Última parte del capítulo escrito por Patricia Simón en el libro Todas. Crónicas de la violencia contra las mujeres (Libros.com)
Los soldados hacían cola disciplinadamente para violar a Máxima García. Ella recuerda más de veinte esperando su turno mientras pensaba en el hijito que albergaba ese vientre contra el que descargaban y chocaban todo su peso los regulares del Ejército guatemalteco. Poco antes de que le dieran el alto en la vereda, había encontrado a su madre colgando del techo de su choza en llamas. Ella también estaba embarazada. De ocho meses. Ella también fue violada antes de ahorcada.
Durante la dictadura del general Efraín Ríos Montt (1982-1983) se perpetró un genocidio contra la población maya que se ensañó especialmente con sus mujeres, que además de ser mutiladas, torturadas y asesinadas como los hombres, fueron violadas, explotadas sexualmente, esterilizadas —a fuerza de violarlas, desgarrarlas y de provocarles abortos forzosos—, torturadas mediante el corte de sus vientres y la extracción de sus fetos… Acciones todas ellas dirigidas a destruir las comunidades, humillar a sus conterráneos, romper el tejido social, condenarlas a tener hijos de los asesinos de sus maridos y familiares y sembrar así la vergüenza y el estigma.
Máxima fue uno de los cuerpos en los que la oligarquía guatemalteca quiso materializar todo el odio por los indígenas —acusados de apoyar a la insurgencia— que alimentó una guerra civil de más de treinta años de duración (1960-1996). Cuando el último soldado derramó su desprecio en sus entrañas y el pelotón siguió su camino en busca de nuevas aldeas que devastar, Máxima se anudó su refajo —la falda tradicional maya— y volvió con su marido. Tardó veinte años en contarle por qué su bebé había nacido con el cráneo aplastado y muerto a las pocas horas del alumbramiento.
«Ni sentí cuando murió mi bebé. Nada, muerta estoy. Ojalá haya juicio para Ríos Montt. Queremos apoyo para seguir luchando, para seguirle donde se esconda», demandaba Máxima ante nuestras cámaras para el documental Mujer, violencia y silencio, disponible online. Hasta ese momento, esta mujer que residía junto a su familia en una cabaña en las montañas de Baja Verapaz, nunca había hablado con unos periodistas. Menos con unos que representaban la última esperanza que albergaba en ese momento: ciudadanos de un país que no sabía situar en el mapa, pero en el que sí sabía que se estaba valorando juzgar a los responsables de su desdicha. Fue gracias a la demanda por genocidio, tortura y terrorismo de Estado interpuesta por su compatriota —y premio Nobel de la Paz— Rigoberta Menchú y por varias ONGs contra Ríos Montt, exgeneral del Ejército, pastor de la Iglesia de la Palabra, exdictador durante el periodo más sanguinario de la guerra civil guatemalteca, presidente del Congreso en varias legislaturas en los años noventa y, mientras conversábamos, parlamentario con el apoyo de más de un cuarto de millón de votos que le certificaban su seguro de vida: la impunidad.
Pero el silencio empezaba a resquebrajarse. Gracias al apoyo de una psicóloga de la ONG Centro de Integración Familiar, Máxima había conseguido verbalizar —y contar a su entorno— cómo una de las estrategias bélicas más antiguas y destructivas, la violencia sexual como arma de guerra, se había cebado con ella.
María Eugenia Solís, abogada experta en violencia de género contra la población maya durante el conflicto y jueza en la Corte Interamericana de Derechos Humanos hasta 2010, explica así por qué tantas mujeres como Máxima Emiliana ocultaron lo vivido durante tanto tiempo: «La violencia contras las mujeres está naturalizada. Antes, durante y después del conflicto. Estas mujeres han vivido en unos niveles de desigualdad tan descomunales con respecto a los hombres y al resto de la sociedad que no se reconocen como seres humanos. Eso es lo primero que hay que hacerles entender, que son personas y que no es normal que abusen de ellas. Aunque lo hayan padecido desde pequeñas porque en Guatemala había mucho incesto».
