La sentencia 459/2019 publicada por fascículos en la prensa oficial y confirmada después por el Tribunal Supremo no es otra cosa que la consecuencia del marco legal que se estableció durante la Transición. En aquellos años de violencia, miedo, ilusión y presiones internacionales, la última voluntad del caudillo Francisco Franco, defendida tras su muerte por las fuerzas vivas del régimen autoritario, tuvo un papel fundamental en la creación de la Constitución. En su testamento, Franco subrayó dos ideas principales: la lealtad a la figura del rey Juan Carlos de Borbón y la defensa de la patria para mantener la unidad de la nación y continuar su obra para “hacer una España unida, grande y libre”.
La traducción en ley de la voluntad de Franco cristalizó tres años más tarde en los artículos, nada menos que, 1 y 2 de la Constitución. En derecho constitucional, el orden importa, porque expresa cuáles son las prioridades. Y la prioridad del estamento militar de la época, preparado para dar un golpe de Estado e iniciar una nueva guerra civil si así lo creía conveniente –no olvidemos que estos eran los términos en los que se hablaba en ese momento– era cumplir las últimas órdenes del generalísimo. De aquí que quedaran reflejadas al inicio del texto constitucional, mediante –y esto es relevante– la imposición.
El primer presidente del Gobierno, Adolfo Suárez –al que no se votó hasta 1977–, realizó por su parte todas las maniobras necesarias para que nadie cuestionara la figura del rey Juan Carlos I y la monarquía estuviera incluida en la Constitución, en lugar de celebrar un referéndum para restablecer la república vencida por las armas. Hasta el Partido Comunista de España (PCE) aceptó la monarquía como mal menor a cambio de su legalización. Cierto es que no tenía muchas alternativas, pero si queremos analizar el origen de nuestro marco legal, hay que tener en cuenta el chantaje y la amenaza como métodos de coacción totalmente normalizados en la época de su redacción. El punto 3 del artículo 1 es el que establece la monarquía: “La forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria”.
Por otra parte, durante la redacción a puerta cerrada de la Constitución realizada por siete miembros del Congreso –todos hombres y con mayoría de antiguos cargos del régimen franquista–, el ejército presionó para asegurar el texto deseado en el artículo 2. De hecho, Miquel Roca Junyent y Jordi Solé Tura, autores de la Constitución en representación de los nacionalistas catalanes y los comunistas, respectivamente, explicaron a posteriori que el artículo 2 les llegó de arriba y se les advirtió de que no intentaran oponerse a él, bajo la amenaza de siempre, la de los sables. Finalmente, la primera parte del artículo se aprobó así: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”. Que los adjetivos no nos distraigan de lo importante: “la Constitución se fundamenta”. Es el único artículo de todo el texto que advierte en qué se fundamenta la carta magna. De ello se deriva que la unidad de España es el pilar central de nuestro sistema.
Para entender la sentencia 459/2019 del Tribunal Supremo contra los líderes del gobierno independentista, la presidenta del Parlament y los presidentes de Òmnium Cultural y Assemblea Nacional Catalana hay que mirar atrás y releer el artículo 2 de la Constitución. No solo su redactado, sino sus alarmantes circunstancias. Hay quien dirá con aparente criterio que los españoles votaron libremente a favor de la carta magna. Yo digo que los españoles, incluidos los catalanes, votaron a favor de la Constitución, a favor de la democracia, pero no en libertad.
Los ciudadanos votaron el 6 diciembre de 1978 con el miedo en la sangre y hubieran apoyado cualquier Constitución que acabara formalmente con la dictadura. La campaña del sí se basó en que no había alternativa. ¿Cómo iba a votar la gente una opción que, según les decían, era sinónimo de alzamiento militar? La Constitución de 1978 era un paso adelante necesario para dar la estocada al antiguo régimen franquista e iniciar una nueva andadura, que, a pesar de incluir y perdonar a los verdugos, sonaba infinitamente mejor que un nuevo caudillo y una nueva dictadura.
Amparándose en ese articulado, desarrollado para su regulación en el Código Penal, el Tribunal Supremo ha sentenciado por sedición a nueve personas y con amplio apoyo popular –en su mayoría, demostrado en las urnas– en Catalunya. Estamos ante la sentencia del miedo y del dolor. Del dolor porque muchos catalanes sienten la sentencia como algo personal. Participaron en las concentraciones del 20 de setiembre y en el referendum del 1 de octubre y, por lo tanto, se sienten responsables de la situación que sufren los que se han convertido en cabeza de turco. Porque, a diferencia de lo que se deduce de la sentencia, los movilizados no fueron engañados por una élite malvada sino que ejercieron un derecho que conscientemente entienden como natural.
Y es la sentencia del miedo porque su publicación establece una jurisprudencia peligrosa para las libertades en el conjunto del Estado. Todas las alarmas deberían saltar con la lectura de la página 396, que dice: “la sedición no es otra cosa que una desobediencia tumultuaria, colectiva y acompañada de resistencia o fuerza”. Teniendo en cuenta que las penas de 9 a 13 años de prisión son consecuencia de las protestas del 20 de septiembre y de la jornada del referéndum del 1 de octubre, pacíficas en lo esencial, ¿dónde queda el derecho a manifestarse contra aquello que la ciudadanía considere injusto, ya venga del poder ejecutivo, legislativo o judicial? Junto a la conocida como Ley Mordaza, esta definición de sedición –un delito gravísimo– por parte del Tribunal Supremo no hace otra cosa que facilitar aún más la represión de derechos fundamentales de todos los españoles, reconocidos, por cierto, en la Constitución.
Franco y sus herederos políticos diseñaron un callejón sin salida para las aspiraciones nacionalistas en Catalunya, Euskadi y Galicia. Y lo hicieron bajo amenaza de alzamiento militar, de rebelión, vaya, de lo que habían hecho toda su vida para mantenerse en el poder. Afirma con pasión Thomas Paine en Rights of man que “la vanidad y la arrogancia de gobernar más allá de la sepultura es la más ridícula e insolente de todas la tiranías”. La asfixia de unas leyes inspiradas por la voluntad de Franco y hechas a medida contra las legítimas aspiraciones de las naciones minoritarias del Estado no va a durar para siempre. Porque, mientras haya esperanza, de los callejones sin salida se intenta salir.