Decir “no” es una forma de negar (lat. negare), pero negar no es simplemente un expresar diciendo, sino un hacer expresando de consecuencias impensadas. Para empezar todo “no” necesita algo previo sobre lo que pronunciarse. Niego no cualquier cosa, sino algo concreto y, al hacerlo, intento “deshacerlo”. Así, por ejemplo, rechazar (fr. ant. rechacier) significa en realidad volver (re-) a hacer o captar algo (lat. captare) desmontando o rehusando lo dado previamente. Me opongo a ello, lo combato y lo encaro. Por eso, decir “no” es una forma de rechazar aquello que nos hace daño o que, de alguna manera, nos hiere o nos vulnera y lo hace, además, bloqueando o parando, esto es, inmovilizando, aquello que nos sobreviene y no queremos o podemos asumir. No lo acepto. Me confronto aunque reconozco que lo que niego “es”, está frente a mí y puedo verlo, sentirlo, padecerlo. Puedo decir “no” ante la violencia y con ello no niego su existencia, sino que afirmo negando que quiero, que quisiera desarmarla, hacerla nada, que no existiera. Puedo decir “no” a la violencia de género” y reconocerla como problema. Puedo decir “no” ante la abundancia de fuerza (vigere) por la que se agrede a alguien a través del golpe, del gesto o de la palabra y que, al hacer fuerza, lo somete, física o simbólicamente, lo “pone por debajo” (lat. submittere) del agresor. Puedo pensarla, desarmarla, entenderla, pero para ello necesariamente he de reconocerla.
Decir “no” –y esto es lo impensado– supone que cuando negamos, matamos (necare) con la palabra aquello que se nos ha presentado. No es una muerte natural (mors), sino una muerte causada por alguien. Un asesinato. Queremos convertirlo en nada (nihil). Así, de asesinato, lo utiliza Virgilio para referirse a la ejecución de los troyanos: el otro bando de los griegos, el “enemigo” que es eliminado. De “matanza” habla Ovidio. Decir “no” es también, a su modo, una forma de violencia. Familias de palabras fecundas y siniestramente entrelazadas: “no” (non), “nada” (nihil) y “muerte” (nex, necis). El “no” dice “muerte”, del mismo modo que la “muerte” es el “no” de la vida, pero de una vida política, es decir, en comunidad, de una vida reconocida y afirmada. Quien dice “no” se enfrenta a una posición que tiene existencia, que se me opone innegablemente y ante ella se sitúa. Digo “no” cuando no quiero. Digo “no” cuando no puedo. Digo “no” cuando no debo. Y en todos esos “noes” se afirma como existente, posible y efectivo aquello que se niega. Es por ello importante saber a qué se dice o exclama “no” porque al hacerlo nos definimos y posicionamos ante el mundo y porque aunque implique a veces un acto de muerte (necare), siempre genera un daño (nocere) sobre aquello que se niega dado. Un “no” es un golpe, una herida o un corte. Un muro que frena una fuerza contraria.
Decir “no” puede tener un segundo sentido: el de anular y, por tanto, el de reducir a nada lo dado previamente negando de este modo su existencia. No se reconoce. Un golpe que desmonta lo sostenido –no siga leyendo si es usted un lector o lectora menor de ¿ocho años?– como desarticular con un “no” que existan los Reyes Magos o que la tierra sea plana. “No” existen los Reyes como entidades mágicas. Pero para ello no basta un “no”: se requieren razones y muy bien argumentadas. Negar la existencia de algo es peligroso precisamente porque si ese algo existe causa un daño que puede ser irreparable. Decir es un hacer. Y esto que nunca se olvide. Por ello es necesaria la aplicación minuciosa del pensar y atreverse a contraponer lógicas opuestas para no caer en la ceguera de las propias (y parciales) creencias tenidas por razones. Puede hacerse daño (nocere) a lo que obstinadamente se niega porque en realidad sea. Con el “no” que anula la existencia introducimos en el ámbito del todo, del alguien, del algo el vacío de la nada, del nadie y del ninguno. Borramos huellas. Todo es nada y cada gesto una nadería. Una ilusión. Un engaño. Este “no”, lejos de reconocer, reduce o, como diría algún filósofo desde la Selva Negra, “nadea”. Negar no es lo mismo que decir “no” ante algo. Es despojarlo incluso de ser, es predicar la completa negación de su pertenencia al mundo de las cosas “reales”. En realidad este “negar” expulsa del orden de nuestro mundo, es decir, de la política, de la sociedad o de la comunidad, lo negado. Desmantela violentamente algo que, de existir (aunque se niegue ciegamente su existencia), sufre a su vez violencia y daño.