Pero el silencio también fue —y sigue siendo— un mecanismo de supervivencia. «En las comunidades eran consideradas traidoras, sucias. Lo mismo pasó con sus hijos fruto de las violaciones. Se entendía que ellas deberían haber hecho todo lo posible por morirse antes de ser violadas. Por todo ello se siguen sintiendo culpables. Pero es que, además, muchos de sus violadores siguen siendo sus vecinos, que incluso las han llegado a volver a violar como castigo por haber dado sus testimonios. Están rodeadas de puro enemigo», relata María Eugenia, conocedora al detalle de la realidad en estas comunidades en las que el Estado, ya débil y racista en la capital, nunca existió.
La guerra civil sesgó la vida a más de 200.000 personas por medio de unas 600 matanzas cometidas por el Ejército. Más de 440 comunidades mayas fueron exterminadas y medio millón de almas tuvieron que huir de sus hogares para salvarse. Cifras que superan con mucho las de dictaduras como la argentina o chilena, pero que apenas son conocidas por la opinión internacional por tratarse de uno de los países con menor influencia política y mayor tasa de pobreza del continente latinoamericano. El que la inmensa mayoría de las víctimas fueran indígenas favoreció su invisibilidad. Que la mayoría de las mismas fuesen mujeres lo condenó durante casi dos décadas a la más absoluta impunidad.
Así lo denunciaba en su informe Radhika Coomaraswamy, relatora especial sobre la violencia contra la mujer, en su informe ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU en 2001: «El hecho de que no se investigue, enjuicie y castigue a los culpables de las violaciones y la violencia sexual ha contribuido a crear un clima de impunidad que actualmente perpetúa la violencia contra la mujer».
Por vía telefónica, María Eugenia Solís delataba cómo las propias Naciones Unidas no quedaron exentas de esta mirada patriarcal que invisibiliza las agresiones contra las mujeres: «La Comisión de la Verdad que hizo la ONU, con muchos recursos, no contemplaba un protocolo para esta violencia. Sencillamente, no se plantearon que existiese, así que no preguntaron. Lo que se documentó en esa investigación fue porque las mujeres lo mencionaban colateralmente: «Pues mira que a mi hermana la colgaron de un palo para aterrorizar a toda la comunidad». «Pues mira que nos violaron». Las mujeres acudieron a hablar de los otros, de cómo habían desaparecidos a sus maridos, a sus padres… No de ellas».
El 88% por ciento de las mujeres violadas y torturadas durante la guerra fueron indígenas, una cultura en la que las mujeres son las transmisoras del conocimiento, de la lengua, de la medicina tradicional… Es decir, de su ser maya. Por eso, las demandantes contra Ríos Montt —que finalmente fue juzgado en Guatemala y, aunque fue absuelto por un fallo en el proceso judicial ya nadie niega que comandó un genocidio— siempre demandaron que la violencia sexual fuese incorporada como una forma específica de exterminio en la causa procesal, porque con ella se buscaba aniquilar no sólo a sujetos sino a las encargadas de perpetuar la vida y la cultura. Muchas de ellas nunca pudieron tolerar que ningún hombre se volviera a acercar a ellas. Las destrozaron físicamente, pero también como personas.
Si se pudieran establecer grados de fortuna para medir el impacto de la barbarie, Máxima García sería una afortunada. En otras veredas lo habitual fue que, tras violarlas en lugares sagrados para los mayas, pasearan a las mujeres desnudas ante sus vecinos. Muchas otras fueron secuestradas y convertidas en las esclavas domésticas y sexuales en los destacamentos. Los victimarios se aseguraban así de que no intentarían huir porque no tenían dónde volver. Sus comunidades no las admitirían.
