juego de trileros en marcha lanzando sobre el globo los dados
de la dicotomía falaz entre seguridad y libertad. Pero dicen que, mientras, en
todos los países, de balcón a balcón mucha gente se cuenta, día tras día, lo
que significa la palabra “comunidad”.
Y que se oye, todo a lo ancho del globo, como un batir de
alas, provocando aún no sabemos qué.