El moderno y exponencialmente masivo deporte conocido como trail running (carreras de montaña) es, a pesar de lo que pueda parecer, anterior al propio running. El aserto lo explica el hecho de que en la antigüedad no existían pavimentos de asfalto, ni carriles bici, ni pistas de tartán, ni de ceniza, y los hombres y mujeres corrían por la montaña o, al menos, por el bosque o el campo o los caminos o, en cualquier caso, por un entorno natural. Existen documentos que demuestran la existencia de carreras organizadas en el Antiguo Egipto; Heródoto narra la gesta de Filípides, un soldado griego que recorrió campo a través los 42 kilómetros y 195 metros que separan Atenas de Maratón para anunciar la victoria de sus tropas sobre los persas; se tiene constancia de que las Fell Races, carreras en las que se ascendían pequeñas montañas de 1.000 metros (conocidas como fells), se establecieron en el Reino de Escocia durante el siglo XI. Así las cosas, la necesidad de correr en el medio natural no solo responde a un impulso primitivo, el de desplazarse rápidamente para sobrevivir: el cazador prehistórico que persigue a su presa para alimentarse; el hombre que huye de un animal peligroso o de otros hombres, sino también a una necesidad competitiva.
Lo que hoy conocemos como carreras de montaña o trail running comienza de forma minoritaria, casi inadvertida, a mediados del siglo XX (a pesar de que anteriormente hubiera modalidades similares) con pruebas como la Lake District Mountain Trail. Hasta su desarrollo en los años 90 y su explosión en la última década, este tipo de carrera había estado siempre ligada a la especialidad atlética del Cross, pues la línea que separaba ambas disciplinas era tan difusa como una bruma que desdibuja el horizonte. Sea como fuere, hoy en día las sierras y cordilleras de todo el mundo están invadidas por esta nueva especie de superhombres. Ellos han llevado, con sus pantalones cortos y sus cortavientos finos, con sus mochilas minimalistas y sus zapatillas deportivas, la prisa a la montaña; a los senderos, las pedreras, las pistas forestales y las cumbres. Pero no ha sido una explosión nacida por generación espontánea, sino potenciada por la marca que decidió patrocinar al hombre-récord, el alpinista y ultramaratoniano más mediático del mundo, Killian Jornet, a quien los corredores de montaña veneran, idolatran e imitan.
Pablo Batalla Cueto, montañero de bien, historiador y escritor, se sirve de ellos a modo de alegoría para hacer una lectura de la sociedad actual en su ensayo La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (Trea, 2019). Lejos de lo que pueda parecer, el ensayo funciona como un estudio de la velocidad, del ritmo impuesto por el capitalismo en el mundo actual. Y es que la prisa del hombre occidental, el alocado ritmo urbanita, ha tomado también las montañas para imponer su totalitarismo. De hecho, la popularización de las carreras de montaña procede de la Inglaterra de finales de los ochenta y principios de los noventa, es decir, de la época en la que estalla el neoliberalismo de Margaret Thatcher y Ronald Reagan.
La virtud en la montaña estudia con calma y sosiego, sirviéndose de infinidad de citas y ejemplos, la historia de la velocidad a través de las rutinas y los modos de vida pequeñoburgueses, desde la Revolución Industrial y el nacimiento de los sistemas de producción capitalistas hasta la actualidad, donde, gracias a los medios de transporte y la inmediatez de las redes sociales, al acceso rápido a la información y la posibilidad de compartirla a tiempo real, existe otra percepción del tiempo. Y lo hace con párrafos como este:
La velocidad nos rodea, nos impregna, no podemos sustraernos a ella si no es dramáticamente y, como apunta Hartmut Rosa, cumple en tanto que gobernanta del mundo los cuatro indicios fundamentales del totalitarismo: ejerce presión sobre las voluntades y acciones de los sujetos, es ineludible (todos los sujetos son afectados por ella), es omnipresente (no afecta tan sólo a tal o cual área de la vida social, sino a todos sus aspectos) y ha conseguido que sea casi imposible criticarla y combatirla.
El autor pasa después a hablar del reloj como objeto demoníaco que estructura nuestras vidas en «secuencias matemáticamente mesurables», en capas de horas, minutos y segundos, provocando de este modo que estemos más pendientes de que pase el tiempo que de disfrutar de él, más preocupados por la meta que por el camino, y malgastemos nuestra existencia cuantificando el futuro sin degustar el presente.