Uno de los casos más consternadores fue la masacre de Dos Erres, una aldea al norte del país. Allí, dieciséis kaibiles, integrantes del cuerpo más sanguinario del Ejército guatemalteco —entrenado por Estados Unidos— rajaron los vientres de las mujeres y sacaron a los fetos con sus propias manos. Así, «y a puro golpe», como explica Solís, asesinaron a 252 personas, la mayoría mujeres, ancianos y niños.
Según Human Rights Watch, en prácticamente todos los conflictos en activo se emplea la violencia sexual como arma de guerra. En Nigeria, el grupo terrorista Boko Haram secuestra y viola a niñas y a jóvenes, las obliga a inmolarse y a contraer matrimonio con sus combatientes. El ISIS convirtió a cientos de mujeres yazidíes en el Kurdistán iraquí en esclavas sexuales. En Sudán del Sur, los dos bandos del conflicto que arrasa el país más joven del planeta desde 2013, la emplean «a gran escala», según una investigación de Amnistía Internacional: «Son actos premeditados de violencia sexual en gran escala. Se ha sometido a mujeres a violaciones en grupo, agresiones sexuales con palos y mutilaciones con cuchillos», sostiene la organización en su informe.
En Bosnia, el Ejército serbio ejecutó el plan de violar sistemáticamente a las mujeres musulmanas para embarazarlas. De hecho, se establecieron 67 campos de concentración destinados a violar a mujeres bosnias —se estima que unas 60.000 en total— en los que, a menudo, las mantenían cautivas hasta el séptimo mes de gestación para impedir que pudieran abortar. En Ruanda, entre 100.000 y 250.000 féminas sufrieron la misma suerte durante el genocidio cometido en 1994. En la República Democrática del Congo, unas 200.000 han sufrido la misma suerte desde 1998…
Y así podríamos ir configurando un mapamundi de una infamia que hasta hace menos de una década, en 2008, no fue catalogada por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas como crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y genocidio. Hasta entonces, el derecho internacional seguía considerando la violencia sexual una afrenta al honor y pudor de las mujeres.
Pero, en la práctica, la reforma jurisdiccional no ha cambiado la vida de sus destinatarias.
A Yoladis Zúñiga ser mujer, pobre y campesina en Colombia le ha costado tan caro que muchas mañanas, cuando se despertaba, sólo deseaba estar muerta. Lo deseaba tanto que intentó suicidarse en varias ocasiones. Una mujer que no hace tanto tiempo —pero sí muchos muertos y muchas vidas— lideraba un comité campesino dedicado a exigir la mejora de las condiciones de vida de su aldea, donde construyó en los años noventa la primera escuela con sus propias manos. Las mismas manos que años después recogerían el cuerpo acribillado de su marido.
El 17 de febrero de 2000, Yoladis fue violada por diez paramilitares delante de su esposo, al que después asesinarían junto a casi un centenar de sus vecinos. Durante cuatro días, unos cuatrocientos paramilitares apoyados por infantes de la Marina colombiana —según varias investigaciones independientes—, decapitaron y ahorcaron adultos y niños, empalaron mujeres y regaron de sangre El Salado, una localidad del norte colombiano, en el departamento de Bolívar.
Aún con el cuerpo y el alma destrozados por la violación colectiva, Yoladis recuperó el cadáver de su marido cargándolo sobre los lomos de una burra, a sabiendas de que los paramilitares vigilaban los restos humanos esperando que sus familiares acudieran al lugar para finarlos. El Ejército colombiano esperó ocho días para entrar oficialmente en el pueblo, una vez que los cadáveres ya estaban en descomposición y eran devorados por los perros.