Negar la violencia de género. Negar los derechos de inmigrantes o LGBTI+. Negar el cambio climático. Todo ello, negar un nombre, reduce a nada los límites, ahora indefinidos, que nos permitían reconocer lo que aquel nombre amparaba, e identificar, analizar, criticar y entender aquello que quería señalarse. Incluso imposibilita que ese problema que niega pueda abolirse o solucionarse. Negar la violencia de género es ya violencia. Y de género. Dejar de nombrar sin embargo no hace desaparecer, sino que aún peor, la violencia sigue existiendo bajo la forma indefinida de la imprecisión de lo que no recibe su justo nombre. Y permanece en nuestra vida como un fantasma, como una amenaza que, por mucho que neguemos, nos sigue golpeando. Si lo que se niega se obstina en dar prueba de existencia y razones y argumentos, entonces la negación se convierte en negacionismo. Y con él aparecen las creencias convertidas en razones. La falta de escucha y, sobre todo, el falso escepticismo. El escéptico no dice que “no” por mucho que así lo creamos ni “cree que no” con respecto a algo: el verdadero escepticismo, una de las grandes escuelas del Helenismo antiguo, simplemente analiza y observa minuciosamente (sképtomai) todos los argumentos.
Quien se enroca en la “negación” y no observa las razones no es un escéptico, sino un dogmático negativo que, por reforzar su concepción de las cosas, deforma y retuerce, es decir, hace violencia sobre aquello que observa. Lo manipula. Solo atiende sus razones y proyecta en los demás los fantasmas de los propios prejuicios. Llega así al tercer nivel del “no”. El negacionista genera en torno suyo una negentropía al reducir, ridiculizar, quitar importancia o deformar los elementos que desestabilizan su sistema con el fin de conseguir perpetuar el orden que quiere defender y su posición en él. En lugar de entender lo que piensa y por qué lo piensa se esfuerza en negar aquello que se dice aunque su concepción del mundo niegue la realidad, la muerte y el daño. Toda negentropía desemboca en distopía. Habla así de “violencia” y sostiene que “violencia” es siempre violencia. Pero esto reduce a la violencia a lo indiferenciado y general: de igual modo que no toda enfermedad se cura del mismo modo, no toda violencia se combate con los mismos medios. Es preciso, por tanto, poner un buen nombre para delimitarla, identificarla, localizarla y combatirla.
Hay por ello un paso más que causa un daño aún mayor que invisibilizar negando un nombre: le pone otro que lo desvirtúa y no lo clarifica. No borra sus huellas, sino que genera falsos rastros. Así, por seguir la analogía con la enfermedad, negando la “violencia de género”, se diagnostica equivocadamente. Este negar supone otra muerte: la de lo que hay, la de la realidad empírica para larga vida del propio relato y con ella arrastra más muertes. Se mata con doble violencia: la del crimen y la del sistema. Traslada un problema estructural y público al ámbito de lo privado, es decir, a la intimidad de lo doméstico. Es, por tanto, un negligente (nec-legere) porque al no (nec-) leer (legere) adecuadamente la realidad, obcecado en su no, no elige las herramientas adecuadas y causa más mal que bien.
Dogmático negativo que niega al otro para reforzar su mundo, el negacionista no reconoce el dolor del otro ni es capaz de mirar a la cara a aquellas personas que, sin embargo, dice querer proteger. La violencia no es siempre la misma violencia, aunque el “no” absoluto sí conduce siempre a una nada que, sin embargo, puede ser el todo del horror que experimenta alguien y que si no se encara adecuadamente desemboca en muerte. Una muerte (nex) que es violenta e incluso, como dijera Ovidio, una matanza. Hay palabras pues que matan. Afortunadamente hay también palabras que salvan integrando en el sistema, poniendo nombres a lo que es y nombrando los nombres propios. Porque las vemos, a ellas, a las víctimas de la violencia de género, las reconocemos y no miramos hacia otro lado. Y decimos “no” ante violencia de género y ante quienes niegan su existencia. El “no” que afirma también salva. Ante la muerte, la vida. Vivas nos queremos.