Bolivia está en llamas. El poder central se ha desintegrado y la banda paramilitar de El General roba, mata, viola, organiza brutales asados con sus víctimas, repugnantes sesiones de canibalismo. No es que el mundo se haya acabado, lo que se ha acabado es cualquier atisbo de relación civilizada. Después se restaura el orden, cierto orden, y comienza el trabajo del testimonio y de la memoria, que no basta. Porque la violencia no es un fuego que se apaga y solo deja cenizas. La violencia contamina, secuestra durante generaciones la imaginación de un país, coloniza las conciencias.
En el cuerpo una voz, la tétrica distopía boliviana de Maximiliano Barrientos, es la última novela de atmósfera apocalíptica que he leído. Hace ya años que doy vueltas al tema del apocalipsis, escribo artículos, tengo un proyecto por ahora fallido de libro sobre el futuro del que una parte giraría alrededor del entusiasmo por imaginar cómo se extinguirá la humanidad. Un meteorito, el holocausto nuclear, epidemias, la catástrofe climática, nieblas tóxicas de dudoso origen, fenómenos paranormales, la manida amenaza extraterrestre, una rebelión de robots. Cuando observo la multitud de películas pre, post y apocalípticas que ofrece Netflix me pongo conspiranoico. Esta acumulación de fines del mundo debe de tener una razón, me digo. Nunca he conseguido averiguar si es verdad lo que me contó un profesor en la universidad: La pantera rosa fue financiada por fundaciones privadas estadounidenses para fomentar la resignación entre los ciudadanos. Parece desde luego más descabellado que esa teoría según la cual la Fundación Rockefeller apoyó a los expresionistas abstractos porque hacían un arte apolítico, conformista por tanto. Una locura, ¿verdad? Pero, como cantaba Kurt Cobain en Territorial pissings: Que seas un paranoico / no significa que no te persigan. Y las conspiraciones, al contrario que las brujas, existen aunque no creamos en ellas: mientras se agitaba el espantajo de la infiltración marxista en universidades y gobiernos, la Mont Pèlerin Society, fundada por Hayek y Friedman en 1947, planeaba precisamente eso: una estrategia a largo plazo para infiltrar a sus seguidores neoliberales en universidades, prensa y gobiernos (no me lo invento: consulten la información sobre dicha sociedad).
Pero, sin necesidad de imaginar a Número 1, de Spectre, acariciando a su gato persa mientras contamina nuestras mentes con fantasías del fin de los tiempos, se puede encontrar una correlación entre los miedos dominantes en una época –hablé de ello en el primer artículo de esta serie- y los temas recurrentes en la ficción. En Viviendo en el final de los tiempos, Slavoj Zizek, habla de cómo normalizamos la catástrofe y de que esta a menudo es usada como fuente de oportunidades para el capitalismo: ya se han empezado a elogiar las posibilidades agrícolas y mineras de Groenlandia que ofrece el calentamiento global (ahí esta Trump en primera fila intentando comprar su parcela). Lo que eran posibilidades terribles, la subida de la temperatura en todo el mundo, el deshielo de los polos, la desaparición de los glaciares, se acepta ya no solo como algo con lo que podemos convivir, sino también como una oportunidad. Y al igual que los millonarios empezaron a construirse refugios nucleares, también hoy avispados comerciantes anuncian posibilidades de inversión en zonas a las que no alcanzarán la subida del nivel del mar ni la desertificación. Las películas pre y postapocalípticas de los grandes estudios contribuyen a normalizar ese futuro que ya se encuentra en parte entre nosotros: el mundo está destruido, pero para el individuo –y su familia– sigue habiendo oportunidades, solo hay que luchar por ellas, competir, fijarse objetivos, ser el mejor, sin dejarse dominar por una moral trasnochada: el infierno postapocalíptico es el paraíso neoliberal.
El reverso de lo postapocalíptico lo forman las películas de superhéroes. Los superhéroes solo tienen su razón de ser en un mundo amenazado. Nosotros, galeotes de una cotidianidad inerme y mal pagada, gustamos de imaginar cómo sería sanar inmediatamente de todas nuestras heridas, aniquilar a los malvados con una mirada de fuego, enviarlos a la estratosfera con un gesto de la mano. Pero vosotros, simples mortales, no podéis hacer eso, nos dice la Patrulla X, el Capitán América se ríe de nuestra endeblez, los Vengadores nos apartan a un lado para que no les estorbemos en la lucha contra el Mal. Y así es, delegamos en otros, con una potencia de fuego muy superior a la nuestra, la defensa de la civilización; que de camino torturen, masacren, se salten la ley, destruyan edificios y bosques, no deja de ser secundario, porque su lucha se encuentra en un nivel superior que no podemos juzgar.
Y nosotros nos quedamos quietos. Arde el Amazonas, el desierto avanza en África, y también nos invaden los robots, pero no disparando con sus brazos ametralladores sino entrando en nuestra intimidad y en nuestra conciencia más profundamente de lo que lo hacían los curas mediante la confesión. Pero nos encogemos de hombros. Qué vamos a hacer. No podemos hacer nada. Porque el apocalipsis no es un gran tsunami que todo lo arrasa, ni viene causado por una invasión de extraterrestres. Llega poco a poco, da tiempo a normalizarlo, contribuimos a él porque no sabemos hacer otra cosa, porque solo sabemos rebelarnos contra injusticias concretas, cercanas, tangibles. Así que encendemos el televisor o el ordenador y asistimos a la debacle en primera fila, con la sensación tranquilizadora de que las víctimas son siempre los otros. Y lo son. Por ahora.