Y esto es, en esencia, el leitmotiv de este ensayo que, lejos de ser social o económico o deportivo, es filosófico, pues nos conduce a la reflexión sobre la existencia y la libertad de experimentarla individualmente, cuando, en realidad, está estructurada y controlada por el sistema; léase: horario de trabajo, tiempos de descanso, desplazamientos, éxitos económicos, logros sociales o gestas de las que presumir en las redes sociales. Queremos hacer muchas cosas en muy poco espacio de tiempo; queremos tener un máster y hablar idiomas, queremos viajar por las capitales europeas y los países exóticos, queremos estar al tanto de la actualidad y la moda de cada temporada, queremos tener una opinión formada sobre todas y cada una de las materias (incluyendo la mecánica cuántica y el derecho internacional) que sean susceptibles de ser objeto de debate, queremos que nuestros hijos sean los más listos de la clase, los más competitivos, los que antes aprenden las letras; invadimos los espacios de los maestros y los profesionales de la educación, los imitamos y los sustituimos porque queremos controlar el tiempo, cuando en realidad es el tiempo quien nos controla a nosotros.
No estoy de acuerdo con el autor en su visión apocalíptica de los clubes de montaña y el ocaso del alpinismo amateur, que, creo, está más relacionado con la centralización administrativa y la despoblación, puesto que los clubes madrileños, como el Peñalara o el Club Alpino Madrileño, al cual pertenezco, no paran de crecer y de llenar sus filas de gente joven. Pero no puedo estar más identificado con la sustancia del ensayo, algo sobre lo que había ya reflexionado y nunca escrito; la idiotización de la sociedad capitalista en la persecución del éxito, pues el éxito, en vez de concebirse como la consecución de un resultado de manera feliz, se vende más bien como la acumulación de algo; de riquezas, de propiedades, de medallas, de diplomas y diplomaturas. El éxito, algo abstracto y subjetivo, ha pasado a cuantificarse como si fuera un trozo de metal. Y la única forma de alcanzarlo es la prisa; una prisa impostada que ejemplifican algunos corredores de montaña cuando piden paso a voces para que los montañeros, con nuestro andar ligero y nuestra afición por la fotografía, nos apartemos al margen del sendero y les cedamos rápidamente el paso, no vaya a ser que lleguen a la cima treinta y siete segundos más tarde de lo esperado. Y al final, qué duda cabe, consiguen estresarnos a todos.
Los runners son libres de correr por donde les plazca, claro, pero están fuera de contexto en un medio donde la prisa (aunque tal vez no la velocidad, que, a veces, puede traducirse en seguridad) resulta contraproducente. Los runners funcionan por lo tanto como una alegoría de la exigencia psicótica de un mundo controlado por el beneficio económico; un mundo donde las compañías aéreas son capaces de separarte de tu hijo de tres años y sentarlo solo en el avión si no acatas su dictadura y abonas veinte euros extras para elegir asiento; un mundo donde el precio medio de la vivienda supera el del SMI y provoca que gran parte de la población, sobre todo en las grandes ciudades, paradigma de la desregulación del mercado inmobiliario, no tenga derecho a unas condiciones de bienestar mínimas; un mundo donde la publicidad ha conseguido convencernos de que tenemos que comprar cada poco algo nuevo, un cacharro o artilugio que jamás habíamos necesitado y que acabará acumulando polvo en un cuarto trastero, pero también una estética, una forma de vida o una ideología; un mundo donde se nos exige ser relevantes, ser triunfadores, ser efímeros, ya sea en la vida real o en las redes, donde también (y el que esté libre de culpa que ponga el primer tuit) nos obsesionamos con el número de seguidores, de likes, de retuits y de cualquier otra bagatela cuantificable que nos haga populares y nos produzca felicidad.
Una sensación de bienestar que, de alguna manera, todos buscamos; el famoso cuarteto de la felicidad: dopaminas, endorfinas, serotonina y oxitocina. Algunos lo encuentran en el alcohol, los psicotrópicos, el fútbol, el shopping, el azúcar, el Gran Hermano o las redes sociales. Yo lo encuentro en las cumbres, en las canales y los corredores de hielo y nieve. A fin de cuentas, el sistema en el que estamos atrapados es tan estúpido en su esencia y tan perfecto en su concepción, tan inhumano, que necesitamos una ayuda extra para soportarlo. El problema es que una gran parte de los ciudadanos ni siquiera son conscientes de que están totalmente controlados por el tiempo, por la prisa de vivir sin ser dueños de sus actos. Y la adquisición de esa conciencia colectiva debería ser el primer paso para alcanzar un modo de vida más sostenible, más lento y más virtuoso.