Dos personas están sentadas en un salón amplio y vacío, y una de ellas le dice a la otra: “Sólo los ricos pueden permitirse tanta nada”. Lo hace en inglés, en una viñeta publicada en The New Yorker: “Only the rich can afford this much nothing”, porque tanto aire, tanta ausencia, tantos pasos hasta la pared más cercana también hay que poder pagarlos.
Escribo lo primero que pienso en un tuit (uso esa red como un cuaderno de notas): “El acceso a algunos intangibles –espacio, luz y silencio– es un indicativo de clase, al menos en las ciudades. La pobreza no es sólo escasez de recursos, sino la vivencia de lo incómodo (y su efecto en la salud). Semisótanos, zulos, casas ruidosas cerca de aeropuertos o trenes”. También es incómoda la espera de esos mismos trenes que nos engullen a diario, tiempo arrebatado –no productivo, no remunerado, no disfrutado– de camino al curro. Dice Bob Black en La abolición del trabajo (1985) que “lo único que tiene de libre el tiempo llamado libre es que al jefe no le cuesta nada”, porque cada día invertimos varias horas en desplazarnos y en realizar las tareas de “mantenimiento y reparación” necesarias para seguir trabajando: descansar, ir al médico, a terapia, a yoga, preparar la comida y la ropa del día siguiente, hacer trámites administrativos… La nada es también no tener que preocuparse por imprevistos como que te suban el alquiler o se te averíe el coche. Esa nada es, en fin, la posibilidad de librarse fácilmente de los obstáculos y molestias de la existencia ordinaria.
Pienso en otras formas de ausencia con peaje y descubro una canción de Kevin Johansen: “Pobre millonario… ¿Cuánto hay que pagar por tanta soledad?”. Habla de la soledad no deseada, pero si le damos la vuelta veremos las ventajas de estar con muy pocos o con uno mismo. En inglés existen dos palabras distintas para reflejar este matiz: loneliness y solitude. No estar siempre rodeado de gente es un lujo en dos sentidos: en el práctico (nos ahorra listas de espera, aulas abarrotadas, colas en discotecas y aeropuertos, masas de turistas en el Louvre…) y en el simbólico (no hay nadie cerca cuando accedemos a lo único, grado sumo de lo excluyente: navegar en el yate más grande del mundo o comprar el Salvator Mundi para contemplarlo en exclusiva). La acumulación de capital nos libra de la acumulación de personas. La nada sería ese irse quedando solo en la carrera por diferenciarse del resto, por llegar a la cima. ¿En qué punto la riqueza deja de ahorrarnos los fastidios de la multitud y pasa a aislarnos de la inmensa mayoría?
“En un mundo sin dinero y sin propiedad privada ni estatal […], la riqueza, nacida del buen hacer y del saber estar, dejará de medirse y brotará de la intensidad de los momentos vividos”, señala Bob Black en su panfleto. ¿Una sociedad sin acumulación ilimitada? Puede parecer ingenuo, pero no más que confiar en la supervivencia de la democracia liberal bajo el capitalismo. Mientras tanto, el mercado, que lo ordeña todo, también las disidencias, ya ha convertido esos “momentos vividos” en una nueva forma de capital acumulable, especialmente en la última década, con la democratización del turismo mundial y la aparición de las redes sociales. Si los viajes se coleccionan, comparten y comparan, diferenciarnos del resto implica buscar experiencias y lugares cada vez más exclusivos.
Es la maldición del turista, empeñado en buscar ‘lugares no turísticos’ que empiezan a serlo en cuanto llega a ellos. Un impulso que hace que las búsquedas de vuelos a Chernóbil se hayan multiplicado desde que HBO estrenó la serie sobre el desastre nuclear. Antes sucedió con Ko Phi Phi y Ko Tapu, atestados escenarios tailandeses de La Playa (2000) y El hombre de la pistola de oro (1974). Es precisamente en Ko Tapu, rebautizada como James Bond Island, donde entiendo que algunos lugares no volverán a estar vacíos jamás. ¿Qué habría en Phuket si en Phuket no hubiese nada? Quiero decir, ¿si no hubiese turistas y hoteles, restaurantes, agencias de viajes, ping-pong shows, locales de masaje y mercadillos adaptados al público internacional? Por unos cientos o miles de euros más, según sus posibilidades, puede alquilar una embarcación privada, permitirse la nada silenciosa de las islas más remotas y sentirse una persona especial. (Días después de escribir este párrafo, escucho un anuncio en la radio: “Verano de cine. Destinos de película. Prepárate para sentirte como una estrella”).
Rumio todo esto al final de un tour estándar de dos semanas por Tailandia, con dos acompañantes y una Lonely Planet. Lo rumio de nuevo en mi pueblo, donde paso unos días como en un aforismo de Carmen Camacho, “entre la nada y la nada. Ordenándola”. Es una nada distinta, claro, porque una cosa es la nada elegida, que cotiza (tiempo, espacio, vacío, silencio), y otra la nada impuesta, que sofoca (demasiado tiempo, demasiado espacio, demasiado vacío, demasiado silencio). La primera es una respuesta a la saturación, como quien se va al monasterio de Silos para desconectar de la ciudad (un simulacro de ida y vuelta). La segunda es la imposibilidad de salir de aquí, de la nada urbana o rural, por no poder pagarse unas vacaciones, o un máster, o lo que sea. He probado un poquito de cada: la primera se paga, pero la segunda sale más cara.