Como el resto de sus vecinos, Yoladis fue obligada a abandonar su pueblo con sus tres hijos por las amenazas que pesaban sobre todos ellos. El desplazamiento masivo fue una estrategia para despojar a los campesinos de más de 10 millones de hectáreas, según ha contabilizado el Movimiento Nacional de Víctimas. «Huir con tus hijos mientras te disparan, escondiéndote entre los árboles, es algo que te marca para siempre», me contaba en 2013 esta mujer que, como la mayoría de los más de cinco millones de desplazados que generó la guerra en Colombia, ha tenido que sobrevivir sin ningún tipo de apoyo estatal. «Te toca, incluso, prostituirte para darle de comer a ese niño que llora de hambre», explicaba en Barranquilla, la ciudad en la que se había refugiado y en la que había tenido que empezar desde cero.
Pese a todo, y gracias al apoyo de la Corporación Sisma Mujeres y otras ONGs, Yoladis se ha recuperado física y psicológicamente, y se ha capacitado para apoyar a otras mujeres víctimas de la violencia sexual, empleada por los tres actores del conflicto colombiano: los paramilitares, el Estado y, en mucha menor medida, la guerrilla de las FARC. Yoladis es una de las denunciantes que ha llevado al gobierno colombiano ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos por la masacre de El Salado, lo que le ha acarreado nuevas amenazas contra su vida y la de sus hijos. El caso está pendiente de sentencia.
«El dolor no se va, pero te acostumbras a vivir con él. Me siento muy orgullosa de saberme más fuerte que los que me violaron. Sufrí violencia sexual, sí. Pero no me vencieron. Ayudar a otras personas me da ganas de seguir adelante», nos explicaba emocionada, pero con entereza, Yoladis en 2013 en Barranquilla. «A otras mujeres que hayan pasado por lo mismo les diría que se miren en el espejo y que vean lo valiosas que son, que no tienen culpa de lo que les pasó. Que la vida sigue y que hay que vivirla».
«Mi marido dependía económicamente de mí, pero se sigue transmitiendo la idea de que las víctimas de violencia de género somos mujeres sumisas y débiles porque así es una cuestión de «otras», cuando nos afecta a todas porque es la misma conformación de este sistema. Por eso, no soporto cuando me dicen ‘¿por qué aguantaste?’. ¿Que aguanté yo? ¿Acaso no me defendía, no huí, no busqué ayuda?», nos interpelaba Pilar del Álamo.
Pilar, Eugenia, Virginia, Manuela, Elena, María, Berta, Máxima y Yoladis son sólo algunas de las decenas de millones de mujeres que han sobrevivido y sobreviven a las violencias machistas en todo el mundo. Mujeres que han sacado la fortaleza necesaria —cuando ya creían que no les quedaban fuerzas— para seguir viviendo en un mundo hostil, feminicida, violento y segregador con ellas, con nosotras. Un mundo en el que las mujeres somos violadas, agredidas verbalmente, discriminadas social y laboralmente, tratadas con fines de explotación sexual y laboral, casadas forzosamente, mutiladas en nuestros genitales…, con el fin de perpetuar un orden social que garantice la supremacía de los hombres. El mismo orden que ha venido a restablecer y a asegurar la ola reaccionaria que recorre el mundo y que en el caso español, está oficialmente abanderada por VOX pero cuyo discurso ya ha sido asumido por parte del Partido Popular y Ciudadanos.
Pero, pese a quien le pese, son —somos— las mujeres las que mayoritariamente seguimos generando, reproduciendo y cuidando la vida, mientras a nuestro alrededor las políticas internacionales y nacionales, los mercados y las relaciones internacionales siguen rigiéndose por la violencia como respuesta a los conflictos. Un mundo construido sobre el sistema más antiguo y genocida, el machismo.
Afortunadamente, cada vez más mujeres y hombres se reeducan en el feminismo, la ideología que defiende la radical igualdad entre todos los seres humanos, la más inclusiva, global y revolucionaria. Por eso, los involucionistas la han puesto en su mirilla. Por eso, será la única capaz de acabar con este genocidio que no cesa.